—¡Comenzad un nuevo torneo! —pidió Melancthe—. Haré una apuesta. ¿Cuál es la rata campeona?
—¡Un momento! —exclamó Vus—. ¿Qué es esa repulsiva sombra verde que te sigue?
—No tiene importancia —dijo Torqual. Avivó el paso y llegó a la alta puerta de hierro.
—Descubre el filo del hacha y corta los goznes —dijo la voz a sus espaldas—. Cuida de no mellar la punta, pues debe cumplir otra función.
Un repentino grito de angustia sonó en el patio.
—¡No mires atrás! —rugió la voz. Torqual ya se había dado la vuelta. Descubrió que los demonios se habían arrojado sobre Melancthe y la perseguían por el patio, pateándola con pies puntiagudos y golpeándola con puños afilados. Torqual titubeó, pensando en intervenir. La voz lo apremió—: ¡Corta los goznes! ¡Deprisa!
Por el rabillo del ojo Torqual entrevio la distorsionada silueta de una mujer, hecha de gas verde. Le tembló el cuerpo, los ojos se le salieron de las órbitas, se le revolvió el estómago.
—¡Corta los goznes! —rugió la voz.
—¡Me trajiste hasta aquí en virtud de la imprudente promesa que hice a Zagzig! —rezongó Torqual—. No la negaré, pues nada queda de mi honor salvo la firmeza de mi palabra. Pero el pacto aludía a Melancthe, y ahora ella está a salvo de toda necesidad. No te serviré a ti. Ésa es ahora mi palabra, y puedes confiar en ella.
—Debes hacerlo —dijo la voz—. ¿Quieres un aliciente? ¿Qué anhelas? ¿Poder? ¡Serás rey de Skaghane, si lo deseas, o de ambas Ulflandias!
—No deseo semejante poder.
—Entonces te impulsaré mediante el dolor, aunque pague un alto precio con mis fuerzas, y sufrirás mucho por mis contratiempos.
Torqual oyó un siseo provocado por un gran esfuerzo; unos dedos afilados como pinzas le apretaron la nuca, hundiéndose en ella hasta que el dolor le nubló la vista y le fragmentó el pensamiento.
—Corta los goznes con el filo del hacha. Ten cuidado con la punta.
Torqual desnudó la hoja curva y verdosa y golpeó los goznes. Se derritieron como mantequilla bajo un cuchillo caliente; la puerta se abrió.
—¡Entra! —dijo la voz, y las pinzas presionaron de nuevo. Torqual entró dando tumbos en Swer Smod—. ¡Sigue adelante! ¡Deprisa, por la galería!
Con los ojos desorbitados, Torqual corrió tambaleándose por la galería, hasta el salón principal.
—Llegamos a tiempo —dijo la voz, satisfecha—. Adelante.
En el salón Torqual se topó con una extraña escena. Murgen estaba rígido en la silla, aferrado por seis brazos largos y delgados de un color grisáceo y cubiertos de toscos pelos negros. Los brazos terminaban en manazas, dos de las cuales cogían los tobillos de Murgen; otras dos le asían las muñecas; las dos restantes le tapaban la cara, dejando visibles sólo los ojos grises. Los brazos salían de una ranura o hueco que comunicaba con otro espacio y quedaba detrás de la silla de Murgen. Junto con los brazos, una tenue bruma de luz verde surgía del hueco.
—Ahora daré una tregua a tu dolor —dijo la voz—. Obedece con exactitud, o lo centuplicaré. Mi nombre es Desmëi, y poseo un gran poder. ¿Me oyes?
—Te oigo.
—¿Ves un globo de vidrio colgado de una cadena?
—Lo veo.
—Contiene un plasma verde y el esqueleto de una comadreja. Debes subirte a una silla, cortar la cadena con el hacha y bajar el globo con gran cuidado. Con la punta del hacha pincharás el globo, permitiéndome extraer el plasma y así recobrar la plenitud de mis fuerzas. Sellaré la burbuja una vez más, y comprimiré y encerraré a Murgen en una burbuja similar. Luego habré alcanzado mi propósito, y tú serás recompensado tal como mereces. Te digo esto para que actúes con precisión. ¿He hablado con claridad?
—Has hablado con claridad.
—¡Actúa inmediatamente! ¡Adelante! Corta la cadena con toda delicadeza.
Torqual se subió a una silla. Ahora tenía la cara a la altura del esqueleto de comadreja encerrado en el globo. Los ojos negros lo escudriñaban. Torqual alzó el hacha y, como por accidente, golpeó la burbuja de vidrio, de modo que el plasma verde empezó a derramarse. Oyó un tremendo grito de furia a sus espaldas:
—¡Has roto el vidrio!
Torqual cortó la cadena para que el globo cayera; al estrellarse contra el suelo se hizo añicos, y el plasma verde se derramó por todas partes. El esqueleto de comadreja se desperezó dolorosamente y fue a ocultarse bajo una silla. Desmëi se arrojó al suelo y recogió la mayor cantidad posible de plasma verde, y de ese modo comenzó a cobrar forma física, mostrando primero el perfil de los órganos internos, luego un contorno. Se arrastraba de un lado a otro, sorbiendo la mancha verde con la boca y la lengua.
Una voz sibilante llegó a oídos de Torqual:
—¡Coge el hacha! ¡Apuñálala con la punta! No vaciles, o todos sufriremos eterno tormento.
Torqual cogió el hacha y saltó hasta Desmëi de una zancada. Ella gritó atemorizada:
—¡No lo hagas! —Rodó a un costado y se levantó. Torqual la siguió paso a paso, alzando el hacha, hasta que Desmëi quedó acorralada contra una pared—. ¡No lo hagas! ¡No seré nada! ¡Será mi muerte!
Torqual clavó la punta en el cuello de Desmëi; el filo del hacha pareció absorber la sustancia de Desmëi, hinchándose a medida que ella se encogía y se disipaba.
Desmëi se esfumó. Torqual se quedó sosteniendo un hacha corta y pesada con una compleja hoja de metal verdoso. Dio media vuelta y llevó el hacha a la mesa.
Tamurello —el esqueleto de comadreja— se había levantado de debajo de la silla; había crecido de tamaño y ahora era tan alto como Torqual. Tamurello sacó de una vitrina una tabla de un metro de largo por medio de ancho sobre la que descansaba el simulacro de una extraña criatura gris y humanoide, de piel gris y reluciente, cuello velludo y corto, cabeza gruesa, rasgos borrosos y los turbios ojos de un pez muerto. Cien cintas gelatinosas sujetaban la criatura a la tabla, impidiéndole todo movimiento.
Tamurello miró a Torqual.
—¿Puedes nombrar esta cosa, que es sólo una imagen de la realidad?
—No.
—Yo te lo diré, entonces. Es Joald, y Murgen ha consagrado la vida a contener a este ser, a pesar de las fuerzas que procuran liberarlo. Antes de matar a Murgen, él me verá destruir su trabajo más esforzado, y sabrá que Joald despierta. Murgen, ¿me oyes?
Murgen lanzó un gemido gutural.
—Falta poco para que el camino se cierre y los brazos se retiren. Pero hay tiempo suficiente para todo, y primero liberaré al monstruo. ¡Torqual!
—Aquí estoy.
—¡Ciertos lazos retienen a Joald!
—Los veo.
—Desenvaina tu espada y corta los lazos, y yo entonaré el canto. ¡Corta!
Murgen soltó un gemido ahogado. Torqual titubeó.
—Haz lo que digo —graznó Tamurello—. Compartirás conmigo mi riqueza y mi poder mágico. ¡Lo juro! ¡Corta!
Torqual se adelantó lentamente. Tamurello empezó a canturrear monosílabos de profunda resonancia. Desgarraban el aire sumiendo a Torqual en un estado hipnótico. Torqual alzó el brazo, la hoja relumbró, la espada cayó. La cinta que sujetaba la muñeca izquierda de Joald se partió.
—¡Corta! —gritó Tamurello.
Torqual cortó; las cintas que sujetaban el codo de Joald se partieron con un silbido y un crujido. El brazo palpitaba y se retorcía.
—¡Corta!
Torqual alzó la espada y cortó la cinta del cuello de Joald. La salmodia de Tamurello resonaba por todo el castillo, y hasta las piedras cantaban y susurraban.
—¡Corta, corta, corta! —gritó Tamurello—. ¡Murgen, oh Murgen! ¡Saborea mi triunfo! ¡Saboréalo, y llora lágrimas amargas, por el daño que haré a tus queridas cosas!
Torqual cortó la cinta que sujetaba la frente de Joald, mientras Tamurello entonaba el gran hechizo: el cántico más terrible jamás oído en el mundo. En las profundidades del océano, Joald cobró poco a poco conocimiento de su liberación. Forcejeó contra los filamentos restantes; jadeó y pateó, golpeó las columnas submarinas que impedían que el Teach tac Teach se deslizara hacia el mar, y la tierra tembló. El enorme y negro brazo derecho de Joald quedó libre; se elevó y tanteó el agua con monstruosos dedos negros, en su afán por destruir las Islas Elder. El brazo emergió a la superficie; borbotones de agua negra batieron la espuma. Mediante un esfuerzo supremo, Joadl asomó la coronilla sobre el agua, y allí pareció nacer una nueva isla, con huesudos riscos en su centro; olas de setenta metros de altura se elevaron hacia todos los rumbos.
En Trilda, Shimrod golpeó nuevamente el gong de plata, luego dio media vuelta y se dirigió hacia una caja que colgaba de la pared. Abrió los paneles frontales, pronunció tres palabras y acercó el ojo a una lente de cristal. Se quedó tieso un instante; retrocediendo, corrió a su gabinete, se ciñó la espada, se caló una gorra sobre la frente y se paró sobre un disco de piedra negra. Pronunció un sortilegio de transferencia instantánea y en un santiamén estuvo en el patio de Swer Smod. Vus y Vuwas aún jugaban con el guiñapo sangriento que una vez había sido Melancthe. A cada orden de los demonios, el cuerpo desgarrado se agitaba en una giga macabra, mientras ellos reían y alababan la inagotable vitalidad de aquella cosa. Dirigieron a Shimrod un par de miradas suspicaces, las suficientes para reconocerlo; en todo caso estaban hartos de sus deberes de rutina y lo dejaron pasar sin contratiempos.
Shimrod atravesó el portal roto, y de inmediato sintió la fuerza del cántico de Tamurello. Corrió por la galería e irrumpió en el salón principal. Murgen estaba sentado, aferrado por los seis brazos de Xabiste. El esqueleto de comadreja entonaba el hechizo a la vez que cambiaba de forma y cobraba sustancia. Torqual, de pie junto a la mesa, reparó en la llegada de Shimrod. Lo miró de hito en hito, espada en alto.
—¡Torqual! —gritó Shimrod—. ¡Es una locura obedecer a Tamurello!
—Hago lo que decido hacer —replicó Torqual.
—Entonces estás peor que loco, y debes morir.
—Eres tú quien morirá —dijo Torqual con voz fatídica.
Shimrod avanzó con la espada desenvainada. Descargó una estocada sobre el esqueleto de comadreja, hendiéndolo hasta la frágil pelvis. El cántico se interrumpió de golpe. Tamurello se desmoronó en una trémula pila de huesos astillados.
Torqual miró el simulacro de Joald, que se contorsionaba contra las cintas que quedaban.
—¿Conque éste es el propósito de mi vida? —masculló Torqual entre dientes—. Estoy loco de veras.
Shimrod blandió la espada en un arco que habría arrancado la cabeza de Torqual si hubiera acertado, pero Torqual saltó a un costado. La emoción lo dominó frenéticamente; se arrojó contra Shimrod con una energía tan desaforada que Shimrod quedó a la defensiva. Las espadas se estrellaron con chispeante furia.
Al lado de la mesa la pila de huesos logró recobrarse, formando una construcción deforme en la que los relucientes ojos negros miraban uno hacia abajo y otro hacia arriba. Un brazo flaco manoteó el hacha y la enarboló mientras la maraña de huesos graznaba nuevamente el gran hechizo.
Shimrod se apartó de Torqual, le arrojó una silla para detenerlo, y lanzó un tajo al brazo que empuñaba el hacha. El brazo se astilló, el hacha cayó al suelo. Shimrod cogió el hacha y la arrojó contra Torqual, que de nuevo acometía contra él. La cabeza de Torqual se marchitó y desapareció; la espada cayó al suelo con un tintineo, seguida del cuerpo.
Shimrod se volvió hacia la mesa. El camino hacia Xabiste se estaba cerrando: para horror de Shimrod, los brazos, en vez de soltar a Murgen, lo arrastraban, silla y todo, hacia la abertura.
Shimrod descargó un hachazo sobre los brazos grises y delgados. Las manos cayeron al suelo abriendo y cerrando los dedos.
Murgen quedó libre. Se irguió, avanzó hacia Joald. Articuló cuatro palabras resonantes. La cabeza de Joald se aflojó; el brazo cayó junto al abultado torso.
En el Atlántico, la isla creada por la aparición de la negra coronilla de Joald se hundió bajo la superficie. El brazo cayó con fuerza, provocando una ola de cien metros de altura que llegó hasta las costas de Ulflandia del Sur. Chocó contra el estuario del Evander y envió una monstruosa pared de agua valle arriba, anegando la fabulosa ciudad de Ys.
Mientras Joald se agitaba pateando los contrafuertes que había bajo la isla de Hybras, el suelo tembló y se hundió, y el Valle del Evander, con sus palacios y jardines, se transformó en una caleta junto al mar.
Hacia el norte, por la costa ulflandesa, casi hasta Oaldes, las aguas barrieron las ciudades costeras arrastrando a sus pobladores al océano.
Cuando se calmaron las aguas, Ys de los Siglos, Ys la Bella, Ys de los Muchos Palacios, estaba hundida bajo el mar. En tiempos posteriores, si la luz era fuerte y el agua clara, los pescadores a veces vislumbraban maravillosos edificios de mármol donde nada se movía salvo bancos de peces.
Un pesado silencio remaba en el salón principal de Swer Smod. Murgen estaba inmóvil junto a la mesa; Shimrod se apoyaba contra la pared. El simulacro de Joald yacía inerte sobre la tabla. Los huesos astillados del esqueleto de comadreja formaban una pila sin vida, salvo por el destello de los dos ojos negros. Sobre la mesa, la hoja del hacha-alabarda se había deformado, hinchándose y volviéndose esférica, cobrando gradualmente la semblanza de un rostro humano.
Al cabo de un instante Murgen se volvió hacia Shimrod.
—Ahora conocemos la tragedia —dijo con voz apesadumbrada—. No puedo culparme a mí mismo… pero sólo porque no puedo derrochar energías. En verdad, temo que me volví complaciente, incluso arrogante, en cuanto a la plenitud de mis fuerzas y la certidumbre de que nadie se atrevería a desafiarme. Me equivoqué, y han ocurrido acontecimientos trágicos. Aun así, no puedo permitirme el dolor del remordimiento.
Shimrod se aproximó a la mesa.
—¿Estas cosas todavía están vivas?
—Están vivas: Tamurello y Desmëi, conspirando desesperadamente para sobrevivir. Esta vez no perderé tiempo con ellos, y fracasarán.
Murgen fue hasta uno de los armarios y abrió las puertas de par en par. Activó un aparato giratorio, que irradió un resplandor rosado y dijo con voz extraña y aflautada:
—Murgen, hablo a través del abismo impensable.
—Lo mismo aquí —dijo Murgen—. ¿Cómo anda tu guerra con Xabiste?
—Bastante bien. Entramos en el torbellino Sirmish y eliminamos el verdor en Fangusto. Sin embargo, en Mang Meeps entraron por la fuerza; el lugar está infestado ahora.