Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (12 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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—Espero que tu visita se repita a menudo —repuso el rey Casmir con formal afabilidad—. A fin de cuentas, somos vecinos.

—¡Es cierto! —dijo Carfilhiot—. Lamentablemente, me acucian problemas que me obligan a permanecer en mi hogar. Problemas, por suerte, desconocidos para Lyonesse.

El rey Casmir enarcó las cejas.

—¿Problemas? ¡No somos inmunes a ellos! ¡Tengo tantos problemas como troicinos hay en Troicinet!

Carfilhiot rió cortésmente.

—En su momento intercambiaremos conmiseraciones.

—Preferiría intercambiar preocupaciones.

—¿Mis salteadores, bandidos y barones renegados, a cambio de tu bloqueo? Sería mal negocio para ambos.

—Para convencerme, podrías incluir un millar de tus ska.

—Con mucho gusto, si fueran mis ska. Por alguna extraña razón, eluden Ulflandia del Sur, aunque asolan el norte con entusiasmo.

Un par de heraldos tocaron una dulce y estridente fanfarria para anunciar la aparición de la reina Sollace y un séquito de damas.

El rey Casmir y Carfilhiot se volvieron para saludarla. El rey presento a su huésped. La reina Sollace agradeció los cumplidos de Carfilhiot con una mirada blanda que éste ignoró grácilmente.

Transcurrió el tiempo. El rey Casmir se inquietó. Cada vez con más frecuencia miraba hacia el palacio por encima del hombre. Por último, le murmuró unas palabras a un lacayo, y pasaron otros cinco minutos.

Los heraldos alzaron los clarines y tocaron otra fanfarria. Suldrun apareció en la terraza a la carrera, contoneándose como si la hubieran empujado; detrás de ella, en las sombras, se vio por un instante la cara consternada de Desdea.

Suldrun se acercó a la mesa con expresión grave. Su vestido, de tela suave y rosada, le ceñía la silueta; rizos dorados le sobresalían de una gorra blanca y redonda para caerle sobre los hombros.

Suldrun avanzó despacio, seguida por Lia y Tuissany. Se detuvo y miró hacia la terraza, rozando a Carfilhiot con los ojos. Un mayordomo se le acercó con una bandeja; Suldrun y sus doncellas cogieron copas de vino y luego se quedaron púdicamente aparte, murmurando.

El rey Casmir observó con ceño fruncido y al fin se volvió hacia Mungo, su senescal.

—Informa a la princesa que la estamos esperando.

Mungo comunicó el mensaje. Suldrun escuchó boquiabierta. Pareció suspirar, cruzó la terraza, se detuvo ante el padre y se inclinó en una desganada reverencia.

—Princesa Suldrun —declaró Mungo con voz resonante—, me honra presentaros al duque Faude Carfilhiot de Valle Evander.

Suldrun inclinó la cabeza; Carfilhiot, sonriendo, se inclinó para besarle la mano. Luego irguió la cabeza y la miró a la cara.

—Los rumores sobre la gracia y belleza de la princesa Suldrun han cruzado las montañas hasta llegar a Tintzin Fyral —dijo—. Veo que no eran exagerados.

—Duque, espero que no hayas escuchado esos rumores —contestó Suldrun con voz monótona—. Estoy segura de que me desagradarían si los oyera.

El rey Casmir, con mal ceño, intentó interponerse, pero Carfilhiot habló primero.

—¿De veras? ¿Por qué?

Suldrun se negó a mirar a su padre.

—Estoy destinada a ser algo que no escogí ser.

—¿No disfrutas de la admiración de los hombres?

—No he hecho nada admirable.

—Tampoco una rosa, ni un zafiro de muchas facetas.

—Son adornos. No tienen vida propia.

—La belleza no es indigna —rezongó el rey Casmir—. Es un don con cedido a unos pocos. Nadie, ni siquiera la princesa Suldrun, preferiría la fealdad.

Suldrun abrió la boca para decir: «Ante todo, yo preferiría estar en otra parte». Pero lo pensó dos veces y cerró la boca.

—La belleza es un atributo muy especial —declaró Carfilhiot—. ¿Quién fue el primer poeta? Fue él quien inventó el concepto de belleza.

El rey Casmir se encogió de hombros y bebió de su copa de cristal purpúreo.

—Nuestro mundo —continuó Carfilhiot con voz clara y musical— un lugar terrible y maravilloso, donde el poeta apasionado que ansia el ideal de la belleza casi siempre resulta frustrado.

Suldrun, las manos entrelazadas, se estudió las yemas de los dedos.

—Parece que tienes tus reservas —dijo Carfilhiot. Tu «poeta apasionado» podría ser una compañía muy aburrida —Carfilhiot se llevó la mano a la frente, remedando un gesto de ultraje—. Eres tan despiadada corno Diana. ¿No sientes piedad por nuestro poeta apasionado, ese pobre aventurero soñador?

—Tal vez no. Parece sensiblero y egoísta, como mínimo. El emperador romano Nerón, que bailó al son de las llamas de su ciudad ardiente, era quizás un poeta apasionado.

El rey Casmir se impacientó, pues esa conversación le resultaba frívola y vana. Aún así, Carfilhiot parecía disfrutarla. Quizá la tímida Suldrun fuera más lista de lo que él había imaginado.

—Esta conversación me resulta interesantísima. Espero que la continuemos en otra oportunidad.

—En verdad, duque Carfilhiot —repuso Suldrun con su voz más formal—, mis ideas no son profundas. Me avergonzaría exponerlas ante una persona de tu experiencia.

—Como desees —dijo Carfilhiot—. De todas formas, permíteme el simple placer de tu compañía.

El rey Casmir se apresuró a intervenir antes de que la imprevisible Suldrun dijera algo ofensivo.

—Duque Carfilhiot, veo a ciertos notables del reino que aguardan para ser presentados.

Luego el rey Casmir llevó a Suldrun aparte.

—¡Me sorprende tu conducta ante el duque Carfilhiot! Causas más daño del que imaginas. ¡Su buena voluntad es indispensable para nuestros planes!

De pie ante la majestuosa figura de su padre, Suldrun se sintió débil e indefensa.

—Padre —dijo con voz plañidera—, no me obligues a unirme al duque Carfilhiot. ¡Me asusta su compañía!

El rey Casmir estaba preparado para ese reclamo lastimero. Su respuesta fue inexorable:

—¡Bah! Eres tonta e irreflexiva. Hay partidos peores que el duque Carfilhiot, te lo aseguro. Se hará lo que yo decida.

Suldrun agachó la cabeza. Aparentemente no tenía nada más que decir. El rey Casmir se alejó, tomó por la Galería Larga y subió a sus aposentos. Suldrun lo siguió con los ojos, apretando, los puños con rabia. Se volvió y corrió galería abajo para salir a la evanescente luz de la tarde. Atravesó la arcada, cruzó la vieja puerta y bajó al jardín. El sol, bajo en el cielo, arrojaba una luz sombría bajo las altas nubes; el jardín parecía frío y remoto.

Suldrun caminó por el sendero, dejó atrás las ruinas, se sentó bajo el tilo, abrazándose las rodillas, y reflexionó sobre el destino que aparentemente la esperaba. Parecía indudable que Carfilhiot optaría por desposarla; la llevaría a Tintzin Fyral, y allí, a su antojo, exploraría los secretos de su cuerpo y de su mente. Las nubes taparon el sol; sopló un viento frío. Suldrun tiritó, se levantó y regresó por donde había venido, despacio, la cabeza gacha. Subió a sus aposentos, donde Desdea le dio una enérgica reprimenda.

—¿Dónde has estado? Por orden de la reina debo ponerte ropa apropiada; habrá un banquete y danzas. Tu baño está preparado.

Suldrun se quitó la ropa con desgana y entró en una tina de mármol, llena de agua tibia hasta el borde. Sus doncellas la frotaron con jabón de aceite de oliva y ceniza de aloe, luego la enjuagaron con agua perfumada de luisa y la secaron con toallas de algodón. Le cepillaron el cabello hasta que quedó brillante. Le pusieron un vestido azul oscuro y, en la cabeza, una diadema de plata incrustada con tablillas de lapislázuli.

Desdea retrocedió para contemplarla.

—No puedo hacer más por ti. Sin duda eres atractiva. Sin embargo falta algo. Debes ser más seductora… ¡No en exceso, por supuesto! Dale a entender que sabes lo que se propone. La picardía en una muchacha es como sal en la carne… Ahora, tintura de dedalera, para hacer brillar tus ojos.

Suldrun dio un paso atrás.

—¡No quiero!

Desdea sabía que era inútil discutir con Suldrun.

—¡Eres la criatura más terca que existe! Como de costumbre, te saldrás con la tuya.

—Si así fuera —rió amargamente Suldrun—, no iría al baile.

—Vamos, pequeña insolente. —Desdea besó la frente de Suldrun—. Espero que la vida baile al son de tu melodía… Ven ahora al banquete. Te ruego que seas cortés con el duque Carfilhiot, pues tu padre tiene esperanzas de que haya compromiso.

En el banquete, el rey Casmir y la reina Sollace ocuparon la cabecera de la gran mesa, con Suldrun a la derecha del padre y Carfilhiot a la izquierda de la reina Sollace.

Suldrun estudió a Carfilhiot de soslayo. Con esa tez clara, el tupido pelo negro y los ojos lustrosos, era innegablemente bien parecido, casi hasta en exceso. Comía y bebía grácilmente; su conversión era gentil; tal vez su única afectación era la modestia: hablaba poco de sí mismo, así, a Suldrun le costaba mirarlo a los ojos, y cuando le habló, como la ocasión lo exigía, las palabras le salieron con dificultad.

Carfilhiot intuía su aversión, o así lo creía Suldrun, y eso sólo servía para estimular su interés. Era aún más galante, como si procurara vencer el rechazo de Suldrun a fuerza de caballerosidad. Entretanto, como una fría ráfaga Suldrun notó la cuidadosa atención de su padre, hasta el extremo que empezó a perder la compostura. Trató de comer algo, pero no pudo.

Extendió la mano hacia su copa y sus ojos se cruzaron con los de Carfilhiot. Por un instante quedó petrificada. Sabe lo que estoy pensando pensó. Lo sabe, y ahora sonríe, como si ya le perteneciera. Suldrun se obligó a mirar el plato. Sin dejar de sonreír, Carfilhiot se volvió hacia la reina Sollace para escuchar sus comentarios.

En el baile, Suldrun intentó pasar inadvertida entre sus doncellas, pero fue en vano. Eschar, el subsenescal, fue a buscarla y la llevó ante el rey Casmir, la reina Sollace, el duque Carfilhiot y otros altos dignatarios. Cuando empezó la música, estaba junto al duque, y no se atrevió a rechazarlo.

Siguieron los compases calladamente de un lado a otro, inclinándose, volviéndose con gracilidad, entre sedas multicolores y satenes suspirantes. Desde seis macizos candelabros, mil velas inundaban la sala con una luz suave.

Cuando cesó la música, Carfilhiot apartó a Suldrun a un extremo del salón.

—No sé que decirte —dijo el duque—. Tu actitud es tan glacial que raya en lo amenazador.

—Duque —replicó Suldrun con su voz más formal—, no estoy habituada a estas celebraciones, y en realidad no me divierten.

—¿De modo que preferirías estar en otra parte?

Suldrun miró hacia Casmir, quien estaba rodeado por los notables de la corte.

—Mis preferencias, sean cuales fueren, parecen carecer de peso salvo para mí misma. Eso me han dado a entender.

—Pues te equivocas. A mí, por lo pronto, me interesan tus preferencias. En realidad te considero muy especial.

La única reacción de Suldrun fue un gesto de indiferencia, y el airoso aplomo de Carfilhiot se convirtió en tensión, incluso en brusquedad.

—Entretanto, ¿tu opinión es que soy una persona vulgar, monótona y tal vez algo aburrida? —dijo con la esperanza de suscitar un torrente de tímidas negaciones.

—Señor duque —dijo Suldrun con voz distraída, mirando hacia otra parte—, eres el huésped de mi padre. No me atrevería a formarme semejante opinión, ni ninguna otra.

Carfilhiot soltó una risa extraña y Suldrun se volvió con intrigado sobresalto para observar una suerte de fisura en el alma de Carfilhiot que pronto recobró la compostura. Nuevamente galante, Carfilhiot extendió las manos para expresar una cortés y bienhumorada frustración.

—¿Debes ser tan distante? ¿Tan deplorable soy? —Suldrun recurrió nuevamente a su fría conducta.

—Por cierto, no me has dado razones para formarme tales juicios.

—¿Pero no es esa una pose artificial? Debes saber que eres admirada. Por lo pronto, yo estoy ansioso de granjearme tu opinión favorable.

—Duque, mi padre quiere casarme. Eso es sabido. Él me pone en un trance difícil. No sé nada del enamoramiento ni del amor.

Carfilhiot le tomó ambas manos y la obligó a mirarle de frente.

—Te revelaré algunos arcanos. Las princesas rara vez se casan con sus enamorados. En cuanto al amor, con gusto enseñaría a una alumna tan inocente y tan bella. Aprenderías de la noche a la mañana, por así decirlo.

Suldrun apartó las manos.

—Volvamos donde los demás.

Carfilhiot escoltó a Suldrun hasta su lugar. Poco después la princesa informó a la reina Sollace que no se sentía bien, y se fue del salón. El rey Casmir, exaltado por la bebida, no lo advirtió.

En el prado de Derfwy, tres kilómetros al sur de la ciudad de Lyonesse, el rey Casmir ordenó un espectáculo y una procesión para celebrar la presencia de su huésped de honor, Faude Carfilhiot, duque de Valle Evander y señor de Tintzin Fyral. Los preparativos fueron complejos y generosos. Desde el día anterior giraban capones sobre las brasas, bien sazonados con aceite, zumo de cebollas, ajo y jarabe de tamarindo; ahora estaban a punto y un olor tentador invadía el prado. Había bandejas atiborradas de hogazas de pan blanco, y a un lado, seis cubas de vino esperaban tan sólo a que les abrieran los tapones.

Las aldeas vecinas habían enviado jóvenes hombres y mujeres en trajes de fiesta; al son de tambores y gaitas, bailaron jigas hasta que el sudor les perló la frente. Al mediodía unos payasos pelearon con vejigas y espadas de madera, y caballeros de la corte se trabaron luego en una justa con lanzas que tenían cojines de cuero en las puntas
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Entretanto, llevaron la carne asada a una mesa donde la trocearon. Los que deseaban disfrutar de la generosidad del rey se llevaban los trozos en hogazas, mientras el vino caía burbujeando de las espitas. El rey Casmir y Carfilhiot miraron la justa desde una plataforma elevada en compañía de la reina Sollace, la princesa Suldrun, el príncipe Cassander y otras personas de alto rango. El rey Casmir y Carfilhiot atravesaron luego el prado para ver una competición de tiro de arco, y conversaron al son del chasquido y el siseo de las flechas. Dos miembros del séquito de Carfilhiot participaron en la competición, y disparaban cotí tal destreza que el rey Casmir manifestó su admiración.

—Dispongo de una fuerza relativamente pequeña —respondió Carfilhiot—, y todos deben destacar en el uso de las armas. Calculo que cada uno de mis hombres equivale a diez soldados comunes. Vive y muere por el acero. No obstante, envidio tus doce grandes ejércitos.

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