—¿Qué pueblo?
—No importaba… No lo sé y… no me interrumpa más, por favor… A Vincent le gustan los días soleados… porque, desde hace algún tiempo…, las noches le dan miedo. Una pesadilla espantosa se ha instalado en su cabeza… Una visión que lo arranca del sueño y lo deja en llanto… Remontamos entonces hasta esa famosa noche… en que apareció la pesadilla… La noche de una tormenta muy violenta… Entrevé grandes destellos, oye las paredes temblar. El viento… gime en los canalones y… las persianas golpean… A lo lejos, el mar está negro, furioso… Las olas mueven los barcos… Vincent grita, acurrucado en un rincón de su habitación… Tiembla, orina en el suelo… Está solo en la casa… Sus tíos han salido a cenar fuera… Piensa que se va a… morir. —Maleborne chasqueó bruscamente los dedos—. Por enésima vez, a Vincent le sangra la nariz. Interrumpimos la sesión… Nuestra progresión en su psique es… costosa y dolorosa, pero sentimos que… vamos por buen camino… Vincent acepta continuar la terapia. Demuestra tener mucha voluntad… —Recobró un poco el aliento, bebió pequeños sorbos de vino antes de continuar—: Así pues, la tormenta creó la pesadilla… ¿Por qué? Volvamos hacia atrás…, antes, mucho antes de esa tormenta. Vincent aún no tiene pesadillas, tiene quince años… Acaba de llegar a esa nueva casa con vistas al mar…, pero para él, a decir verdad, todo es nuevo… La playa, el colegio, los compañeros. Le espera una habitación… con juguetes, puzles, discos… Recibe mucho amor… Rostros que siguen a su alrededor… Sabe que aquí estará bien… Es feliz… Tiene la impresión de volver a nacer, o incluso de nacer… El análisis desvela que… es muy inteligente, entiende rápido, se adapta con gran facilidad. Es un chico bueno, cooperativo y emprendedor… Los que se relacionan con él están orgullosos…
Las palabras rodaban de sus labios como remolinos de un río apacible. Se desprendía de ellas una vibración suave, tan hechizante que le daban ganas a uno de dejarse mecer.
—Vamos, pues, más atrás, acerquémonos al punto de ruptura… Un mes antes… Mil novecientos ochenta, creo… Sí, eso es, mil novecientos ochenta, el año de la muerte de Sartre… Hace veinticinco años… Importante para usted, la fecha, ¿verdad, comisario?
—Así es. Vincent tendría ahora… cuarenta años…
Asintió.
—Así pues, mil novecientos ochenta… Un camino muy largo…, la noche…, la lluvia que golpea los cristales del vehículo… Vincent está tumbado en los asientos traseros… Llora, está aterrorizado… No tiene ningún recuerdo del hombre y la mujer que están sentados delante… Ella se gira de vez en cuando, sonríe, le acaricia el pelo… Con el conductor, susurra sin parar… No oye, la lluvia es demasiado fuerte… —Maleborne se sobresaltó—. Durante esa sesión, surge ante mí un ser que solloza, se agita, se alza bruscamente. Sé que el trabajo va a desembocar. Pero también adivino que… el inconsciente lucha, con uñas y dientes. El desafío se revela muy peligroso… Las hemorragias aumentan de intensidad y de violencia. Pero continuamos con los encuentros… Había que ir hasta el final, era primordial para… su salud mental…
El hipnotizador ya no contaba, vivía sus palabras. Alrededor, el espacio se desvanecía, saturado de sombras y espectros nacientes. Del anciano ya sólo quedaba esa transparencia ocular, esos ojos heridos, herméticos a las grandes luces del crepúsculo.
—Remontemos… por unas horas… al origen… Antes de ese largo camino… Su despertar en el hospital… Vincent recuerda… una habitación, dos personas al lado de su cama… Le dicen que… que se golpeó la cabeza con mucha violencia y… que permaneció en un coma profundo… varias semanas… No recuerda nada, esos rostros son los de… su tía y su tío…, pero no los reconoce… La memoria implícita no está afectada…, como suele pasar con las amnesias… Sabe el nombre de los árboles, distingue los colores, puede contar hasta miles y miles… Un test de CI desvelará que tiene una inteligencia incluso por encima de la media…, pero… la memoria explícita, la de los recuerdos, de lo que fue, está aniquilada… Ignora quién es… Ha olvidado todo lo que precedía al despertar… Reclama a un padre, a una madre… Le contestan que el padre se marchó antes de que naciese y… que la madre murió de un cáncer de pulmón, cuando era… muy pequeño… Sólo puede admitirlo… Aún pasa varias semanas en el hospital, le explican que… su tío y su tía son su única familia y… que siempre se han hecho cargo de él… Se marchará con ellos y… volverá a construir su identidad…, porque puede que no recupere nunca… la memoria… —Maleborne se agitó bruscamente en el sillón—. … Delante de mí, Vincent se desmaya… Una hemorragia demasiado fuerte… ¡Me precipito, me caigo de la silla! ¡Le pongo las manos sobre el pecho! ¡El corazón! ¡El corazón ha dejado de latir! ¡Hágalo volver en sí! ¡Hágalo volver en sí, se lo ruego!
Le estreché con fuerza la mano.
—¡Doctor!
Aspiró con mucha intensidad, como tras una apnea dolorosa, se soltó el nudo de la pajarita con una mano temblorosa y por poco se arranca el último botón de la camisa.
—Estuve a punto de llamar a los bomberos… Pero noté… una palpitación en su garganta… Le latía la yugular… Le latía, cuando el corazón… se le había parado… Pensé que era otro fenómeno extraño, una manifestación de su inconsciente… y pensé en otra cosa… En esas personas que nacen con los órganos invertidos… Entonces le puse la mano a la derecha… El corazón latía…
¡Era imposible! Como la chiquilla… Todo se embrollaba en mi cabeza. Lo real, lo imaginario, los recuerdos. Maleborne siguió hablando, el sudor en los labios:
—Entonces lo detuve todo… Era demasiado arriesgado… Casi… casi lo habíamos conseguido… Habíamos estado a punto de llegar al punto final… Atravesar el muro del coma… Todo se detuvo, de forma definitiva… No volví a verlo más, salvo cuando vino a buscar las grabaciones, el año pasado… Entonces lo entendí… Entendí que había hundido la barrera, que lo sabía y… que ocultaba un… secreto… terrible… Lo sentí… Era frío como la muerte… Como la muerte… Realmente parecía… otra persona… No lo reconocía…
Las sienes me latían. La pequeña, el corazón a la derecha… Dos seres de constitución anormal, surgidos en el mismo momento en mi vida… Pero… ¿Qué había que entender? ¡Era una historia de locos! Sacudí la cabeza. Había que concluir la entrevista.
—Comparto su dolor, doctor… —susurré—, pero…
—No es mi dolor… Es el suyo… Vincent no padeció una conmoción física, como pretendieron los médicos, sino psicológica…, de una violencia capaz de sumirlo en el coma y fracturarle la memoria. Toda esa gente… le mintió…
—Tiene que… darme detalles que podrían servirme de más ayuda. Esos médicos que lo curaron en el hospital, tendrían un nombre. ¿Y sus tutores? ¡Toda esa gente, los lugares! ¡Por favor!
El anciano abatió la mano delante de él, como para poner fin a esas evocaciones demasiado agotadoras.
—Nombres… ¡Por supuesto que mencionó unos cuantos! Incluso me describió uno por uno los juguetes que tenía en su habitación, el número de piezas de sus rompecabezas. Pero… ¿cómo quiere que lo recuerde? ¡Era tan… secundario! Creo que no lo acaba de entender, comisario…
Envolvió el vaso redondo con las palmas, como la llama de una vela que uno intenta proteger.
—¿Le habló alguna vez de una niña? ¿De unos diez u once años? ¿Pelo negro, muy guapa?
—Nunca.
—¿Y si le digo «Tisserand»?
Sacudió la cabeza, con expresión de irritación. Le enumeré los nombres inscritos en el cuadro del Diluvio.
—No, no, no…
El clic del dictáfono concluyó mis salvas de preguntas. Dejé una tarjeta de visita sobre la mesa.
—Tiene razón. Consiguió hundir él mismo esa barrera, conoce el origen de su pesadilla y la causa de su olvido. Ésa es la razón por la que ahora mata gente… Y matará a más mientras no lo hayamos detenido… Espero que le vuelvan retazos. De día o de noche, llámeme, aunque le parezca que carecen de importancia.
Maleborne me asió de repente el puño y ya no lo soltó.
—Esas personas… Debieron de herirlo cuando era niño… De ahí viene todo… Del traumatismo… No deben hurgar en su presente… Sino en su pasado… Esos nombres…, ¿a qué corresponden exactamente?
—Se trata de una lista. Una lista de cincuenta y dos víctimas que se disponía a entregarnos…
—¡Oh! Dios mío… Cincuenta y dos… Los demonios de su infancia…
Sus dedos, ya sin fuerza, acabaron por soltarse de mi chaqueta. Cuando ya me alejaba, me llamó una última vez:
—¡Espere! ¡Tan sólo un detalle, un pequeño detalle! Recordaba las montañas… Las montañas cubiertas de nieve, que veía desde la ventana de su cama de hospital…
Un nombre me estalló en la cabeza.
Grenoble. Ahí donde habían vivido los Tisserand, hacía más de veinticinco años.
Mi linterna se iluminaba progresivamente. El asesino había padecido un choque emocional de una violencia rara, un choque que le había extirpado la memoria. Sin embargo, los recuerdos habían persistido, en alguna parte, atrapados entre las telas complejas de su inconsciente. Entonces, a veces, afluían por fragmentos, en los meandros de la noche, a través de imágenes codificadas, de alaridos.
Esos alaridos que Suzanne también pegaba, en nuestras sábanas empapadas. «El choque emocional». Las fracturas cerebrales. Qué paralelismo turbador… El peor de los asesinos y mi esposa, fundidos en un mismo molde de olvido. Espantosa señal del destino.
Volviendo a Maleborne, lo había hecho explotar todo en ese Vincent veinticinco años después, mediante sus consultas acosadoras. Quince años de olvido, de alegrías, de penas, de mentiras vueltas a surgir en unas décimas de segundo. Una bomba de relojería. Hoy, Vincent se vengaba, desgarraba las cicatrices de su pasado con profusión de sangre y crueldad. El hipnotizador tenía razón. Esas personas, en la lista del
Diluvio
, establecían la relación con su infancia.
Para dar con el asesino, había que ir a la fuente. Veinticinco años atrás. Ahí donde todo había empezado… Grenoble… Leclerc me había dado carta blanca para desplazarme urgentemente a la capital alpina. Necesitaba sentir estremecerse la ciudad bajo mis pies, recorrer su centro hospitalario regional, y luego el hospital psiquiátrico de los Tisserand.
Quería ver la habitación de su coma con mis propios ojos, conversar con sus médicos de entonces. Poner un apellido tras ese Vincent…
… Y poner rostros a las cincuenta y dos identidades de esa lista. Vincent revivía su infancia. Ahí estaba la clave.
***
Una vez de vuelta en casa, recogí unas cuantas cosas para mi larga cabalgada nocturna. Camisas, ropa interior de recambio, un neceser…
La excitación me quemaba los labios, al mismo tiempo que un enorme odio hacia ese desconocido al que perseguía, ese hombre que, desde lo más hondo de su razón, compensaba por la vía del crimen los años robados de su vida.
—Eh, tío, ¿adónde te marchas, así? ¿De vacaciones?
Willy acababa de tirarse en mi sillón, su eterno pitillo entre los labios. Seguía sin cambiarse el pijama. Estúpidos topos azules sobre fondo negro.
—¡Llegas en buen momento! —repliqué llenando la bolsa con galletas, tres plátanos y los comprimidos de cloroquinina—. Voy a darte el número de teléfono de un colega, así como mi móvil. Si ves a la niña, nos llamas enseguida. Deberás… intentar retenerla, hasta que llegue mi compañero.
Willy dibujó un ocho con sus grandes labios.
—Ya… ¡Podría meterme en un marrón que te cagas! ¡Imagínate que se pone a chillar! ¡Que soy pacifista, yo, tío!
—Si es el caso, la sigues. Quiero saber dónde vive. ¿Puedo contar contigo? Es muy importante.
El rasta hizo mover sus trenzas con breves movimientos de cabeza.
—Pues claro, tío, estoy contigo. Mi abuela te apreciaba mucho. Yo también te aprecio mucho…
—Para, que vas a hacerme llorar…
Mostró sus dientes impecables.
—¿Cuándo vuelves?
—Seguramente mañana por la noche. Pasado mañana, como muy tarde…
Bajé una primera vez al sótano para meter la bolsa en el maletero, y luego subí al tercero para calentar una cafetera bien cargada, que transvasé a un termo.
Tras haber empujado a Willy al exterior —muy majo, Willy, pero un poco pesado a la larga— y cerrado la puerta de entrada, sentí como una gran victoria sobre mí mismo. Los dedos me temblaban menos y no sentía, por lo menos por ahora, esas ganas de atiborrarme de pastillas. ¿Había que ver en ello una señal de mejora?
***
La rectitud de la A6. Estrellas arriba, asfalto abajo. Una canción de los Red Hot, en la radio, acallando mis pensamientos incesantes, todas esas imágenes, esos dibujos, esos destellos de sangre. La investigación aún crecía en mi interior con el ímpetu de una hiedra salvaje. Ahuyentaba al hombre débil y llamaba al poli, sin parar. Ese poli que no necesitaba ninguna pastilla. Tan sólo esa sed de hemoglobina…
Pero, replegado en las tinieblas, el hombre aún pensaba en su fresno, lacerado a cuchillazos. El hombre veía los ojos blanco azulados de Maleborne, los labios agrietados susurrar frases enterradas, dolorosas.
Vincent… Vincent, que sangraba por la nariz gracias a la fuerza de su psique… Un estigmatizado… Y luego ese corazón a la derecha, como la niña… Una rareza tal…
«—No dejas de pensar en los demás. ¿Y piensas en nosotras? ¿En tu hija? ¿Sabes cuánto sufre en esa oscuridad perpetua, sin ti?».
Subí el volumen de la radio, abrí las dos ventanas traseras. El aire entró con un zumbido de locomotora. Las voces se mitigaron un poco antes de volver con más fuerza. El único medio, para soportarlas, era mantener una conversación con ellas.
Cuatro horas comiendo asfalto, viéndolo todo negro, padeciendo el peso de los reproches, oyendo reír y canturrear en mi cabeza. Había rodado varias veces sobre el arcén, un poco fuera de lugar, pero por suerte, las rugosidades me habían sacado de esa torpeza peligrosa. Un área de descanso, por fin llegó, unos cincuenta kilómetros antes de Lyon. Puse el intermitente…
Mi ropa estaba impregnada de sudor y humo de cigarrillos, un leve olor a café tibio. En el aparcamiento, autocaravanas, caravanas, algunos conductores cansados, sus mujeres y sus niños dormidos a su lado. De joven, me encantaba cuando mis padres aparcaban en esos espacios perdidos, bajo el arco fantástico de las estrellas. Guardo de ello en el corazón el sabor de las vacaciones y una gran parte de sueño. Un tiempo tan lejano…
Cuando salía a estirarme un poco, resonaron golpes sordos contra la chapa. Luego una vocecita, apenas audible: