—No del todo, y no siempre.
—Sin duda tendría una vida interesante.
—Eso espero. Desde luego no he pensado seriamente en ello, excepto para decidir con quién me casaré cuando llegue el momento.
—Yo también sé con quién me casaré —dijo Dhrun—. Tiene ojos azules, suaves como el cielo y profundos como el mar, y rizos rojos.
—¿No son más bien cobrizos y dorados?
—En efecto, y aunque todavía es muy joven, su belleza crece a ojos vistas, y no sé cuánto podré resistir las tentaciones que me impulsan.
Madouc lo miró.
—¿Te agradaría besarme ahora, sólo para practicar?
—Claro —Dhrun la besó, y por un tiempo permanecieron abrazados, la cabeza de Madouc en el hombro de Dhrun—. Ahora, ¿aún temes a Casmir?
Madouc suspiró.
—¡Sí! Y mucho. Aunque por un instante me había olvidado completamente de él.
Dhrun se puso de pie.
—No hay nada que él pueda hacerte, a menos que obedezcas sus órdenes.
—No obedeceré. Sería insensato.
—La conferencia ha terminado, y mi padre no desea incomodar al rey Audry quedándose más tiempo. Desea partir cuanto antes, para aprovechar la bajamar.
—Sólo necesitaré unos minutos, el tiempo de quitarme esta bonita ropa y recoger algunas cosas.
—Ven, te llevaré a tus aposentos.
Dhrun escoltó a Madouc hasta el ala este y hasta su puerta.
—Regresaré dentro de diez minutos. Recuerda: no dejes entrar a nadie, excepto a tu criada.
Diez minutos después, cuando Dhrun volvió a los aposentos de Madouc, la criada dijo que Madouc se había marchado pocos minutos antes, acompañada por tres soldados de Lyonesse.
Dhrun gruñó:
—¡Le dije que mantuviera la puerta cerrada y no recibiera a nadie!
—¡Ella siguió tus instrucciones, pero ellos entraron por la cámara contigua! Kylas les abrió la puerta que da al vestíbulo.
Dhrun regresó corriendo a la sala de recepción. Ya no estaban el rey Casmir ni Audry, ni siquiera Aillas.
Dhrun hizo averiguaciones y al fin descubrió a Aillas en una pequeña cámara contigua a la sala de recepción, conversando con Audry.
Dhrun irrumpió bruscamente.
—¡Casmir se ha llevado a Madouc a la fuerza! ¡Ella pensaba venir con nosotros, pero se ha ido!
Aillas se puso de pie, el rostro tenso de furia.
—¡Casmir se marchó hace cinco minutos! ¡Debemos alcanzarlos antes de que crucen el río! Audry, dame ocho caballos veloces, deprisa.
—¡Los tendrás al instante!
Aillas envió mensajeros a los caballeros de su séquito, ordenándoles que se presentaran de inmediato frente al palacio.
Trajeron caballos de los establos; Aillas, Dhrun y los seis caballeros troicinos montaron y salieron al galope por la carretera que conducía al transbordador del Camber. Más adelante se veía el séquito de Lyonesse, que también marchaba a todo galope.
Dhrun le dijo a Aillas:
—¡No los alcanzaremos! ¡Abordarán la barcaza y se irán!
—¿Cuántos van en el cortejo?
—No puedo distinguirlo. ¡Están demasiado lejos!
—Parece ser una tropa semejante a la nuestra. Casmir no optará por detenerse a luchar.
—¿Para qué luchar cuando puede huir en la barcaza?
—Es cierto.
—Atormentará a Madouc —exclamó furiosamente Dhrun—. Se vengará del modo más atroz.
Aillas asintió sin decir palabra.
Delante de ellos, el grupo de Casmir ascendió al peñasco que bordeaba el río, pasó la cresta y se perdió de vista.
Cinco minutos después el grupo troicino llegó a la linde de la escarpa, desde donde se veía el río. Un cable de cáñamo iba desde un contrafuerte de piedra en una curva del río hasta un contrafuerte similar en Rueda Dentada. El transbordador, unido al río por una soga y una polea que rodaba a lo largo del cable, era impulsado mediante la inclinación del cable. Cuando bajaba la marea, la barcaza viajaba hacia el sur; con la marea alta, la barcaza navegaba hacia el norte. Hacia el oeste, otro cable se inclinaba en dirección contraria, de modo que, con cada cambio de la marea, las naves cruzaban el río en direcciones opuestas.
La embarcación que llevaba a Casmir y su comitiva abandonaba ya la costa. Los jinetes habían desmontado y sujetaban los caballos a un poste. Una forma esbelta arropada en un capa parda revelaba la presencia de Madouc, que parecía tener una mordaza en la boca.
Dhrun miró desesperanzado la barcaza. Casmir se volvió, y su rostro era una impávida máscara blanca.
—Se nos han escapado —dijo Dhrun—. Cuando logremos cruzar el río, estarán al otro lado de Pomperol.
—Ven —dijo Aillas con repentino entusiasmo—. No han escapado aún.
Cabalgó por la escarpa hasta el contrafuerte que sujetaba el cable. Se apeó de un brinco, desenvainó la espada y descargó un golpe contra el tenso cable. Hebra a hebra, nudo tras nudo, el cable se deshilachó. El capitán de la barcaza protestó frenéticamente desde la cabina, pero Aillas no le prestó atención. Golpeó, aserró, cortó; el cable chirriaba y giraba mientas la tensión estiraba las fibras. El cable se partió, y el cabo suelto cayó ladera abajo caracoleando y se hundió en el agua. La barcaza, sin el impulso lateral de la corriente, quedó a la deriva, hacia el mar abierto. El cable chirrió a través de la polea y finalmente se soltó.
La barcaza se deslizaba siguiendo la marea. Casmir y su grupo miraban hacia la costa, abatidos.
—Ven —dijo Aillas—. Abordaremos el Flor Velas; está aguardando nuestra llegada.
El grupo bajó por la escarpa hasta el puerto donde estaba amarrado el Flor Velas, una galeaza de veinticinco metros de longitud con una vela cuadrada, un par de velas latinas y cincuenta remos.
El grupo de Aillas desmontó, dejó los caballos a cargo del capitán de puerto y abordó la nave. Aillas dio órdenes de zarpar.
Las líneas de amarre se soltaron de las bitas; las velas se desplegaron ante un favorable viento norte y la nave se internó en el estuario.
Media hora después el Flor Velas se acercaba a la barcaza y los tripulantes lanzaron los garfios. Aillas permaneció en el puente de popa con Dhrun; ambos contemplaban con rostro inexpresivo el amargo semblante de Casmir. Cassander dirigió un saludo conciliador a Dhrun y Aillas, pero ninguno de ellos respondió y el príncipe les dio altivamente la espalda.
Desde la cubierta de la galeaza arrojaron una escalerilla a la cubierta de la barcaza; cuatro hombres armados descendieron. Ignorando a los demás, fueron hacia Madouc, le quitaron la mordaza y la condujeron a la escalerilla. Dhrun bajó del puente y la ayudó a subir a bordo.
Los hombres armados treparon a bordo del Flor Velas. Casmir miraba inexpresivamente, las piernas separadas.
No se dijo ninguna palabra en ninguna de ambas naves. Aillas observó unos instantes al grupo de Casmir.
—Si yo fuera un rey realmente sabio —le dijo a Dhrun—, mataría a Casmir aquí y ahora, y tal vez también a Cassander, poniendo fin a su dinastía. ¡Mira a Casmir! ¡Casi espera que lo haga! Él no tendría el menor escrúpulo. Nos mataría a ambos y disfrutaría haciéndolo —Aillas sacudió la cabeza—. Pero no puedo hacerlo. Tal vez lamente de por vida esta debilidad, pero no puedo matar a sangre fría.
Dio una señal. Los tripulantes izaron los garfios a bordo del Flor Velas y dejaron la barcaza en libertad. El viento hinchó las velas; una estela burbujeó a popa y la galeaza navegó río abajo hacia mar abierto.
Desde la costa daut, un par de naves tripuladas por una docena de remeros se lanzó en pos de la barcaza. La arrastraron a remolque y con ayuda de la marea cambiante la llevaron de vuelta al puerto.
Tras regresar al castillo de Haidion, el rey Casmir inició una vida de reclusión. No asistía a las reuniones cortesanas, no recibía visitantes, no otorgaba audiencias. Pasaba casi todo el tiempo en sus aposentos, donde caminaba de aquí para allá y se detenía ocasionalmente para mirar por la ventana el Lir gris azulado. La reina Sollace cenaba con él todas las noches, pero el rey Casmir hablaba poco, y a menudo la reina se sumía en un amargo silencio.
Al cabo de cuatro días de cavilación, Casmir llamó a Baltasar, un consejero y mensajero de confianza. Le dio detalladas instrucciones y lo envió a Godeha en una misión secreta.
Con la partida de Baltasar, Casmir reanudó muchas de sus actividades anteriores, aunque su ánimo seguía alterado. Se había vuelto parco, corrosivo y agrio, y quienes se topaban con él o con su justicia, ahora tenían más razones que nunca para arrepentirse.
En el plazo previsto Baltasar regresó, polvoriento y demacrado tras la dura cabalgata, y se presentó de inmediato ante el rey Casmir.
—Llegué a Dun Cruighre sin novedad. La ciudad carece de toda gracia; uno dudaría hasta de albergar los caballos en el palacio real.
»El rey Dartweg no me recibió al punto. Al principio pensé que era por pura perversidad celta, pero pronto supe que estaba agasajando a ciertos notables de Irlanda, y todos estaban ebrios. Finalmente acordó recibirme, pero aun entonces me hizo esperar al costado de la sala mientras zanjaba una disputa relacionada con la preñez de una vaca. La discusión continuó durante una hora y dos veces fue interrumpida por feroces riñas. Traté de seguir el litigio pero me resultó incomprensible. La vaca había sido servida por un toro de raza sin autorización y gratuitamente, gracias a que estaba rota la cerca; el dueño de la vaca no sólo se negaba a pagar por el servicio del semental, sino que exigía una multa alegando que el fogoso toro se había aprovechado ilícitamente de la vaca. El rey Dartweg mascaba un hueso y bebía hidromiel de un cuerno. Resolvió el caso de una manera que aún me deja perplejo, pero que debió de ser equitativa, pues no satisfizo a nadie.
»Por fin me llevaron ante el rey, que estaba muy ebrio. Me preguntó a qué había ido; dije que deseaba una audiencia privada, para entregarle los mensajes confidenciales que me había dado el rey de Lyonesse. Agitó el hueso que roía y declaró que no veía razones para chismorreos, que yo debía hablar con voz clara y valiente, igual que un buen celta. El sigilo y la timidez furtiva eran inútiles y los secretos eran vanos, declaró, pues todos conocían mi propósito tanto como yo mismo; en realidad, podía darme una respuesta sin que yo le describiera mi misión. ¿Eso era adecuado? Él pensaba que lo era, pues apresuraría las cosas y le daría más tiempo para empinar el cuerno.
»Conservé la mayor dignidad posible ante las circunstancias, y declaré que el protocolo me obligaba a requerir una audiencia privada. Me alcanzó el cuerno de hidromiel y me pidió que lo vaciara de un solo trago. Logré hacerlo, granjeándome así el favor del rey Dartweg, quien me permitió susurrarle el mensaje al oído.
»En definitiva, hablé con el rey Dartweg en tres ocasiones. En cada una de ellas procuró hartarme de fuerte hidromiel, tal vez con la esperanza de que yo me pusiera en ridículo y bailara una giga, o cantara mis secretos. Huelga decir que el intento fue infructuoso, y al final comenzó a considerarme aburrido, y a actuar con hosquedad. En nuestra última reunión barbotó sus inamovibles decisiones. En esencia, quiere los frutos de la victoria sin ninguno de los riesgos. Se unirá gustosamente a nuestra causa, una vez que hayamos demostrado que tenemos ventaja sobre nuestros enemigos.
—Una política cauta, sin duda —dijo Casmir—. Tiene todo que ganar sin nada que perder.
—Eso dio a entender, y dijo que era lo más conveniente para su salud, pues sólo un proyecto de esta naturaleza le permitía dormir bien por las noches.
»Le hablé de la necesidad de un acuerdo específico; se limitó a agitar la mano y a decir que no debías preocuparte en ese sentido. Sostuvo que decidiría el instante preciso para actuar y que entonces intervendría con toda su fuerza.
El rey Casmir gruñó:
—Escuchamos la voz de un jactancioso oportunista. ¿Qué más?
—De Dun Cruighre me embarqué hacia Skaghane, donde me topé con muchas frustraciones pero no recogí ningún fruto. Los ska no sólo son inescrutables y crípticos en su conversación, sino expansivos en sus modales. No quieren ni necesitan alianzas, y sienten clara aversión por todos, salvo por sí mismos. Abordé el asunto que me llevaba allí, pero ellos no le prestaron atención. No dijeron que sí ni que no, como si la propuesta fuera totalmente descabellada. De Skaghane no traigo ninguna noticia.
Casmir se puso en pie y comenzó a caminar. Habló, más para sí mismo que para Baltasar:
—Sólo estamos seguros de nosotros mismos. Dartweg y sus celtas acabarán por servirnos, impulsados por la codicia. Pomperol y Blaloc se quedarán tiesos, paralizados por el miedo. Yo había esperado una distracción, e incluso una rebelión, por parte de los ulflandeses, pero lo único que hacen es agazaparse como hoscos animales en sus altos valles. Torqual, a pesar de mis grandes gastos, no ha hecho nada. El y esa bruja son fugitivos; merodean por los brezales de noche y se ocultan de día. Los labriegos los consideran criaturas maléficas. Tarde o temprano los arrinconarán y los exterminarán como fieras. Nadie los llorará.
Shimrod dormitaba en el jardín a la sombra de un laurel. El jardín estaba en su mejor momento. Malvas locas rosadas se erguían como tímidas doncellas en una hilera frente a la mansión; por todas partes azules consólidas reales, margaritas, caléndulas, alisones, verbenas, alelíes y muchas otras flores crecían en matas y racimos.
Shimrod divagaba con los ojos entornados: locuras y fantasías, paisajes exóticos. Dio con una idea atractiva: si los aromas se pudieran representar mediante el color, el aroma de la hierba sólo podría ser un verde fresco. De la misma manera, el de una rosa se debía representar inevitablemente mediante un rojo aterciopelado, y el perfume del heliotropo sería un cautivante púrpura lavanda.
Shimrod concibió muchas equivalencias parecidas, y se sorprendió de que a menudo sus colores, derivados por inducción, congeniaran con el color natural e irrefutable del objeto que originaba el aroma. Era una notable correspondencia ¿Se podía atribuir a mera coincidencia? Hasta el acre olor de la margarita parecía en perfecta consonancia con la cruda blancura de la flor.
Shimrod sonrió, meditando sobre transferencias similares relacionadas con los demás sentidos. La mente, pensó Shimrod, era un instrumento maravilloso; cuando se la dejaba vagar sin limitaciones, a menudo llegaba a curiosos destinos.