—Quizá tengas razón —dijo Madouc.
—En un sitio tan solitario, hasta un filósofo embaucaría con facilidad a una doncella inocente —dijo Travante.
Madouc volvió al libro.
—He aquí otra receta. Se denomina «Medio infalible para inculcar plena constancia y afectuoso amor en un ser amado».
—Interesante —dijo Pom-Pom—. Lee la receta, por favor, y con toda precisión.
—«Cuando la luna moribunda vaga distraída —leyó Madouc—, desplazándose lentamente por el cielo, y surca las nubes como un barco fantasmal, es hora de prepararse, pues suele ocurrir que un vapor se condensa e impregna la brillante corteza, para acabar colgando como una gota del cuerno inferior. Lentamente se hincha, se estira y cae, y la persona que corra debajo y logre recoger la gota en un bacía de plata habrá ganado un elixir de muchos méritos. Ello me induce a muchos ensueños, pues, si una gota de este jarabe se mezcla con una copa de vino claro, y si dos personas beben juntas de la copa, un dulce amor nace infaliblemente entre ambas. Así, he tomado una resolución. Una noche, cuando la luna cuelgue a baja altura, correré desde aquí con mi bacía y no me detendré hasta pararme bajo el cuerno de la luna, y allí aguardaré para recoger la gota maravillosa».
—¿Hay más observaciones? —preguntó Travante.
—Esa es toda la receta.
—Me pregunto si la doncella habrá corrido en la noche, y si al final habrá obtenido esa preciosa gota.
Madouc volvió las páginas de pergamino.
—No hay nada más. La lluvia ha borrado el resto.
El caballero Pom-Pom se frotó la barbilla. Miró el cáliz sagrado, que reposaba sobre un cojín; se puso en pie, fue hasta el frente del pabellón y miró hacia el claro. Regresó a la mesa a los pocos momentos.
—¿Cómo está la noche, Pom-Pom? —preguntó Travante.
—La luna está casi llena y el cielo está despejado.
—¡Bien! ¡Esta noche la luna no goteará su jarabe!
—¿Planeabas correr por el bosque con una bacía? —le preguntó Madouc a Pom-Pom.
—¿Por qué no? —respondió altivamente Pom-Pom—. Un par de gotas del elixir lunar pueden venirme bien algún día —miró de soslayo a Madouc—. Todavía no sé qué premio pediré.
—Creí que habías resuelto pedir una baronía y desposar a Devonet.
—Desposar a una princesa real podría ganarme más prestigio, si entiendes a qué me refiero.
Madouc rió.
—Entiendo a qué te refieres, y por lo tanto tendré cuidado de tu vino claro, aunque lo ofrezcas por galones y de hinojos.
—¡Bah! —rezongó Pom-Pom—. Eres totalmente irracional.
—Sin duda —suspiró Madouc—. Tendrás que conformarte con Devonet.
—Pensaré en ello.
Al día siguiente, los tres continuaron por la calzada de Munkms, bajo grandes árboles que filtraban la luz de la mañana. Viajaron una hora, y de pronto Travante, sobresaltado, soltó un grito y se quedó mirando hacia el bosque.
—¡La he visto! —exclamó—. ¡Estoy seguro! ¡Mirad allá, vedla! —Señaló, y Madouc vio apenas un destello de movimiento entre los árboles. Travante gritó—: ¡Alto, no te vayas! ¡Soy yo, Travante! —Se internó corriendo en el bosque, gritando—: ¡No huyas de mí! ¡Te veo claramente! ¡No vayas tan deprisa! ¿Por qué tienes los pies tan ligeros?
Madouc y Pom-Pom lo siguieron por un rato, luego se detuvieron a escuchar con la esperanza de que Travante regresara, pero los gritos se volvieron cada vez más débiles y al fin callaron.
Los dos regresaron despacio al camino, parándose a menudo para mirar y escuchar, pero el bosque guardaba silencio. En la calzada esperaron una hora, caminando de aquí para allá, pero al fin, de mala gana decidieron continuar la marcha.
Al mediodía llegaron a la Gran Calzada Norte-Sur. Viraron hacia el sur; Pom-Pom encabezaba la marcha, como de costumbre.
Finalmente Pom-Pom se detuvo exasperado y miró por encima del hombro.
—¡Estoy harto del bosque! Allí nos espera el campo abierto. ¿Por qué te demoras tanto?
—Lo ignoro —dijo Madouc—. Pero sospecho que es esto: cada paso me acerca más a Haidion, y he decidido que soy mejor vagabunda que princesa.
Pom-Pom gruñó desdeñosamente.
—En cuanto a mí, estoy harto de vagar entre el polvo. Los caminos no terminan nunca; simplemente se cruzan unos con otros, de modo que el viaje del vagabundo jamás termina.
—Ésa es la naturaleza del vagabundo.
—¡Bah! ¡No es para mí! El paisaje cambia cada diez pasos. Cuando empiezas a disfrutar de la vista, ésta ya quedó atrás.
Madouc suspiró.
—¡Comprendo tu impaciencia! Es razonable. Quieres donar el Santo Grial a la iglesia y conquistar grandes honores.
—No es preciso que sean tan grandes. Me agradaría el rango de barón o caballero, una pequeña finca con una gran casa, establos, granero, porquerizo, ganado, corral y colmenas, una extensión de serenos bosques y un arroyuelo con buena pesca.
—Bien. En cuanto a mí, si no fuese porque quiero que Spargoy, el heraldo jefe, identifique a Pellinore, probablemente no tendría el menor interés en regresar a Haidion.
—Eso es descabellado —dijo Pom-Pom.
—Tal vez.
—En cualquier caso, ya que hemos resuelto regresar, no nos demoremos.
En la Calle Vieja Madouc y Pom-Pom viraron al oeste hasta llegar a la aldea de Frogmarsh y la calzada del sur —a veces llamada Vía Inferior—, que conducía a la ciudad de Lyonesse.
Por la tarde se juntaron nubes en el oeste; al anochecer ramalazos de lluvia cruzaron el paisaje. Madouc armó el pabellón en un acogedor prado, detrás de un olivar, y ambos reposaron cálida y confortablemente mientras la lluvia tamborileaba sobre la tela.
Brillaban los relámpagos y retumbaban truenos, pero por la mañana las nubes se entreabrieron y un sol resplandeciente alumbró un mundo húmedo y lozano.
Madouc redujo el pabellón y ambos reanudaron la marcha, internándose en una región de riscos y gargantas, entre los peñascos gemelos Maegher y Yax, conocidos como los Arqueers, y luego bajo el cielo abierto y cuesta abajo, con el Lir visible a lo lejos.
A sus espaldas oyeron un trepidar de cascos. Los dos se echaron a un costado del camino, y los jinetes pasaron de largo: tres jóvenes nobles de aire libertino, con tres caballerizos detrás. Madouc alzó la cara en el preciso momento en que el príncipe Cassander se volvía hacia ella. Por un instante sus ojos se cruzaron, y el rostro de Cassander se ablandó en una máscara de incredulidad. Agitó el brazo para detener a sus compañeros, dio media vuelta y se acercó para confirmar lo que había visto.
Cassander detuvo el caballo cerca de Madouc y su expresión cobró un aire socarrón. Miró a Madouc de arriba abajo, clavó los ojos acerados en Pom-Pom y soltó una risa incrédula.
—¡O sufro una alucinación, o esta chavala harapienta que se oculta junto a la zanja es la princesa Madouc, también conocida como Madouc de las Cien Locuras y las Cincuenta Fechorías!
—Cambia ese tono de voz —replicó Madouc—, pues no soy loca ni malhechora, ni me estoy ocultando.
Cassander se apeó de un brinco. Los años lo habían cambiado, y no para mejor. Su afabilidad había desaparecido bajo una corteza de vanidad; su arrogancia le daba un aire pomposo; el rostro rubicundo, los rizos broncíneos, la boca petulante y los duros ojos azules configuraban una hueca réplica del semblante del padre.
—Actúas sin dignidad —respondió con tono mesurado—. Nos ridiculizas a todos.
Madouc se encogió de hombros con frialdad.
—Si no te gusta lo que ves, mira hacia otra parte.
Cassander echó la cabeza hacia atrás y rió.
—Tu aspecto no está tan mal, después de todo. Más aún, el viaje parece haberte sentado bien. Pero tus actos causan perjuicio a la casa real.
—¡Ja! —rió Madouc—. Tus propios actos no están exentos de críticas. En realidad, son escandalosos, como todos saben.
Cassander rió de nuevo, aunque con cierta turbación. Sus camaradas se aproximaron.
—Estoy hablando de actos diferentes —dijo Cassander—. ¿Los enumero? Uno: provocaste un torbellino de preguntas histéricas. Dos: instigaste mil recriminaciones que se dirigieron hacia todos los vientos. Tres: has alimentado inestimables cóleras, rencores, reproches y dolores. Cuatro: te has atraído una andanada de amargas recriminaciones, por no mencionar amenazas, juicios y maldiciones. Cinco:…
—Suficiente —dijo Madouc—. Parece que no soy popular en Haidion; no es necesario que sigas. Nada de eso viene al caso, y tú hablas por ignorancia.
—Ya veo: no es culpa del zorro al acecho si las aves cloquean en el gallinero.
—Tu humor es demasiado complejo para mi entendimiento.
—No importa —dijo Cassander. Señaló a Pom-Pom con el pulgar—. ¿Éste no es uno de los palafreneros?
—¿Y qué si así es? El rey Casmir me concedió caballos y una escolta. Nos robaron los caballos, así que ahora vamos a pie.
—Un palafrenero no es escolta apropiada para una princesa.
—Yo no tengo quejas. El caballero Pom-Pom, o Pymfyd, como tú lo conoces, se ha comportado bien, y nuestras búsquedas fueron coronadas por el éxito.
El príncipe Cassander sacudió la cabeza asombrado.
—¿Y cuáles son esas maravillosas búsquedas que el rey ha aprobado con tal entusiasmo?
—El caballero Pom-Pom fue en busca de reliquias sagradas, de acuerdo con la proclama del rey. Yo fui a averiguar mi linaje, por orden del rey.
—¡Raro, muy raro! —dijo Cassander—. Tal vez el rey estaba distraído y no prestó atención. Tiene muchas cosas en la cabeza. Viajaremos a Avallon dentro de un par de días para una gran conferencia, y es posible que su majestad no entendiera lo que querías decirle. En cuanto a tu linaje, ¿qué has averiguado?
Madouc miró altivamente a los risueños camaradas de Cassander.
—No es asunto para ventilar entre subalternos.
La sonrisa de los amigos de Cassander se congeló en sus caras.
—Como gustes —dijo Cassander. Miró a los tres caballerizos—. Parlitz, desmonta y viaja con Ondel; la princesa usará tu caballo. Tú, jovenzuelo —dijo a Pom-Pom—, puedes cabalgar en el bayo, detrás de Wullam. ¡Venga, deprisa! ¡Hemos de llegar a casa al mediodía!
Durante el trayecto Cassander se acercó a Madouc e intentó entablar conversación.
—¿Cómo averiguaste tu linaje?
—Consulté a mi madre.
—¿Cómo la encontraste?
—Fuimos al prado de Madling, en el corazón del Bosque de Tantrevalles.
—¿Eso no es arriesgado?
—Mucho, si no tienes cautela.
—¿Y te topaste con peligros?
—Ya lo creo.
—¿Y cómo los eludiste?
—Mi madre me ha enseñado algunos trucos de magia.
—¡Habíame de esa magia!
—Ella no desea que yo comente esas cosas. Aun así, en alguna ocasión te contaré mis aventuras. Ahora no tengo ganas.
—¡Eres una extraña criatura! —observó Cassander—. ¡Me pregunto qué será de ti!
—A menudo me pregunto lo mismo.
—¡Bah! —resopló Cassander—. Una cosa es segura: el destino mira con mal ceño a esos seres antojadizos que esperan que todos bailen cuando ellos tocan su melodía.
—No es tan sencillo —dijo Madouc sin mayor interés.
Cassander guardó silencio y el grupo continuó viaje hacia la ciudad de Lyonesse. Al cabo de un trecho habló de nuevo.
—No esperes una recepción de gala… Pasado mañana partimos hacia Avallon.
—Ese viaje me intriga. ¿A qué se debe?
—Es una gran conferencia organizada por el rey Audry a petición del rey Casmir. Todos los reyes de las Islas Elder estarán presentes.
Madouc exclamó:
—¡Regreso en un momento afortunado! Si me hubiera demorado dos días más, habría llegado tarde para la partida —tras una pausa reflexiva añadió—: Y la historia de las Islas Elder se habría desviado hacia rumbos repentinamente nuevos.
—¿A qué te refieres?
—Concierne a un concepto que mencionaste hace sólo unos momentos.
—No recuerdo tal concepto.
—Hablaste del destino.
—¡Ah, sí! ¡En efecto! Pero no comprendo. ¿Cuál es la relación?
—No importa. Hablé porque sí.
Cassander dijo, con corrosiva cortesía:
—Me veo obligado a mencionar que no eres bien vista en Haidion, y que nadie se sentirá ansioso por satisfacer tus deseos.
—¿En qué sentido?
—Quizá no te incluyan en la comitiva real.
—Veremos.
El grupo cogió por el Sfer Arct, rodeó el monte boscoso conocido como Mirador de Skansea y se encontró ante la ciudad de Lyonesse, con el castillo de Haidion en primer plano. Diez minutos después el grupo se adentró en la plaza de armas y se detuvo frente al castillo. Cassander saltó al suelo y con un ademán galante ayudó a Madouc a apearse.
—Ahora veremos —dijo Cassander—. No esperes una recepción cálida, o sufrirás una decepción. Los términos más caritativos con que te han descrito son «revoltosa» y «desfachatada».
—Esas ideas no son correctas, como ya te he explicado.
Cassander rió sardónicamente.
—Deberás explicarte de nuevo, y con mayor humildad.
Madouc no hizo comentarios.
—¡Ven! —dijo Cassander con cierta amabilidad—. Te llevaré ante el rey y la reina, y quizá contribuya a aplacarlos.
Madouc se volvió hacia Pom-Pom.
—Tú también debes venir. Entraremos juntos.
Cassander los miró a ambos.
—Eso es innecesario —le hizo una seña a Pom-Pom—. ¡Largo, mozalbete! Ya no te necesitamos. Regresa a tus deberes tan rápida y furtivamente como puedas y trata de hacer las paces con el capataz del establo.
—¡En absoluto! —intervino Madouc—. El caballero Pom-Pom debe permanecer con nosotros por una razón de suma importancia, como pronto descubrirás.
Cassander se encogió de hombros.
—Como gustes. Hagamos lo que se debe hacer.
Los tres entraron en el castillo. En la gran galería se toparon con Mungo, el senescal.
—¿Puedes decirme dónde se encuentran el rey y la reina? —preguntó Cassander.
—Los encontrarás en el Salón Verde, alteza. Acaban de almorzar, y ahora están tomando queso con vino.
—Gracias, buen Mungo.
Cassander encabezó al grupo, y al llegar al Salón Verde descubrieron que el sitio del rey Casmir estaba vacío. La reina Sollace estaba sentada con tres favoritas, y todas mordisqueaban uvas que tomaban de un cesto de mimbre. Cassander se adelantó y se inclinó cortésmente: primero ante la reina y luego ante las otras damas, quienes interrumpieron la conversación.