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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (46 page)

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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—¿Qué sombríos pensamientos te inquietan?

—Son muchos, y todos acuden al mismo tiempo —dijo Cargus—. Re cuerdo la vieja Galicia, y a mis padres, y cómo los dejé en su vejez cuando debí quedarme y endulzar sus días. Reflexiono sobre los ska y sus crueles hábitos. Pienso en mi condición actual, con comida en el vientre, oro en el morral, y buenos compañeros alrededor, lo cual me hace meditar sobre los cambios de la vida y la brevedad de estos instantes. Ahora sabes la causa de mi melancolía.

—Está claro —dijo Aillas—. Por mi parte, me alegra que estemos sentados aquí y no bajo la lluvia, pero nunca estoy libre de la furia que me arde en los huesos. Quizá nunca me abandone a pesar de toda la venganza.

—Aún eres joven —dijo Cargus—. Te aplacarás con el tiempo.

—No sé. El deseo de venganza puede ser una emoción indeseable, pero no descansaré hasta que devuelva ciertos actos que me han infligido.

—Te prefiero como amigo antes que como enemigo —dijo Cargus. Ambos guardaron silencio. El caballero de azul y pardo, que había permanecido callado, se puso de pie y se acercó a Aillas.

—Señor, noto que tú y tus compañeros os comportáis como caballeros, atemperando vuestra alegría con dignidad. Permitidme que os dé una advertencia tal vez innecesaria.

—Habla, por favor.

—Las dos muchachas esperan pacientemente. Son menos tímidas de lo que parecen. Cuando te levantes para retirarte, la mayor intentará seducirte. Mientras ella te entretiene, la otra te birlará la cartera. Comparten las ganancias con el posadero.

—¡Increíble! ¡Son tan menudas y delgadas! —el caballero sonrió socarronamente.

—Así pensaba yo la última vez que bebí aquí en exceso. Buenas noches.

El caballero se fue a su cuarto. Aillas comunicó la información a sus compañeros; las dos muchachas se perdieron en la oscuridad, y el posadero no trajo más combustible para el fuego. En seguida los siete se dirigieron tambaleando hacia los jergones de paja que les habían preparado, y así, mientras la lluvia tamborileaba y siseaba en el techo de paja, todos se durmieron profundamente.

Al despertar por la mañana, los siete descubrieron que la tormenta había pasado y un sol enceguecedor alumbraba la comarca. Les sirvieron un desayuno de pan negro, cuajada y cebollas. Mientras Aillas pagaba al posadero, los demás fueron a preparar los caballos para el viaje.

Aillas quedó sorprendido por la cuenta.

—¿Tanto? ¿Para siete hombres de gusto modesto?

—Bebisteis un verdadero diluvio de vino. He aquí una cuenta exacta: diecinueve jarras de mi mejor tinto Carhaunge.

—Un momento —dijo Aillas, y llamó a Yane—. Tenemos dudas sobre el consumo de anoche. ¿Puedes ayudarnos?

—Desde luego. Nos sirvieron doce jarras de vino. Anoté el número y le di el papel a la muchacha. El vino no era Carhaunge; lo sacaban de ese barril que dice «Corriente»: dos peniques por jarra.

—¡Ah! —exclamó el posadero—. Ya entiendo mi error. Esta es una cuenta de la noche anterior, cuando atendimos a un grupo de diez nobles.

Aillas miró la cuenta de nuevo.

—Veamos pues, ¿qué es esta suma?

—Servicios diversos.

—Comprendo. ¿Quién es el caballero que estaba sentado a aquella mesa?

—Descandol, hijo menor de Maudelet de Fosfre Gris, en Ulflandia, más allá del puente.

—Descandol tuvo la amabilidad de prevenirnos sobre tus doncellas y sus depredaciones. No hubo «servicios diversos».

—¿De veras? En ese caso, debo eliminar este apartado.

—Y aquí: «Caballos: establo, forraje, bebida». ¿Pueden siete caballos ocupar tanto espacio, comer tanto heno y beber tanta agua potable como para justificar la suma de trece florines?

—Has leído mal el número, tal como yo en mi total. La cifra es de dos florines.

—Entiendo. —Aillas volvió a ver la cuenta—. Tus anguilas son muy caras.

—No es la temporada.

Aillas pagó al fin la cuenta enmendada.

—¿Qué nos espera en el camino?

—Una comarca salvaje. El bosque se cierra y todo es oscuridad.

—¿Cuánto falta para la próxima posada?

—Un largo trecho.

—¿Has recorrido la carretera?

—¿A través del Bosque de Tantrevalles? Nunca.

—¿Qué me dices de los bandidos, salteadores y demás?

—Deberíais preguntar a Descandol. Parece ser una autoridad en tales asuntos.

—Tal vez, pero se ha ido antes de que se me ocurriera preguntarle. Bien, sin duda nos arreglaremos.

Los siete se pusieron en marcha. Se alejaron del río y el bosque se cerró por ambos lados. Yane, que cabalgaba delante, vio algo que se movía entre las hojas.

—¡Abajo! —exclamó—. ¡A agacharse en las sillas!

Cayó al suelo, puso una flecha en el arco y la lanzó hacia la penumbra, provocando un grito de dolor. Los jinetes siguieron la advertencia de Yane y salieron ilesos, excepto el corpulento Faurfisk, que recibió un flechazo en el pecho y murió al instante. Esquivando y agazapándose, sus compañeros cargaron contra el bosque esgrimiendo sus espadas. Yane conservó el arco. Disparó tres flechas más, acertando en un cuello, un pecho y una pierna. En el bosque hubo gruñidos, cuerpos que caían, gritos de súbito temor. Un hombre intentó escapar; Bode saltó sobre él, lo derribó y lo desarmó.

Silencio, salvo por los jadeos y gruñidos. Las flechas de Yane habían matado a dos y herido a otros tantos. Estos dos y dos más yacían en el suelo del bosque, desangrándose. Entre ellos estaban los tres hombres harapientos que la noche anterior bebían vino en la posada.

Aillas se acercó al cautivo de Bode y lo saludó con una reverencia.

—Descandol, el posadero declaró que eras una autoridad en salteadores de caminos, y ahora entiendo por qué. Cargus, ten la bondad de echar una cuerda sobre aquella gruesa rama. Descandol, anoche agradecí tu sabio consejo, pero hoy me pregunto si tu motivo no habrá sido la mera avaricia, para que nuestro oro quedara reservado a tu propio uso.

—¡En absoluto! —protestó Descandol—. Me proponía ahorraros la humillación de que un par de mujerzuelas os robaran.

—Entonces fue un acto de gentileza. Es una lástima que no podamos perder un par de horas intercambiando cortesías.

—No me molestaría —dijo Descandol.

—El tiempo apremia. Bode, sujeta los brazos y piernas de Descandol, para que no tenga que rebajarse a posturas poco gráciles. Respetamos su dignidad tanto como él la nuestra.

—Muy amable de tu parte —dijo Descandol.

—¡Ahora! ¡Bode, Cargus, Garstang! ¡Halad con brío! ¡Colgad bien alto a Descandol!

Sepultaron a Faurfisk en el bosque, bajo una filigrana de sol y sombras. Yane caminó entre los cadáveres y recobró sus flechas. Bajaron a Descandol, recuperaron la cuerda, la enrollaron y la colgaron de la silla del alto caballo negro de Faurfisk. Sin mirar atrás, el grupo de seis hombres cabalgó a través del bosque.

El silencio, más enfatizado que roto por lejanos y dulces trinos, se cerró sobre ellos. Al pasar el día, la luz que atravesaba el follaje cobró un tono parduzco, creando profundas y oscuras sombras de color marrón, malva o azul oscuro. Nadie hablaba; los cascos producían un ruido ahogado.

Al caer el sol, se detuvieron ante una laguna. A medianoche, cuando Aillas y Schans estaban de guardia, un grupo de luces azules parpadeó y titiló a través del bosque. Una hora después una voz lejana dijo tres palabras claras. Eran ininteligibles para Aillas, pero Scharis se puso de pie y levantó la cabeza casi para responder.

—¿Has comprendido la voz? —preguntó Aillas, sorprendido.

—No.

—¿Entonces por qué ibas a responder?

—Era casi como si me hablara a mí.

—¿Por qué iba a hacer eso?

—No lo sé… esas cosas me asustan —Aillas no hizo más preguntas.

Despuntó el sol; los seis comieron pan y queso y continuaron la marcha. El paisaje se abrió a claros y prados; estribaciones de roca gris y descascarada cruzaban el camino; había árboles nudosos y torcidos.

Por la tarde el cielo se encapotó; la luz del sol se tornó dorada y pálida como la luz de otoño. Venían nubes desde el oeste, cada vez más gruesas y amenazadoras.

La carretera cruzó el linde de un largo prado, en el fondo de un jardín. Allí se erguía un palacio de arquitectura grácil aunque caprichosa. Un portal de mármol labrado custodiaba una vereda de grava. En una garita había un guardián con librea roja y calzones azules.

Los seis se detuvieron para examinar el palacio, que ofrecía la perspectiva de un refugio para la noche, si se respetaban las pautas normales de hospitalidad.

Aillas desmontó y se acercó a la garita. El guardián saludó cortésmente. Llevaba un sombrero ancho de fieltro negro calado sobre la frente y un pequeño antifaz negro sobre la parte superior de la cara. Junto a él estaba apoyada una alabarda ceremonial; no portaba otras armas.

—¿Quién es el señor de este palacio? —preguntó Aillas.

—Esta es Villa Meroé, señor, un simple retiro campestre donde mi señor, lord Daldace, se complace en la compañía de sus amigos.

—Es una región solitaria para una villa.

—Así es.

—No queremos molestar a lord Daldace, pero quizá nos ofrezca refugio por esta noche.

—¿Por qué no vas directamente a la villa? Lord Daldace es generoso y hospitalario.

Aillas se volvió para inspeccionar la villa.

—Con toda franqueza, siento inquietud. Aquel es el Bosque de Tantrevalles, y este lugar tiene un aire de encantamiento, y preferiríamos evitar acontecimientos fuera de nuestro alcance.

El guardián rió.

—Tu cautela se justifica, en cierto modo. Aun así, puedes refugiarte sin temor en la villa, pues nadie te causará daño. Los encantamientos que afectan a los huéspedes de Villa Meroé no te afectarán si comes sólo tus propias vituallas y bebes sólo tu propio vino. En pocas palabras, no pruebes la comida ni la bebida que sin duda te ofrecerán, y los encantamientos sólo servirán para divertirte.

—¿Y si aceptáramos la comida y la bebida?

—Podrías sufrir una demora en tu misión.

Aillas se volvió hacia sus compañeros, que se habían reunido detrás de él.

—Habéis oído a este hombre. Parece sincero y parece que actúa sin duplicidad. ¿Nos arriesgamos a los encantamientos o a pasar una noche bajo la tormenta?

—Parece que estaremos seguros mientras usemos sólo nuestras provisiones y nada de lo que se sirve adentro —dijo Garstang—. ¿No es verdad, amigo guardián?

—En efecto.

—Entonces, yo preferiría comer pan con queso en esa cómoda villa y no bajo el viento y la lluvia de la noche.

—Es razonable —dijo Aillas—. ¿Y los demás? ¿Bode?

—Yo preguntaría a este buen guardián por qué usa el antifaz.

—Señor, es una costumbre aquí, que por cortesía todos deberíais respetar. Si escogéis visitar Villa Meroé, debéis usar el antifaz que os daré.

—Es extraño —murmuró Scharis—. Y me causa intriga.

—¿Cargus? ¿Yane?

—El lugar apesta a magia —rezongó Yane.

—A mí no me asusta —dijo Cargus—. Conozco un conjuro contra los encantamientos; comeré pan y queso y apartaré mi cara de los prodigios.

—Sea —dijo Aillas—. Guardián, por favor, anúncianos a lord Daldace. Éste es Garstang, caballero de Lyonesse; estos son los caballeros Yane, Scharis, Bode y Cargus, de diversas regiones, y yo soy Aillas, príncipe de Troicinet.

—Gracias a su magia, lord Daldace ya sabe de vuestra llegada —dijo el guardián—. Tened la bondad de poneros estos antifaces. Debéis dejar vuestros caballos aquí y yo los tendré preparados por la mañana. Naturalmente, llevad vuestra carne y vuestra bebida.

Los seis caminaron por el sendero de grava, atravesaron el jardín y una terraza y llegaron a Villa Meroé. El sol poniente, brillando un instante sobre el horizonte, arrojó un haz de luz contra la puerta, donde se erguía un hombre alto con un magnífico traje de terciopelo rojo oscuro. Tenía el pelo negro y rizado, cortado al rape. Una barba corta le cubría las mandíbulas y la barbilla; un antifaz negro le cubría los ojos.

—Caballeros, soy lord Daldace, y sois bienvenidos a Villa Meroé, donde espero que estéis cómodos durante el tiempo que deseéis quedaros.

—Gracias, señoría. Sólo te molestaremos por una noche, pues asuntos urgentes nos obligan a seguir viaje.

—En tal caso, sabed que tenemos gustos sibaritas, y nuestros entretenimientos son a menudo cautivantes. Comed y bebed sólo vuestras cosas, y no encontraréis dificultades. Espero que no toméis a mal la advertencia.

—En absoluto, señoría. No nos interesa la diversión, sino sólo refugiarnos de la tormenta.

Lord Daldace hizo un ademán expansivo.

—Cuando os hayáis puesto cómodos, hablaremos más.

Un lacayo condujo al grupo hasta una cámara amueblada con seis divanes. Un cuarto de baño adyacente ofrecía una cascada de agua tibia, jabón de palmera y aloe, toallas de lino. Después del baño comieron y bebieron las provisiones que habían sacado de las alforjas.

—Comed bien —dijo Aillas—. No salgamos de aquí con hambre.

—Sería mejor que no saliéramos de aquí en absoluto —observó Yane.

—¡Imposible! —declaró Scharis—. ¿No sientes curiosidad?

—En asuntos de esta clase, muy poca. Iré directamente a ese diván.

—Amo la diversión cuando estoy de ánimo —dijo Cargus—. Mirar cómo se divierten otros me pone de mal humor. Yo también me iré a acostar, y soñaré mis propios sueños.

—Yo me quedaré —dijo Bode—. No necesito que me convenzan.

—¿Qué dices tú? —le preguntó Aillas a Garstang.

—Si os quedáis, me quedaré. Si vais, permaneceré junto a vosotros, para protegeros de vuestra codicia e intemperancia.

—¿Scharis?

—No podría quedarme aquí. Iré a pasear, al menos para mirar a través de los orificios de mi antifaz.

—Entonces te seguiré y protegeré mientras Garstang me protege a mí, y ambos protegeremos a Garstang, de modo que estaremos razonablemente seguros.

—Como digas —dijo Scharis, encogiéndose de hombros.

—Quien sabe lo que puede ocurrir. Pasearemos y miraremos juntos. Los tres se pusieron los antifaces y salieron de la cámara.

Altas arcadas daban a la terraza, donde jazmines, naranjos y otras plantas perfumaban el aire. Los tres se sentaron a descansar en una otomana con almohadones de terciopelo verde oscuro. Las nubes que habían amenazado con una gran tormenta se habían desplazado; soplaba una brisa suave.

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