Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (20 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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Atravesaron el pasillo con sigilo, y así se inició un juego estremecedor que les dio una serie de sustos y sobresaltos con los que no habían contado. Corrieron de aquí para allá por largas y viejas galerías pasando de un cuarto a otro, ocultándose en las sombras, asomándose en las esquinas: desde la Recepción hasta la Cámara de los Espejos, por una escalera de caracol hasta el viejo mirador, por el tejado hasta una sala alta donde jóvenes nobles celebraban sus citas amorosas, luego por una escalera de servicio hasta un largo y negro pasillo que llegaba a una galería de músicos situada frente al Salón de los Honores.

Las velas de los candelabros estaban encendidas y el salón, preparado para una ceremonia que tal vez se celebrara más avanzada la noche, pues ahora estaba desierto.

Bajaron por unas escaleras hasta la Sala Malva, así llamada por el tapizado de seda color malva de las sillas y los divanes; una espléndida sala de color oscuro con paneles de marfil y una alfombra verde esmeralda. Aillas y Suldrun corrieron en silencio hasta la puerta, donde miraron hacia la Galería Larga, en ese momento vacía.

—No está lejos —dijo Suldrun—. Primero iremos hacia el Salón de los Honores, si nadie aparece nos dirigiremos al Octógono y saldremos por la puerta.

Con un último vistazo a izquierda y derecha, los dos corrieron hacia la arcada que daba al Salón de los Honores. Suldrun miro hacia atrás y aferró el brazo de Aillas.

—Alguien salió de la biblioteca. Deprisa, adentro.

Entraron en el Salón de los Honores. Se quedaron frente a frente, conteniendo el aliento.

—¿Quién era? —susurró Aillas.

—Creo que era el sacerdote, Umphred.

—Quizá no nos vio.

—Quizá no… Si nos vio seguramente investigará. Vamos a la puerta trasera.

—¡No veo ninguna puerta trasera!

—Detrás de la cortina. ¡Rápido ya está aquí!

Atravesaron el salón y se agacharon detrás de la colgadura. Observando por la abertura, Aillas vio que la puerta se abría despacio. La figura corpulenta del hermano Umphred se recortó contra las luces de la Galería Larga.

Por un instante el hermano Umphred se quedó quieto, moviendo la cabeza. Pareció soltar un cloqueo de asombro y avanzó por el salón mirando a derecha e izquierda.

Suldrun fue hasta la pared trasera. Encontró la vara de hierro y la introdujo en los orificios.

—¿Qué estas haciendo? —preguntó asombrado Aillas.

—Es posible que Umphred conozca este cuarto trasero. Pero no este otro.

La puerta se abrió, irradiando una luz verde púrpura.

—Si se acerca más —dijo Suldrun—, nos ocultaremos aquí.

—No, se va —dijo Aillas, de pie junto a la cortina—. ¿Suldrun?

—Estoy aquí. Este es el lugar donde el rey, mi padre, oculta su magia. Ven a mirar.

Aillas se acercó a la puerta y miró temerosamente a izquierda y derecha.

—No te alarmes —dijo Suldrun—. He estado aquí antes. El pequeño trasgo es un skak; está encerrado en un frasco. Estoy seguro de que preferiría la libertad, pero temo su ira. El espejo es Persihan; habla con madurez. El cuerno de vaca da leche fresca o hidromiel, según quien lo sostenga.

Aillas entró despacio. El ska les miró fastidiado. Motas de luz multicolor encerradas en tubos se pusieron a temblar. Una máscara de gárgola que colgaba en las sombras les sonrió burlonamente.

—¡Vamos! —exclamó Aillas alarmado—. ¡Antes de que estas cosas malignas nos hagan daño!

—Nada me dañó nunca —dijo Suldrun—. El espejo sabe mi nombre y me habla.

—¡Las voces malignas son peligrosas! ¡Vamos! ¡Debemos abandonar el palacio!

—Un momento, Aillas. El espejo ha hablado con amabilidad. Tal vez lo haga de nuevo. ¿Persilian?

—¿Quién se llama Persihan? —dijo una voz melancólica.

—¡Soy Suldrun! Me hablaste antes y me llamaste por el nombre. Este es mi amante, Aillas.

Persihan soltó un gruñido, luego cantó con voz profunda y plañidera, tan despacio que cada palabra era muy clara:

Aillas conoció una marea sin luna; Suldrun lo salvó de la muerte. Ambos unieron sus almas para dar balito a sus hijos.

Aillas: escoge entre muchos caminos; todos recorren sangre y afanes, mas esta noche debes desposarte para sellar tu paternidad.

Largamente serví al rey Casmir, quien me hizo tres preguntas, mas nunca dirá la frase que me dará libertad.

Aillas, llévame ahora

y ve a ocultarme

junto al árbol de Suldrun,

donde moraré junto a la piedra.

Aillas, moviéndose como en un sueño, alzó las manos hasta el marco de Persilian y lo descolgó de la pared. Alzó el espejo y preguntó asombrado:

—¿Cómo podemos casarnos esta misma noche? La voz resonante de Persilian salió del espejo:

—Me has robado de Casmir, soy tuyo. Esta es tu primera pregunta. Puedes hacer dos más. Si haces una cuarta, seré libre.

—Muy bien, como desees. Dime cómo nos casaremos.

—Regresa al jardín, no hay peligro. Allí se forjarán los vínculos de vuestro matrimonio; ved de que sean fuertes y verdaderos. ¡Deprisa, el tiempo apremia! ¡Debéis marcharos antes de que cierren Haidion hasta mañana!

Sin más tardanza Suldrun y Aillas partieron del cuarto secreto, tras cerrar la puerta. Suldrun atisbó por la abertura del pendón: el Salón de los Honores estaba vacío salvo por las cincuenta y cuatro sillas cuyas personalidades habían influido tanto en su infancia. Ahora parecían viejas y encogidas, y parte de su magnificencia se había esfumado; aún así, Suldrun sintió su meditabunda presencia mientras ella y Aillas corrían por el salón.

La Galería Larga estaba desierta; los dos corrieron al Octógono y salieron a la noche. Cruzaron la arcada y se desviaron hacia el naranjal cuando vieron a cuatro guardias de palacio que venían por el Urquial a paso firme, gritando insultos.

Los pasos cesaron. El claro de luna dibujaba formas pálidas, alternativamente plateadas y negras, en la arcada. Aún titilaban las lámparas en la ciudad de Lyonesse, pero ningún sonido llegaba al palacio. Suldrun y Aillas se escabulleron del naranjal, corrieron bajo la arcada y llegaron a la puerta del viejo jardín. Aillas extrajo a Persilian de su túnica.

—Espejo, tengo una pregunta, y me aseguraré de no hacer más mientras no sea necesario. No te preguntaré dónde debo esconderte, pues me lo has dicho, pero si quieres ampliar tus anteriores instrucciones, escucharé.

—Ocúltame ahora, Aillas —dijo Persilian—. Ocúltame ahora, junto al tilo. Debajo de la piedra hay una cavidad. Oculta también el oro que llevas, tan pronto como puedas.

Los dos bajaron hasta la capilla. Aillas fue por el sendero hasta el viejo tilo, alzó la piedra y encontró una cavidad donde colocó a Persilian y la bolsa de oro y joyas.

Suldrun fue a la puerta de la capilla. El fulgor de una vela le llamó la atención. Al abrir la puerta vio al hermano Umphred dormitando sobre la mesa. Umphred abrió los ojos y miró a Suldrun.

—¡Suldrun! ¡Al fin has regresado! ¡Ah, dulce y coqueta Suldrun! ¡Has cometido alguna travesura! ¿Qué haces fuera de tu pequeño dominio?

Suldrun guardó un consternado silencio. El hermano Umphred levantó el macizo cuerpo y se le acercó sonriendo, los ojos entornados. Asió las flojas manos de Suldrun.

—¡Querida niña! ¡Dime dónde has estado!

Suldrun trató de retroceder, pero el hermano Umphred la aferró con más fuerza.

—Fui al palacio a buscar una capa y un vestido. Suéltame las manos. Pero el hermano Umphred sólo la atrajo hacia sí. La respiración se le aceleró y la cara se le puso rosada.

—Suldrun, la más bonita criatura de la tierra. ¿Sabes que te vi bailando por los pasillos con uno de los jovenzuelos de palacio? Me pregunté: ¿puede ser ésta la pura Suldrun, la casta Suldrun, tan reflexiva y tímida? Imposible, me dije. Pero tal vez sea fogosa, después de todo.

—No, no —jadeó Suldrun. Se esforzó por apartarse—. Suéltame, por favor.

El hermano Umphred se negaba a soltarla.

—Se amable, Suldrun. Soy hombre noble de espíritu, pero no soy indiferente a la belleza. Durante mucho tiempo, querida Suldrun, anhelé saborear tu dulce néctar. Y recuerda, mi pasión está investida con la santidad de la iglesia. Ven, querida niña, sea cual fuere tu travesura de esta noche, sólo pudo haber entibiado tu sangre. ¡Abrázame, mi dorado de leite, mi dulce picarona, mi falsa virgen!

El hermano Umphred la arrojó sobre el diván. Aillas apareció en la puerta. Suldrun lo vio y le indicó que se alejara. Ella se puso de rodillas y se zafó del hermano Umphred.

—¡Sacerdote, mi padre sabrá lo que has hecho!

—A él no le importa lo que te ocurra —jadeó el hermano Umphred—. Cálmate, o tendré que forzar nuestra unión por medio del dolor.

Aillas ya no pudo contenerse. Entró y propinó al hermano Umphred un golpe en el costado de la cabeza, tumbándolo.

—Habría sido mejor que te mantuvieras alejado, Aillas —dijo Suldrun con desconsuelo.

—¿Y permitir su bestial lascivia? ¡Antes lo mataría! De hecho, lo mataré ahora, por su audacia.

El hermano Umphred se apoyó contra la pared, los ojos relucientes a la luz de la vela.

—No, Aillas —dijo Suldrun, titubeando—, no quiero su muerte.

—Nos delatará al rey.

—¡No, jamás! —gritó el hermano Umphred—. Oigo mil secretos, y todos son sagrados para mí.

—Será testigo de nuestra boda —sugirió Suldrun—. Nos casará mediante la ceremonia cristiana, que es tan legal como cualquier otra.

El hermano Umphred se incorporó farfullando.

—Cásanos, ya que eres sacerdote —le dijo Aillas—. Y hazlo propiamente.

El hermano Umphred se acomodó la sotana y recobró la compostura.

—¿Casaros? No es posible.

—Claro que es posible —dijo Suldrun—. Has celebrado bodas entre los sirvientes.

—En la capilla de Haidion.

—Esto es una capilla. Tú mismo la consagraste.

—Ahora ha sido profanada. En todo caso, sólo puedo administrar los sacramentos a los cristianos bautizados.

—¡Entonces bautízanos, y deprisa!

El hermano Umphred meneó la cabeza sonriendo.

—Antes debéis creer sinceramente y ser catecúmenos. Además, el rey Casmir se enfurecería. Se vengaría de todos nosotros.

Aillas recogió un grueso leño.

—Sacerdote, este garrote es más fuerte que el rey Casmir. Cásanos ahora, o te partiré la cabeza.

Suldrun le tomó el brazo.

—¡No, Aillas! Nos casaremos al estilo campesino, y él será testigo; entonces ya no importará que seamos cristianos o no.

El hermano Umphred se negó nuevamente.

—No puedo participar en vuestro rito pagano.

—Debes hacerlo —dijo Aillas.

Los dos permanecieron de pie junto a la mesa y entonaron la letanía nupcial de los campesinos.

—¡Presenciad, todos, cómo tomamos los votos del matrimonio! Por este bocado, que comemos juntos.

Los dos dividieron una hogaza y la comieron juntos.

—Por esta agua, que bebemos juntos.

Los dos bebieron agua del mismo vaso.

—Por este fuego, que nos da calor a ambos.

Los dos acercaron las manos a la llama de la vela.

—Por la sangre que mezclamos.

Con un fino punzón Aillas pinchó el dedo de Suldrun, luego el suyo, y unieron las gotas de sangre.

—Por el amor que une nuestros corazones.

Los dos se besaron, sonrieron.

—Así nos unimos en solemne matrimonio, y nos declaramos marido y mujer, de acuerdo con las leyes del hombre y la benévola gracia de la naturaleza.

Aillas cogió pluma, tinta y una hoja de pergamino.

—¡Escribe, sacerdote: «Esta noche, en esta fecha, he presenciado la boda de Suldrun y Aillas»! Y firma con tu nombre.

El hermano Umphred apartó la pluma con manos trémulas.

—¡Temo la ira del rey Casmir!

—¡Sacerdote, témeme más a mí!

Intimidado, el hermano Umphred escribió lo que le ordenaban.

—¡Ahora dejadme ir!

—¿Para que vayas a contarle al rey Casmir? —Aillas negó con la cabeza—. No.

—¡No temáis nada! —exclamó el hermano Umphred—. ¡Soy callado como una tumba! ¡Sé mil secretos!

—¡Júralo! —dijo Suldrun—. Ponte de rodillas. Besa el libro sagrado que llevas en el talego y jura que, por tu esperanza de salvación y tu temor al infierno eterno, no revelarás nada de lo que has visto y oído aquí esta noche.

El hermano Umphred, sudoroso y con la cara cenicienta, los miró a ambos. Se arrodilló despacio, besó el libro de los evangelios e hizo su juramento.

Se puso de pie.

—He sido testigo, he jurado. Ahora tengo derecho a irme.

—No —dijo Aillas sombríamente—. No confío en ti. Temo que tu resentimiento sea mayor que tu honra, y nos lleve a la ruina. No puedo correr ese riego.

El hermano Umphred guardó indignado silencio por un instante.

—¡Pero he jurado por todo lo sagrado!

—Y con la misma facilidad podrías renegar de ello y así quedar libre de pecado. ¿Debo matarte a sangre fría?

—¡No!

—Entonces debo hacer algo más contigo. Los tres se miraron unos instantes.

—Sacerdote —dijo al fin Aillas—, espera aquí, y no trates de irte, so pena de buenos garrotazos, pues estaremos junto a la puerta.

Aillas y Suldrun salieron y se detuvieron a poca distancia de la puerta de la capilla. Aillas habló en susurros, por temor a que el hermano Umphred estuviera escuchando.

—Ese sacerdote no es de fiar.

—Estoy de acuerdo —dijo Suldrun—. Es escurridizo como una anguila.

—Aun así no puedo matarlo. No podemos atarlo ni aprisionarlo, para que lo cuide Ehirme, porque entonces sabría que ella nos ayudó. Sólo se me ocurre una cosa. Debemos partir. Lo sacaré del jardín y los dos viajaremos hacia el este. Nadie se fijará en nosotros; no somos fugitivos. Me aseguraré de que no escape ni pida socorro: una tarea molesta y tediosa, pero debe hacerse. En un par de semanas lo abandonaré mientras duerme. Iré a Glymwode y te buscaré tal como habíamos planeado.

Suldrun abrazó a Aillas y le apoyó la cabeza en el pecho.

—¿Tenemos que separarnos?

—No hay otro modo de estar seguros salvo que lo matemos, y no puedo hacerlo a sangre fría. Me llevaré unas monedas de oro; tú lleva el resto, y también a Persilian. Mañana, una hora después de la puesta de sol, ve a ver a Ehirme y ella te enviará a la cabaña de su padre, y allí te iré a buscar. Ahora ve al tilo y tráeme unas joyas de oro, para cambiarlas por comida y bebida. Me quedaré para cuidar al sacerdote.

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