—Este no es nuestro primer encuentro —dijo Aillas—. ¿Recuerdas a los visitantes de Troicmet, hace diez años? Yo sí te recuerdo.
Suldrun reflexionó.
—Siempre hubo muchas delegaciones. Creo recordar a alguien corno tú. Pero fue hace tanto tiempo que no estoy segura.
Aillas le tomó la mano, la primera vez que la tocaba con afecto.
—En cuanto me recobre, escaparemos. Será simple escalar aquellas rocas; luego treparemos la colina y nos iremos.
—Si nos capturan —susurró Suldrun con un gesto de temor—, el rey no tendrá piedad.
—No nos capturarán —murmuró Aillas—. Especialmente si lo planeamos bien y somos prudentes. —Irguió el cuerpo y habló con energía—. ¡Quedaremos libres y huiremos por la campiña! Viajaremos de noche y nos ocultaremos de día. Nos mezclaremos con los vagabundos. ¿Quién nos reconocerá?
El optimismo de Aillas empezó a contagiar a Suldrun. La perspectiva de libertad la entusiasmó.
—¿De verás crees que escaparemos?
—¡Claro que sí! ¿Cómo podría ser de otro modo?
Suldrun miró pensativamente el jardín y el mar.
—No sé. Nunca he esperado ser feliz. Soy feliz ahora… aunque estoy asustada. —Rió nerviosamente—. Una se siente rara.
—No temas —dijo Aillas. La cercanía de ella lo abrumaba; le rodeó la cintura con el brazo. Suldrun se levantó de un brinco.
—¡Tengo la sensación de que mil ojos nos observan!
—Insectos, pájaros, un par de lagartos. —Aillas escrutó los riscos—. No veo a nadie más.
Suldrun observó el jardín.
—Yo tampoco. No obstante… —Se sentó a prudente distancia y lo miró de soslayo—. Tu salud parece mejorar.
—Sí, me siento muy bien, y no soporto mirarte sin tocarte —se le acercó, y ella se escabulló riendo.
—¡Aillas, no! Espera a que tu brazo esté mejor.
—Tendré cuidado con mi brazo.
—Alguien podría venir.
—¿Quién podría atreverse?
—Bagnold. El sacerdote Umphred. Mi padre el rey.
—El destino no podría ser tan cruel —gruñó Aillas.
—Al destino no le importa —murmuró Suldrun.
La noche llegó al jardín. Sentados ante el fuego, los dos cenaron pan, cebollas y unas almejas que Suldrun había recogido entre las rocas. Una vez más hablaron de la fuga.
—Tal vez me sienta extraña lejos de este jardín —comentó Suldrun—. Cada árbol, cada piedra, me resultan conocidos… Pero desde que llegaste todo ha cambiado. El jardín se me escapa. —Mirando el fuego, tiritó.
—¿Qué te pasa? —preguntó Aillas.
—Tengo miedo.
—¿De qué?
—No lo sé.
—Podríamos partir esta noche, si no fuera por mi brazo. En unos días volveré a estar bien. Entretanto debemos hacer planes. ¿Qué pasa con la mujer que te trae la comida?
—Al mediodía trae un cesto y se lleva el cesto vacío del día anterior. Nunca hablo con ella.
—¿Se la puede sobornar?
—¿Para qué?
—Para que traiga la comida como de costumbre, la tire y se lleve el cesto vacío al día siguiente. Con una semana de ventaja, podríamos alejarnos mucho sin temer que nos capturen.
—Bagnold no se atrevería, aunque estuviera dispuesta, cosa que no creo. Y no tenemos con qué sobornarla.
—¿No tienes joyas ni oro?
—Tengo oro y gemas en mi gabinete del palacio.
—Es decir, que son inaccesibles. —Suldrun reflexionó.
—No necesariamente. Nadie va a la Torre Este después de la puesta de sol. Yo podría subir a mis aposentos y nadie lo notaría. Podría entrar y salir en un santiamén.
—¿De veras es tan simple?
—¡Sí! Hice ese camino cientos de veces, y rara vez me encontré con nadie.
—No podemos sobornar a Bagnold, así que tendremos sólo un día libre, desde un medio día hasta otro, más el tiempo que necesite tu padre para organizar una búsqueda.
—No más de una hora. El actúa con rapidez y decisión.
—Entonces necesitamos ropa de campesinos, que no es tan fácil de conseguir como parece. ¿No hay nadie en quien puedas confiar?
—Sólo una persona, la nodriza que me cuidó cuando era pequeña.
—¿Y dónde está?
—Se llama Ehirme. Vive en una granja al sur, junto a la carretera. Nos daría ropas o cualquier otra cosa sin vacilar, si supiera que lo necesito.
—Con un disfraz, un día de ventaja y oro para un pasaje a Troicinet, la libertad será nuestra. Y una vez que crucemos el Lir serás simplemente Suldrun de Watershade. Nadie te conocerá como la princesa Suldrun de Lyonesse, salvo yo y quizá mi padre, quien te amará como yo.
—¿De verás me amas? —preguntó Suldrun.
Aillas le tomó las manos y la obligó a levantarse; sus caras estaban a poca distancia. Se besaron.
—Te adoro —dijo Aillas—. No quiero separarme de ti. Jamás.
—Te amo, Aillas. Yo tampoco deseo que nos separemos nunca. —En un arranque de alegría, los dos se miraron a los ojos.
—La traición y la tribulación me trajeron aquí —dijo Aillas—, pero doy gracias por ello.
—Yo también he sufrido —dijo Suldrun—. ¡Pero si no me hubieran echado del palacio, no podría haber rescatado tu cadáver del mar!
—Pues bien. Nuestro agradecimiento para el asesino Trewan y el cruel Casmir. —Acercó la cara a la de Suldrun. Se besaron una y otra vez; luego, recostándose, se abrazaron, y pronto les arrebató la pasión.
Las semanas pasaron, rápidas y extrañas: un periodo de júbilo, al que la sensación de aventura teñía de vividez. El dolor del hombro de Aillas se aplacó, y una tarde escaló el risco del este del jardín y cruzó el declive rocoso del lado del Urquial que daba a la costa, despacio y con cuidado, pues sus botas estaban en el fondo del mar y él iba descalzo. Más allá del Urquial se internó en un bosquecillo de robles achaparrados, saúcos y fresnos, y así alcanzó la carretera.
A esa hora del día había poca gente afuera. Aillas se encontró a un pastor y su rebaño y a un niño con su cabra, y ninguno de ellos le prestó demasiada atención.
Kilómetro y medio más tarde, tornó una senda que serpenteaba entre setos vivos, y pronto llegó a la granja donde vivía Ehirme con su esposo y sus hijos.
Aillas se detuvo a la sombra del seto. A su izquierda, en el extremo de un prado, Chastam, el mando, y sus dos hijos mayores cortaban heno. La casa estaba detrás de un huerto donde crecían puerros, zanahorias, nabos y repollos en pulcras hileras. Salía humo de la chimenea.
Aillas evaluó la situación. Si iba a la puerta y lo atendía alguien que no fuera Ehirme, le podrían hacer preguntas embarazosas para las cuales no tenía respuesta.
El problema quedó resuelto cuando una robusta mujer de cara redonda salió por la puerta con un balde. Se dirigió hacia la pocilga.
—¡Ehirme! —llamó Aillas.
La mujer se detuvo para examinar a Aillas con duda y curiosidad, luego se le acercó despacio.
—¿Qué quieres?
—¿Tú eres Ehirme?
—Sí.
—¿Prestarías un servicio, en secreto, a la princesa Suldrun? —Ehirme soltó el balde.
—Explícate, y diré si me es posible prestar ese servicio.
—¿Y en todo caso guardarás el secreto?
—Pues sí. ¿Quién eres?
—Soy Aillas, un caballero de Troicinet. Caí de un barco y la princesa Suldrun evitó que me ahogara. Estamos decididos a escapar del jardín y a viajar a Troicinet. Necesitamos ropa vieja, sombreros y zapatos para disfrazarnos, y Suldrun no tiene más amigos que tú. No podemos pagarte ahora, pero si nos ayudas recibirás una buena recompensa cuando yo regrese a Troicinet.
Ehirme reflexionó, y las arrugas le temblaron en la cara curtida.
—Haré todo lo posible —dijo—. He sufrido mucho tiempo por las crueldades cometidas contra la pobre Suldrun, que nunca dañó siquiera a un insecto. ¿Sólo necesitáis ropa?
—Nada más, y te lo agradecemos profundamente.
—En cuanto a la mujer que lleva comida a Suldrun… la conozco bien; es Bagnold, una criatura maligna y rencorosa. En cuanto vea que nadie toca la comida irá con el cuento al rey Casmir y se iniciará la búsqueda.
Aillas se encogió de hombros con resignación.
—No tenemos alternativa; nos ocultaremos bien durante el día.
—¿Tenéis armas cortantes? Hay criaturas malignas por la noche. A menudo las veo brincando por el prado, y volando entre las nubes.
—Encontraré un buen garrote. Con eso bastará. Ehirme resopló sin convicción.
—Iré al mercado todos los días. En mi camino de regreso abriré la poterna y vaciaré el cesto, para engañar a Bagnold. Lo puedo hacer durante una semana, y para entonces las huellas se habrán borrado.
—Eso significa un gran riesgo para ti. Si Casmir descubre lo que has hecho, no tendrá piedad.
—La poterna está oculta detrás de las ramas. ¿Quién puede verme? Tendré cuidado.
Aillas hizo nuevas objeciones a las que Ehirme no prestó atención. Ella miró hacia el prado y el bosque.
—En el bosque que hay más allá de la aldea de Glymwode viven mis ancianos padres. Él es leñador, y su cabaña está aislada. Cuando nos sobra mantequilla y queso, mando a mi hijo Collen con el asno para que se los dé. Mañana por la mañana, de camino al mercado os llevaré camisas, sombreros y zapatos. Por la noche, una hora después de la puesta del sol, nos encontraremos, en este sitio, y dormiréis en el heno. Al amanecer Collen estará preparado, y viajaréis a Glymwode. Nadie se enterará de vuestra fuga, y podréis viajar de día. ¿Quién pensará en la princesa Suldrun al ver tres campesinos con un asno? Mis padres os darán refugio hasta que haya pasado el peligro, y luego viajaréis a Troicinet, tal vez a través de Dahaut, un camino más largo pero más seguro.
—No sé como agradecértelo —dijo humildemente Aillas—. Al menos, no hasta que llegue a Troicinet. Allí podré demostrarte mi gratitud.
—¡No hay necesidad de gratitud! Si logro que la pobre Suldrun escape del tiránico Casmir, tendré suficiente recompensa. Mañana por la noche, pues, una hora después de la puesta de sol os veré aquí.
Aillas regresó al jardín y le comentó a Suldrun los planes de Ehirme.
—Así que no tendremos que andar de noche como ladrones sigilosos —asomaron lágrimas en los ojos de Suldrun.
—¡Mi querida y fiel Ehirme! ¡Nunca supe apreciar del todo su bondad!
—Desde Troicinet recompensaremos su lealtad.
—Pero aún necesitamos oro. Debo visitar mis aposentos de Haidion.
—La idea me asusta.
—No es un gran problema. En un abrir y cerrar de ojos puedo entrar y salir del palacio.
Cayó la tarde y el jardín quedó a oscuras.
—Ahora —dijo Suldrun—. Voy a ir a Haidion. Aillas se levantó.
—Debo ir contigo, al menos hasta el palacio.
—Como quieras.
Aillas trepó la pared, quitó la tranca de la poterna, y Suldrun pasó. Por un momento permanecieron pegados a la pared. Varias luces borrosas titilaban en el Peinhador. El Urquial estaba desierto al anochecer. Suldrun miró hacia la arcada.
—Ven.
Las luces de la ciudad de Lyonesse parpadeaban entre las columnas. La noche era cálida; las arcadas olían a piedra y a veces a amoníaco, en los sitios donde alguien había orinado. En el naranjal, la fragancia de las flores y las frutas prevalecía sobre lo demás. Ante ellos se erguía Haidion. El fulgor de las velas y las lámparas destacaba las ventanas.
La puerta de la Torre Este era un semióvalo de sombras profundas.
—Será mejor que esperes aquí.
—¿Y si viene alguien?
—Regresa al naranjal y espera allí. —Suldrun corrió la traba y empujó la gran puerta de hierro y madera, que se abrió con un chirrido. Suldrun miró hacia el Octógono a través de la abertura—. Voy a entrar —le dijo a Aillas. Arriba sonaron voces y pasos. Suldrun hizo entrar a Aillas en el palacio—. Bueno, ven conmigo.
Los dos cruzaron el Octógono, que estaba iluminado por una sola hilera de velas gruesas. A la izquierda una arcada se abría sobre la Galería Larga; unas escaleras conducían a los pisos superiores.
La Galería Larga estaba desierta. Desde la Recepción llegaron voces risueñas y animadas. Suldrun se cogió del brazo de Aillas.
—Ven.
Corrieron escalera arriba y pronto llegaron ante los aposentos de Suldrun. Una maciza cerradura unía un par de aldabas con remaches de piedra y madera.
Aillas examinó la cerradura y la puerta, y en vano intentó abrirla.
—No podemos entrar. La puerta es demasiado fuerte.
Suldrun lo llevó por el pasillo hasta una puerta que no tenía cerradura.
—Una alcoba, para nobles doncellas que podrían visitarme. Abrió la puerta, escuchó. Ningún ruido. El cuarto olía a perfume y ungüentos, con un desagradable tufo a ropa sucia.
—Alguien duerme aquí —susurró Suldrun—, pero ahora está de juerga. Entraron en el cuarto y se acercaron a la ventana. Suldrun abrió los postigos.
—Debes esperar aquí. Salí muchas veces por este lugar cuando quería eludir a Boudetta.
Aillas miró cautelosamente hacia la puerta.
—Espero que nadie entre.
—En tal caso, debes esconderte en el guardarropa, o bajo la cama. No tardaré.
Salió por la ventana, caminó por el ancho borde de piedra hasta su vieja habitación. Empujó los postigos, los abrió y saltó al suelo. El cuarto olía a polvo y a cerrado, tras largos días sin sol ni lluvia. Un rastro de perfume aún brotaba en el aire, un recuerdo melancólico de años pasados y las lágrimas empañaron los ojos de Suldrun.
Fue hasta el baúl donde había guardado sus pertenencias. No habían tocado nada. Encontró el cajón secreto y lo abrió: dentro, le decían los dedos, estaban esas rarezas y adornos, gemas preciosas, oro y plata que habían llegado a sus manos, en general de parientes visitantes; ni Casmir ni Sollace habían prodigado obsequios a su hija.
Suldrun envolvió sus bienes en un chal. Fue hasta la ventana y se despidió del cuarto. Jamás lo volvería a pisar, estaba segura de eso.
Regresó a través de la ventana, corrió los postigos y volvió al lugar donde Aillas se encontraba.
Cruzaron el cuarto a oscuras, abrieron la puerta y salieron al pasillo en penumbra. Esa noche, casualmente, había mucha actividad en el palacio; había multitud de notables en las cercanías, y desde el Octógono llegaba el sonido de voces. No podían marcharse con tanta rapidez como habían planeado. Se miraron, los ojos angustiados y el corazón palpitante.
Aillas soltó una maldición.
—Estamos atrapados.
—¡No! —susurró Suldrun—. Bajaremos por la escalera de atrás. No te preocupes. Escaparemos de un modo u otro. ¡Ven!