Bannoy, que estaba en el camino de Icnield, cerca de Slute Skeme, tuvo que volver grupas y desandar camino, con un agravante: los troicinos y dascios que ellos habían ido a atacar al sur los seguían ahora hacia el norte, hostigando a la retaguardia con su caballería ligera. Por lo tanto, Bannoy tardó en llegar a su cita con el rey Casmir, quien ya se había replegado al sur desde Avallon, temiendo la proximidad del rey Aillas.
El rey Casmir se reunió con el ejército de Bannoy cerca de Lumarth y acampó en un prado cercano.
El rey Aillas avanzó lentamente con su ejército y se apostó en la pradera de la Guirnalda, al oeste de la desembocadura del Camber y al noroeste de Lumarth. Aillas no tenía prisa por medirse con el rey Casmir, quien a la vez agradeció ese respiro que le permitía organizar mejor sus fuerzas. Aun así, le preocupaba la demora de Aillas: ¿qué estaba esperando?
Lo supo pronto. Los troicinos y dascios que habían tomado el ducado de Folize estaban cerca, y a ellos se unían el poderío de Pomperol, Blaloc y el ex reino de Caduz, que Casmir había asimilado. Eran ejércitos temibles, motivados por el odio, y sus hombres lucharían como posesos. Casmir lo sabía. Las fuerzas combinadas se desplazaban hacia el norte con ominosa parsimonia, y el ejército de ulflandeses y dauts de Aillas se desplazaba hacia Lumarth.
Casmir no tenía más opción que cambiar de posición para no quedar encerrado entre ambos ejércitos. Ordenó un repliegue hacia la boca del Camber, sólo para recibir noticias de que cuarenta buques troicinos de combate y veinte botequines de transporte habían navegado hasta allí para desembarcar un gran contingente de infantería pesada de Troicinet y Dascinet, respaldada por cuatrocientos arqueros de Scola. Casmir estaba ahora rodeado por tres ejércitos.
En una táctica desesperada, Casmir ordenó una acometida impetuosa contra el ejército de Aillas, que estaba más cerca e incluía a aquellos elementos del ejército daut que él ya había perseguido por todo Dahaut. Los dos ejércitos chocaron en un campo pedregoso llamado los Yermos de Breeknock. Los guerreros de Casmir sabían que luchaban por una causa perdida y atacaron sin entusiasmo. La embestida fue repelida de inmediato. Aparecieron los otros dos ejércitos, acorralando a Casmir por tres direcciones, y Casmir comprendió que era un día de derrota. Gran parte de las tropas, faltas de experiencia, fueron exterminadas en los diez primeros minutos; muchos se rindieron; muchos se dieron a la fuga, entre ellos el rey Casmir. Con un pequeño destacamento de caballeros de alto rango, escuderos y soldados con armadura, quebró las líneas de batalla y huyó hacia el sur. Su única esperanza era llegar a la ciudad de Lyonesse, donde abordaría una nave pesquera para intentar el cruce hasta Aquitania.
Casmir y sus camaradas dejaron atrás a sus perseguidores y cabalgaron sin tropiezos por el Sfer Act hasta llegar a la ciudad de Lyonesse.
En la plaza de armas, Casmir miró al castillo de Haidion para encontrarse con una ingrata sorpresa final: tropas troicinas al mando del caballero Yane, habían dominado a la debilitada guarnición días atrás, y ahora ocupaban la ciudad.
Casmir fue encadenado sin ceremonias y llevado al Peinhador. Lo encerraron en el más profundo y húmedo de los treinta y tres calabozos, y allí pudo cavilar sobre las vicisitudes de la vida y los antojadizos rumbos del destino.
Las Islas Elder estaban en paz, en el sopor del agotamiento, el dolor y la saturación emocional. Casmir languidecía en una mazmorra, de donde Aillas no tenía prisa por sacarlo. Una escarchada mañana de invierno Casmir saldría de la celda y caminaría hasta el fondo del Peinhador; allí el hacha de Zerling separaría la cabeza del torso; por el momento, el verdugo también ocupaba una mazmorra. Otros prisioneros habían sido liberados o devueltos al Peinhador, según sus delitos, a la espera de juicios más escrupulosos. La reina Sollace había sido llevada a bordo de un barco y exiliada a Benwick, en Armórica. En su equipaje llevaba un antiguo cáliz azul de doble asa con el borde mellado, al cual profesaba gran devoción. Lo conservó varios años, hasta que alguien lo robó y la reina, presa de la angustia, rehusó comer y beber y al cabo falleció.
Cuando los troicinos capturaron la ciudad de Lyonesse, el padre Umphred buscó refugio en los sótanos que había bajo la nueva catedral. Al partir la reina Sollace, se desesperó y decidió seguirla. Una gris y lúgubre mañana abordó un barco pesquero y pagó al pescador tres piezas de oro para que lo llevara a Aquitania.
Yane, siguiendo órdenes de Aillas, había buscado a Umphred por todas partes, esperando una ocasión como ésa. Identificó el barco fugitivo y lo notificó a Aillas. Los dos embarcaron en una veloz galera y se lanzaron en su persecución. Alcanzaron al pesquero mar adentro, y enviaron a bordo a un par de rudos marinos. El consternado Umphred los vio venir, pero logró agitar nerviosamente los dedos y sonreír.
—¡Qué agradable sorpresa! —dijo.
Los dos marinos llevaron al sacerdote a bordo de la galera.
—Vaya, qué fastidio —dijo el padre Umphred—. Yo sufro demora en el viaje y vosotros la mordedura de este potente aire del mar.
Aillas y Yane miraron en torno mientras Umphred explicaba animadamente por qué estaba en el barco pesquero.
—¡Ha culminado mi tarea en las Islas Elder! He logrado maravillas, pero ahora debo continuar viaje.
Yane sujetó una cuerda a un ancla. Umphred habló con mayor urgencia:
—¡Los consejos divinos me han guiado! Ha habido signos en el cielo, y prodigios que sólo yo conocí. Las voces de los ángeles me han hablado al oído.
Yane enrolló la cuerda y la alisó para que corriera libremente.
Umphred continuó:
—Mis buenas obras han sido múltiples. A menudo recuerdo cómo cuidé de la princesa Suldrun y la asistí en sus horas de necesidad.
Yane sujetó el extremo de la soga al cuello de Umphred. El sacerdote hablaba a borbotones.
—¡Mi obra no ha pasado inadvertida! Las señales celestiales me impulsaban a continuar, para alcanzar nuevas victorias en nombre de la fe.
Dos marinos alzaron el ancla y la llevaron hasta la borda. La voz de Umphred se agudizó.
—¡Ahora seré un peregrino! Viviré como un ave silvestre, en la pobreza y la abstención.
Yane cortó el morral de Umphred, y al mirar en su interior descubrió el resplandor del oro y las joyas.
—Adondequiera vayas, sin duda no necesitarás tanta riqueza.
Aillas miró al cielo.
—Sacerdote, es un día frío para nadar, pero así ha de ser.
Retrocedió, y Yane empujó el ancla por la borda. La cuerda se tensó, y Umphred atravesó la cubierta a la carrera. Se aferró a la borda, pero le resbalaron los dedos; la soga lo arrastró. El sacerdote se estrelló estrepitosamente contra el agua y se hundió.
Aillas y Yane regresaron a la ciudad de Lyonesse y no hablaron más del padre Umphred.
Aillas convocó a Haidion a los notables de las Islas Elder. En una asamblea celebrada en la monumental sala tribunalicia, lanzó una proclama.
—Las emociones que me embargan me impiden hablar demasiado —dijo Aillas—. Seré breve, y usaré palabras sencillas… aunque los conceptos y sus consecuencias son vastos.
»A un coste de sangre, dolor y pesadumbre incalculables, las Islas Elder están en paz y, en la práctica, unidas bajo un solo gobierno: el mío. He resuelto que esta condición continuará y permanecerá para siempre, o al menos hasta donde la mente pueda proyectarse hacia el futuro.
»Ahora soy rey de las Islas Elder, así que Krestel de Pomperol y Milo de Blaloc usarán el título de «gran duque». Una vez más Godelia pasa a ser la provincia de Fer Aquila, y habrá muchos reajustes similares. Los ska conservarán la independencia en Skaghane y la Costa Norte; así lo impone nuestro tratado.
»Mantendremos un ejército único, que no necesitará ser numeroso, pues nuestra fuerza naval nos protegerá contra ataques externos. Habrá un sólo código legal: la misma justicia se aplicará por igual arriba y abajo, sin distinción de cuna ni riqueza.
Aillas miró en torno.
—¿Alguien tiene quejas o protestas? Que manifieste ahora sus sentimientos, aunque advierto que todos los argumentos a favor de las viejas costumbres caerán en saco roto.
Nadie habló y Aillas continuó:
—No gobernaré desde Miraldra, que está demasiado lejos, ni desde Falu Ffail, que es demasiado esplendorosa, ni desde Haidion, donde acechan demasiados recuerdos. Instalaré mi nueva capital en Flerency, cerca de la aldea de Tatwillow, donde la Calle Vieja se cruza con el camino de Icnield. Este lugar se conocerá como Alción, y allí ocuparé el trono Evandig y cenaré con mis fieles paladines ante Cairbra an Meadhan, y lo mismo hará mi hijo Dhrun después de mí, y su hijo después de él, y así la paz y la bondad reinarán en todas las Islas Elder, y ningún hombre ni mujer podrá afirmar jamás que faltaron recursos para enmendar los males sufridos.
El castillo Miraldra de Domreis ya no podía servirle a Aillas como sede de gobierno. Haidion, donde se había establecido provisionalmente, lo oprimía con sus recuerdos melancólicos, y Aillas deseaba mudarse cuanto antes a Ronart Cinquelon, cerca de su nuevo palacio, Alción, en Flerency.
Para contribuir a la organización de su gobierno, transportó a su consejo de ministros desde Dorareis hasta la ciudad de Lyonesse, a bordo de la galeaza Flor Velas. Madouc, sintiéndose solitaria y olvidada en el viejo y húmedo castillo Miraldra, abordó la nave sin invitación y llegó con los demás a la ciudad de Lyonesse. Los consejeros abordaron carruajes para viajar de inmediato a Ronart Cinquelon. Madouc se encontró a solas en el puerto.
—Si así es, así ha de ser —se dijo Madouc, y echó a andar a pie por el Sfer Act.
El castillo de Haidion se erguía macizo, gris y lúgubre. Madouc subió a la terraza y avanzó hasta el portal. Los guardias ahora lucían el negro y ocre de Troicinet en vez del lavanda y verde de Lyonesse. Cuando Madouc se acercó, golpearon el suelo con la punta de las alabardas a modo de saludo, y uno le abrió la pesada puerta, pero no le prestaron más atención.
El vestíbulo estaba desierto. Haidion parecía apenas la cáscara de sí mismo, aunque el personal doméstico, sin órdenes de lo contrario, cumplía sus deberes habituales.
Un lacayo comentó a Madouc que Aillas y Dhrun se habían ausentado, pero no supo decirle adonde habían ido ni cuándo regresarían.
A falta de algo mejor, Madouc fue a sus viejos aposentos, que olían a moho por la falta de uso. Abrió las ventanas de par en par para que entraran la luz y el aire, y miró la habitación como si fuera un lugar recordado de un sueño.
Madouc no había traído equipaje desde el castillo de Miraldra. En el guardarropa encontró prendas que había dejado, pero se maravilló al descubrir cuan pequeñas y ceñidas le quedaban ahora. Lanzó una risa triste que le dejó dolor de garganta.
—¡He cambiado! —se dijo—. ¡Oh, cómo he cambiado! —Examinó la habitación—. ¿Qué le ocurrió a la mocosa de piernas largas que vivía en este lugar, miraba por esta ventana y usaba estas ropas?
Madouc salió al pasillo y llamó a una criada, quien la reconoció y empezó a lamentar los trágicos cambios que habían acontecido en el palacio. Madouc pronto se impacientó con el recital.
—¡Sin duda es para mejor! Tienes suerte de estar viva, con un techo sobre la cabeza, pues muchos han muerto o han perdido su hogar. Ve a buscar a las costureras, pues no tengo ropa que ponerme. Luego deseo bañarme, así que trae agua tibia y buen jabón.
Las costureras informaron a Madouc que Aillas y Dhrun habían ido a Watershade de Troicinet, donde Glyneth estaba a punto de dar a luz.
Los días transcurrieron gratamente. Madouc recibió una docena de nuevos vestidos. Reanudó sus conversaciones con Kerce el bibliotecario, que había permanecido en Haidion junto con varios cortesanos, pues por diversas razones se les había permitido residir allí y no tenían mejor sitio adonde ir. Entre quienes permanecían en la corte estaban tres de las doncellas que antaño habían asistido a Madouc: Devonet la del cabello dorado, la bonita Ydraint y Felice. Al principio las tres se mantuvieron cautelosamente aparte; luego, percibiendo la posibilidad de algún provecho, empezaron a tratarla con simpatía, aunque Madouc no les respondía de la misma manera.
Devonet era persistente y procuraba recordar a Madouc los viejos tiempos.
—¡Eran días maravillosos! ¡Y ahora se han ido para siempre!
—¿Cuáles eran esos días maravillosos? —preguntó Madouc.
—¿No lo recuerdas? ¡Nos divertíamos tanto juntas!
—Tú te divertías llamándome bastarda. Lo recuerdo muy bien, y no me parecía tan gracioso.
Devonet rió entre dientes y apartó la mirada.
—Era sólo un juego tonto, y nadie lo tomaba en serio.
—Claro que no, pues a nadie llamaban bastarda salvo a mí, y yo por lo general te ignoraba.
Devonet soltó un suspiro de alivio.
—Me alegra oírte decirlo, pues espero hallar un sitio en la nueva corte.
—Es poco probable —replicó Madouc—. Si quieres, puedes llamarme bastarda de nuevo.
Devonet, horrorizada, se llevó las manos a la boca.
—He cambiado, y jamás pensaría en ser tan grosera.
—¿Por qué no? —preguntó Madouc—. La verdad es la verdad.
Devonet parpadeó, tratando de captar no sólo el sentido sino las connotaciones de las palabras de Madouc.
—¿Nunca averiguaste el nombre de tu padre? —preguntó cautelosamente.
—Averigüé el nombre, vaya que sí. Se anunció a mi madre como el caballero Pellinore pero, a menos que hayan tomado los votos del matrimonio muy poco después de conocerse, y mi madre no recuerda tal ceremonia, todavía soy bastarda.
—¡Qué lástima! ¡Anhelabas tanto poseer un linaje respetable!
Madouc suspiró.
—He dejado de preocuparme por esas cosas, pues no son para mí. Pellinore tal vez exista, pero sospecho que nunca lo conoceré.
—¡No tienes por que afligirte! —declaró Devonet—. ¡Ahora seré tu afectuosa amiga!
—Excúsame —dijo Madouc—, acabo de recordar una tarea que había olvidado.
Madouc fue al establo a buscar al caballero Pom-Pom, sólo para enterarse de que lo habían matado en la batalla de los Yermos de Breeknock.
Madouc regresó lentamente al castillo, reflexionando: «El mundo ya no tiene a su caballero Pom-Pom, con sus graciosas afectaciones. Me pregunto dónde estará ahora, si es que está en alguna parte. ¿Puede alguien estar en ninguna parte?» Caviló sobre el asunto una hora o más, pero no halló una respuesta definitiva a tal pregunta.