Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (13 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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—Es bueno comandar doce ejércitos —resopló el rey Casmir—, y gracias a ellos el rey Audry no duerme bien. Aun así, doce ejércitos son inútiles contra los troicinos. Navegan a lo largo de mis costas, ríen y se burlan, se acercan a mi puerto y me muestran el trasero.

—Pero sin ponerse a tiro de arco.

—Desde luego que no.

—Es ultrajante.

—Mis ambiciones no son secretas —declaró el rey Casmir—. Debo dominar Dahaut, someter a los ska y derrotar a los troicinos. Devolveré el trono Evandig y la mesa Cairba an Meadhan a sus lugares legítimos y una vez más un solo rey gobernará las Islas Elder.

—Es una noble ambición —dijo grácilmente Carfilhiot—. Si yo fuera rey de Lyonesse, pensaría del mismo modo.

—La estrategia no es fácil. Puedo avanzar hacia el sur contra los troicinos, con los ska como aliados; o internarme en las Ulflandias, suponiendo que el duque de Valle Evander me conceda libre paso por Tintzin Tyral. Luego mis ejércitos echarían a los ska de la costa, someterían a los godehanos y se volverían hacia el este para su campaña definitiva en Dahaut. Con una flota de mil naves dominaría Troicinet, y las Islas Elder serían nuevamente un solo reino. El duque de Valle Evander sería entonces duque de Ulflandia del Sur.

—Es una idea atractiva, y creo que plausible. Mis propias ambiciones no quedan afectadas; en realidad, me contento con Valle Evander. Tengo otro tipo de aspiración. Con toda franqueza, me he prendado de la princesa Suldrun. La considero la más bella de las criaturas vivientes. ¿Sería Presuntuoso de mi parte pedir su mano en matrimonio?

—Lo consideraría una propuesta muy apropiada y auspiciosa.

—Me alegra oír tu aprobación. ¿Qué dirá la princesa Suldrun? No ha manifestado sus favores.

—Es un poco caprichosa. Hablaré con ella. Mañana ambos tomaréis vuestros votos de compromiso en un rito ceremonial, y la boda se celebrará a su debido tiempo.

—Es una perspectiva alentadora para mí. Espero que también lo sea para la princesa.

Al caer la tarde, la carroza real regresó a Haidion, con el rey Casmir la reina Sollace y la princesa Suldrun. Carfilhiot y el joven príncipe Cassander la seguían a caballo.

El rey Casmir le habló a Suldrun con voz firme:

—Hoy he deliberado con el duque Carfilhiot, y se declara prendado de ti. La oportunidad es ventajosa y acepté vuestro compromiso.

Suldrun le miró atónita. Sus peores temores se habían cumplido. Al fin logró articular palabra.

—¿Acaso no me crees? ¡No quiero casarme ahora, y mucho menos con Carfilhiot! ¡No me agrada en absoluto!

El rey Casmir clavó en Suldrun sus ojos azules y redondos.

—¡Estoy harto de tu petulancia! ¡Carfilhiot es un hombre noble y apuesto! Tus prevenciones son mero capricho. Mañana al mediodía te comprometerás con Carfilhiot, y en tres meses te casarás. No hay más que decir.

Suldrun se hundió en los cojines. La carroza avanzó por la carretera bamboleándose sobre los resortes de madera de carpe. El sol parpadeaba entre los álamos que bordeaban el camino. A través de sus lágrimas, Suldrun observó el juego de luces y sombras en la cara de su padre. Con voz suave y quebrada intentó una última súplica:

—¡Padre, no me impongas esta boda!

El rey Casmir escuchó en silencio y desvió la cara sin responder. Suldrun, angustiada, buscó apoyo en su madre, pero sólo encontró reprobación.

—Estás en edad de casarte, como cualquiera que tenga ojos puede ver —señaló con voz cortante—. Es hora de que te vayas de Haidion. Con tus ensoñaciones y delirios no nos traes ninguna alegría.

—Como princesa de Lyonesse —dijo el rey Casmir—, no conoces fatigas ni penurias. Te vistes de suave seda y disfrutas de lujos a los que ninguna mujer común puede aspirar. Como princesa de Lyonesse también debes someterte a los dictados de la política, tal como lo hago yo, la boda se celebrará. Termina con esa actitud despectiva y trata al duque con amabilidad. No quiero hablar más del tema.

Cuando llegaron a Haidion, Suldrun fue enseguida a sus aposentos. Una hora después, Desdea la encontró mirando el fuego.

—Vamos —dijo Desdea—. El abatimiento afloja las carnes y amarillea la piel ¡Mejora ese humor! El rey desea que estés presente en la cena, dentro de una hora.

—Prefiero no ir.

—¡Pero debes hacerlo! El rey lo ha ordenado, e iremos a la cena, sin rodeos. Te pondrás ese terciopelo verde oscuro que te sienta tan bien, para que todas las demás mujeres parezcan pescados. Si yo fuera más joven, los dientes me castañetearían de celos. No entiendo por qué estás enfurruñada.

—No me agrada el duque Carfilhiot.

—Cállate. El matrimonio lo cambia todo. Tal vez llegues a adorarle; entonces reirás al recordar tus tontos caprichos. Ahora, quítate esa ropa. ¡Vamos! ¡Piensa cómo será cuando el duque Carfilhiot dé la orden! ¡Sosia! ¿Dónde está esa criada tan irresponsable? ¡Sosia! Cepilla el cabello de la princesa, cien veces de cada lado. ¡Esta noche debe relucir como un río de oro!

En la cena Suldrun trató de adoptar una actitud impersonal. Probó un trozo de paloma asada; bebió media copa de vino claro. Cuando le hablaban, respondía cortésmente, pero era obvio que pensaba en otra cosa. En una ocasión, cuando alzó la cabeza, su mirada se cruzó con la de Carfilhiot, y por un momento observó esos ojos radiantes como un pájaro fascinado.

Desvió los ojos y estudió meditativamente el plato. Carfilhiot era innegablemente gallardo, valeroso y apuesto. ¿Por qué su rechazo? Sabía que el instinto no la engañaba. Carfilhiot era un ser retorcido, hirviente de rencores y rarezas. Unas palabras le entraron en la mente como si vinieran de otra parte: Para Carfilhiot la belleza no era algo para adorar y amar sino para arrebatar y lastimar.

Las damas se retiraron a la sala de la reina; Suldrun corrió a sus aposentos.

Por la mañana temprano, una breve lluvia llegó del mar, limpió la vegetación y asentó el polvo. A media mañana el sol brillaba entre jirones de nubes, y arrojó sombras fugaces sobre la ciudad. Desdea le puso a Suldrun un vestido blanco con gabán blanco, con bordados rosados, amarillos y verdes, y una pequeña gorra blanca en una diadema dorada incrustada con granates.

Cuatro preciosas alfombras cubrían la terraza de un extremo al otro, desde la imponente entrada principal de Haidion hasta una mesa cubierta de grueso lino blanco. Antiguos floreros de plata de gran altura desbordaban de rosas blancas; la mesa sostenía el cáliz sagrado de los reyes lioneses: un recipiente de plata de treinta centímetros de altura, con caracteres tallados que ya no eran inteligibles en Lyonesse.

Al acercarse el mediodía, empezaron a llegar dignatarios con túnicas ceremoniales y antiguos emblemas.

Al mediodía llegó la reina Sollace. El rey Casmir la escoltó hasta su trono. Detrás vino el duque Carfilhiot, escoltado por el duque Tandre de Sondbehar.

Tras un instante, el rey Casmir miró hacia la puerta por donde debía entrar la princesa Suldrun, del brazo de su tía Desdea. En cambio, sólo notó movimientos agitados. Pronto vio que Desdea lo llamaba con señas.

El rey Casmir se levantó del trono y regresó al palacio, desde donde Desdea gesticulaba en confusión y desconcierto.

El rey Casmir miró alrededor y se volvió hacia Desdea.

—¿Dónde está la princesa Suldrun? ¿Cuál es la causa de tan indigna te demora?

—¡Estaba preparada! —exclamó Desdea—. ¡Estaba bella como un ángel! La conduje abajo, y ella me seguía. Fui por la galería, con un extraño presentimiento. Me detuve y me volví para mirar, y ella estaba allí, pálida como un lirio. Dijo algo, pero no pude oír. Creo que dijo: «¡No puedo, no puedo!». Y luego salió por la puerta lateral y echó a correr bajo la arcada. La llamé, pero en vano. Ni siquiera volvió la cabeza.

El rey Casmir regresó a la terraza. Se detuvo, miró el semicírculo de caras inquisitivas.

—Pido la indulgencia de los presentes —dijo con voz áspera y monótona—. La princesa Suldrun ha sufrido una indisposición. No se realizará la ceremonia. Se ha preparado una colación. Por favor, servios a gusto.

El rey Casmir volvió a entrar en el palacio. Desdea estaba a un lado, el pelo desaliñado, los brazos colgando como cuerdas.

El rey Casmir la miró unos segundos y luego salió. Caminó por la arcada, pasó bajo la Muralla de Zoltra Estrella Brillante, cruzó la puerta de madera y entró en el viejo jardín. Allí estaba Suldrun, sentada en una columna rota, los codos en las rodillas y la barbilla entre las manos.

El rey Casmir se detuvo a varios pasos de ella. Suldrun se volvió despacio, los ojos grandes, la boca floja.

—Has venido a este lugar contraviniendo mis órdenes —dijo el rey Casmir.

—Así es. Sí —concedió Suldrun.

—Inexcusablemente has manchado el honor del duque Carfilhiot. —Suldrun movió la boca, pero no pudo hablar.

—Por un frívolo capricho —continuó el rey Casmir— has venido aquí en vez de asistir obedientemente al lugar requerido. Por tanto, quédate en este lugar, día y noche, hasta que el daño que me has causado se atempere, o hasta que mueras. Si te marchas de aquí, serás esclava de quien primero te reclame, sea caballero o labriego, idiota o vagabundo. Serás de su propiedad.

El rey Casmir se volvió, caminó sendero arriba, pasó la puerta y la cerró con fuerza.

Suldrun se volvió despacio, la cara inexpresiva y casi serena. Miró hacia el mar, donde rayos de sol atravesaban las nubes y caían en él.

Un grupo silencioso esperaba al rey Casmir en la terraza. El miró a ambos lados.

—¿Dónde está el duque Carfilhiot?

El duque Tandre de Sondbehar se le acercó.

—Majestad, esperó un minuto después que tu partida. Luego llamó a su caballo y se marchó de Haidion con su séquito.

—¿Qué dijo? —exclamó el rey Casmir—. ¿No dejó ningún mensaje?

—Majestad —repuso el duque Tandre—, no dijo una palabra.

El rey Casmir fulminó con la mirada a los presentes, luego se volvió y en dos zancadas entró en el palacio Haidion.

El rey Casmir caviló durante una semana, soltó una maldición y se puso a redactar una carta. La versión final decía:

Para el noble duque

Faude Carfilhiot

en el castillo de Tintzin Fyral.

Noble señor:

Escribo con dificultad estas palabras, en referencia a un episodio que me ha colmado de vergüenza. No puedo ofrecer las disculpas apropiadas, pues soy víctima de las circunstancias tanto como tú, tal vez más. Sufriste una afrenta que comprensiblemente causó tu exasperación. No obstante, no hay duda, de que tu dignidad está por encima de los caprichos de una tonta e impertinente doncella. Por mi parte, he perdido el privilegio de unir nuestras casas mediante un vínculo marital.

A pesar de todo, quiero expresarte mi pesar porque esto haya ocurrido en Haidion y así mancillado mi hospitalidad.

Confío en que tu generosa tolerancia te permita seguir considerándome un amigo y aliado en empresas futuras.

Con mi mayor consideración,

Casmir, rey de Lyonesse.

Un mensajero llevó la carta a Tintzin Fyral. A su debido momento regresó con una respuesta.

Para su augusta, majestad, Casmir, rey de Lyonesse.

Estimado señor:

Ten la certeza de que las emociones que me produjo el episodio a que te refieres, aunque surgieron en mí como una tormenta (comprensiblemente, espero), se esfumaron con la misma rapidez, y me dejaron avergonzado por los estrechos límites de mi consideración. Convengo en que los caprichos de una doncella no deberían comprometer nuestra asociación personal. Como siempre, puedes contar con mi sincero respeto y mi gran esperanza de que tus justas y legítimas aspiraciones se realicen. Cuando desees visitar Valle Evander, ten la certeza de que me agradará tener la oportunidad de ofrecerte la hospitalidad de Tintzin Fyral.

Tu amigo,

Carfilhiot.

El rey Casmir estudió la carta con atención. Aparentemente Carfilhiot no le guardaba rencor; aun así, sus declaraciones de buena voluntad, aunque fervientes, podrían haber ido más lejos y ser más específicas.

8

El rey Granice de Troicinet era un hombre delgado, entrecano y anguloso, de modales secos y bastante tranquilo hasta que el curso de los acontecimientos se volvía desfavorable, en cuyo caso despotricaba a más no poder. Había deseado enormemente un hijo y heredero, pero la reina Baudille le dio cuatro hijas sucesivas, cada cual nacida al son de las quejas de Granice. La primera hija era Lorissa, la segunda Aethel, la tercera Ferniste, la cuarta Byrin; luego Baudille quedó estéril y el hermano de Granice, el príncipe Arbamet, se convirtió en presunto heredero del trono. El segundo hermano de Granice, el príncipe Ospero, un hombre de personalidad complicada y constitución algo frágil, no sólo carecía de aspiraciones al trono sino que sentía tanta aversión por la formalidad y los artificios de la vida cortesana que permanecía casi siempre en su residencia, Watershade, en el centro del Ceald, la llanura interior de Troicinet. La esposa de Ospero, Amor, había muerto al dar a luz a su único hijo, Aillas, quien con el tiempo se convirtió en un fornido joven de anchos hombros y mediana estatura, tenso y musculoso, con pelo rubio oscuro que le llegaba hasta las orejas y los ojos grises.

Watershade ocupaba un agradable lugar junto al pequeño lago Janglin, con colinas al norte y al sur, y el Ceald al oeste. Originariamente, Watershade había servido para custodiar el Ceald, pero habían transcurrido trescientos años desde la última incursión armada a través de sus puertas, y las defensas habían caído en un estado de pintoresco deterioro. La armería guardaba silencio, salvo cuando se forjaban palas y herraduras; nadie recordaba cuándo se había levantado por última vez el puente levadizo. Las macizas y redondas torres de Watershade se erguían mitad en el agua y mitad en la costa, junto a árboles que sobresalían de entre los tejados cónicos.

En primavera los mirlos volaban en bandadas sobre el lago, y los cuervos giraban en el cielo, dejando oír sus graznidos a lo lejos. En verano, las abejas zumbaban en las moreras y el aire olía a juncos y a sauce húmedo. Por la noche los cuclillos cantaban en el bosque y por la mañana pardas truchas y salmones mordían el anzuelo apenas tocaba el agua. Ospero, Aillas y sus frecuentes huéspedes cenaban en la terraza y observaban las gloriosas puestas de sol de Janglin. En otoño, las hojas cambiaban de color y los graneros se atiborraban con los frutos de la cosecha. En invierno ardían fuegos en todos los hogares y la blanca luz del sol se reflejaba en el lago, mientras los salmones y las truchas permanecían cerca del fondo y se negaban a morder el anzuelo.

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