Una alondra sobrevolaba el prado. La escena era apacible. Quizá demasiado apacible, demasiado serena, demasiado silenciosa. Era fácil ser presa de la melancolía pensando en el rápido transcurso de los días. En Trilda faltaban los sonidos del jolgorio, las voces felices.
Shimrod se irguió en la silla. Debía acometer su tarea, y cuanto antes mejor. Se puso en pie y tras una última ojeada al prado de Lally enfiló hacia el taller.
Las mesas, antes atiborradas con una miscelánea de artículos, ahora estaban mucho más ordenadas. Lo que quedaba constituía en su mayor parte una materia reacia, oscura, arcana o intrínsecamente compleja, o quizás habían sido los inquietantes trucos de Tamurello los que la habían vuelto incomprensible.
Shimrod había denominado Lucanor a uno de los objetos que aún investigaba, en honor del dios druida de los Primigenios
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Lucanor —el artificio o juguete mágico— consistía en siete discos transparentes cuyo diámetro equivalía a la anchura de una mano. Giraban en el borde de una tablilla circular de ónix negro, a diversa velocidad. Los discos irradiaban colores suaves, y en ocasiones mostraban negros y titilantes puntos de vacuidad que se distribuían en forma aparentemente aleatoria.
Los discos constituían una fuente de perplejidad para Shimrod. Se desplazaban de forma independiente, de modo que en su circuito uno dejaba atrás al otro, y a la vez era alcanzado por un tercero. A veces dos discos rodaban en tándem, de modo que uno se superponía al otro, como si una atracción los conservara unidos unos instantes. Luego se desprendían y cada cual seguía de nuevo su propio curso. En raras ocasiones, un tercer disco se juntaba con dos que giraban juntos, y por un tiempo el tercer disco también se demoraba, por un período perceptiblemente más largo que si sólo hubiera dos discos unidos. Shimrod había observado un par de veces la rara ocasión en que cuatro discos se unían en su trayectoria, y entonces permanecían adheridos unos veinte segundos antes de separarse.
Shimrod había instalado a Lucanor en un banco para que recibiera la luz de la tarde, aunque también era el lugar desde donde más podía distraerlo de sus otros trabajos. ¿Era Lucanor un juguete, una compleja curiosidad o una representación de un proceso más vasto?
Se preguntó si alguna vez cinco discos girarían juntos, o seis, o incluso siete. Trató de calcular la probabilidad de tales conjunciones, sin éxito. Aunque las probabilidades pudieran ser reales, debían de ser muy remotas.
En ocasiones, cuando dos discos giraban juntos, sus motas o agujeros negros se desarrollaban simultáneamente, y a veces se superponían. En una ocasión en la que tres discos giraban juntos, aparecieron motas negras en los tres, y por alguna extraña razón quedaron superpuestas. Shimrod escrutó los agujeros alineados mientras giraban los discos, y para su sorpresa vio fluctuantes líneas de fuego, como relámpagos lejanos.
Los agujeros negros desaparecieron; los discos se separaron y siguieron sus respectivas trayectorias.
Shimrod examinó a Lucanor. Aquel artilugio sin duda cumplía un propósito seno. ¿Pero cuál? No pudo llegar a ninguna teoría sensata. Tal vez debía mostrárselo a Murgen, pero no lo hizo, pues prefería resolver el enigma por sí mismo. Aún quedaban por descifrar tres volúmenes de Tamurello; tal vez hubiera alguna referencia a Lucanor en uno de esos tomos.
Shimrod reanudó su labor, si bien continuó observando los siete discos. Pero éstos lo distraían tanto que acabó por poner a un sandestín inferior a vigilar las coincidencias inusitadas y llevó a Lucanor a un rincón alejado del taller.
Pasaron los días; Shimrod no halló ninguna referencia a Lucanor en los libros, y poco a poco perdió interés en los discos.
Una mañana Shimrod se dirigió al taller como de costumbre. En cuanto atravesó la puerta, el sandestín le gritó alarmado:
—¡Shimrod! ¡Mira los discos! ¡Hay cinco girando en conjunción!
Shimrod cruzó el taller en un par de zancadas y observó con azoramiento. En efecto, cinco discos unidos giraban como uno solo por la periferia de la tablilla. Más aún, no manifestaban la menor disposición de separarse. ¿Qué era aquello? Un sexto disco alcanzó a los otros cinco y, ante la mirada de Shimrod, se acercó, titiló, y se fundió con los demás.
Shimrod observó fascinado, seguro de que presenciaba un acontecimiento importante o, más probablemente, la representación de tal acontecimiento. Al fin, el séptimo y último disco se reunió con los demás y los siete giraron como uno. Ese único disco cambió de color, cobrando un tono marrón, púrpura y negro; rodaba letárgicamente, sin intención de separarse. En el centro crecía una densa mancha negra. Shimrod se agachó para mirar por el agujero; vio lo que parecía ser un paisaje de objetos negros perfilados contra un fuego áureo.
Shimrod se apartó de Lucanor y corrió a su banco de trabajo.
Golpeó un pequeño gong de plata y aguardó ante un espejo redondo.
Murgen no respondió. Shimrod golpeó de nuevo, con más fuerza. Tampoco recibió respuesta.
Shimrod contrajo la cara en una mueca de preocupación. En ocasiones Murgen salía a caminar por la muralla, pero rara vez abandonaba Swer Smod y habitualmente prevenía a Shimrod sobre sus movimientos.
Shimrod golpeó el gong por tercera vez, con el mismo resultado: silencio. Atribulado e inquieto, Shimrod fue a mirar de nuevo a Lucanor.
A lo largo de la cresta del Teach tac Teach, desde el Troagh, en el sur, hasta la grieta de Gwyr Air en el norte, una hilera de peñascos se erguía en una hilera imponente, cada cual más tosco y majestuoso que los demás. En el centro, el monte Sobh se elevaba como una protuberancia trapezoidal de granito que hendía las nubes; Arra Kaw, más al norte, era aún más árido y desolado.
En el lugar donde los brezales lamían la base del Arra Kaw, cinco altos dólmenes, los «Hijos del Arra Kaw», formaban un círculo que encerraba una superficie de quince metros de diámetro. Una tosca cabaña de piedra y turba se erguía hacia el oeste, donde la piedra ofrecía cierta protección contra el viento. Las nubes galopaban en el cielo, cubriendo el sol para arrojar fugaces sombras sobre los pardos brezales. El viento soplaba por entre las rendijas de los cinco Hijos, con un gemido suave que palpitaba y ondulaba, cambiando de fuerza y dirección.
Ante la cabaña, una pequeña fogata ardía vivaz bajo una marmita de hierro que colgaba de un delgado trípode. Junto al fuego estaba Torqual, mirando lúgubremente las llamas. La impasible y frágil Melancthe, envuelta en un grueso manto pardo, estaba arrodillada frente a Torqual, revolviendo el contenido de la marmita. Se había cortado el pelo y llevaba un casco de cuero blando que le ceñía los rizos lustrosos y oscuros.
Torqual creyó oír una voz. Dio media vuelta y ladeó la cabeza para escuchar. Se volvió hacia Melancthe, quien había alzado la cabeza.
—¿Oíste esa llamada?
—Quizá.
Torqual fue hasta una rendija entre los hijos y escudriñó los brezales. Quince kilómetros al norte se erguía el risco llamado Tangue Fna, más alto y más abrupto que el Arra Kaw. Entre los dos riscos se extendían los páramos, moteados por las movedizas sombras de las nubes. Torqual vio un halcón que se deslizaba hacia el este en el viento. El halcón soltó un graznido salvaje, casi inaudible.
Torqual decidió relajarse, aunque de mala gana, como si ansiara que alguien se atreviese a atacarlo. Regresó hacia la fogata y caviló. Melancthe se había puesto de pie, el rostro transfigurado, y caminaba hacia la cabaña. Torqual vio la forma de una mujer en la penumbra del interior. ¿La mente le hacía jugarretas? La forma no sólo parecía desnuda, sino distorsionada, insustancial, e irradiaba algo así como un tenue fulgor verde.
Melancthe, con un andar rígido, entró en la cabaña. Torqual iba a seguirla, pero se detuvo, preguntándose si habría visto bien. Escuchó. El viento calló un instante y un murmullo de voces pareció llegar desde la cabaña.
Ya no podía ignorar la situación. Torqual se dispuso a seguir a Melancthe; pero de pronto ésta salió con paso firme, llevando un utensilio de asas cortas realizado en un metal verdoso que Torqual jamás había visto. Lo tomó por un hacha ornamental, o una pequeña alabarda con una hoja compleja en un lado y una punta filosa en el otro. Una punta similar sobresalía del extremo.
Melancthe se acercó al fuego con paso lento y mesurado, el rostro severo y sombrío. Torqual la miró con una turbadora sospecha. ¡Ésa no era la Melancthe que él conocía! Algo extraño había ocurrido.
—¿Quién es la mujer de la cabaña? —preguntó Torqual.
—No hay nadie allí.
—Oí voces y vi a una mujer. Tal vez era una bruja, pues carecía de sustancia y vestimenta.
—Es posible.
—¿Qué es esa arma o herramienta que llevas?
Melancthe miró el objeto como si lo viera por primera vez.
—Una especie de hacha.
Torqual tendió la mano.
—Dámela.
Melancthe sonrió y meneó la cabeza.
—El contacto con la hoja te mataría.
—Tú la tocas y no estás muerta.
—Soy inmune a la magia verde.
Torqual se acercó a grandes zancadas a la cabaña. Melancthe lo miró sin inmutarse. Torqual escrutó la penumbra pero no descubrió nada. Regresó pensativo hacia el fuego.
—La mujer se ha ido. ¿Por qué hablaste con ella?
—Esa historia debe esperar. Por ahora, puedo decirte esto: ha ocurrido un importante acontecimiento que se planeó tiempo atrás. Ahora tú y yo debemos hacer lo que es necesario que se haga.
—Habla con claridad —rezongó Torqual—. ¡Basta de adivinanzas!
—Exacto. No oirás adivinanzas, sino órdenes precisas —Melancthe hablaba con voz enérgica y fuerte; erguía la cabeza, y los ojos emitían un destello verde—. Coge tus armas y trae los caballos. Nos marcharemos de este lugar.
Torqual la fulminó con la mirada. Hizo un esfuerzo para controlar la voz.
—No obedezco a ningún hombre ni a ninguna mujer. Voy adonde me apetece, y hago sólo lo que me parece necesario.
—La necesidad ha llegado.
—¡Ja! La necesidad no es mía.
—La necesidad es tuya. Debes honrar el pacto que hiciste con Zagzig el shybalt.
Torqual, sorprendido, frunció el ceño.
—Eso fue hace tiempo —dijo al fin—. El «pacto», como tú lo llamas, fue sólo una charla de bebedores.
—De ninguna manera. Zagzig te ofreció la más bella mujer viviente, para que te sirviera como desearas y adonde fueras, a cambio de que la defendieras a ella y a sus intereses en tiempo de necesidad. Conviniste en ello.
—No veo esa necesidad —gruñó Torqual.
—Te aseguro que existe.
—¡Explícate, pues!
—Lo verás con tus propios ojos. Iremos a Swer Smod, para hacer lo que es necesario.
Torqual la miró con renovado asombro.
—¡Es una locura! Hasta yo temo al supremo Murgen.
—¡No ahora! ¡Se ha abierto un camino y alguien más es supremo! ¡Pero el tiempo es esencial! ¡Debemos actuar antes de que el camino se cierre! Ven, mientras el poder sea nuestro. ¿O prefieres malgastar tu vida en estos brezales ventosos?
Torqual giró sobre los talones y fue a ensillar los caballos. Ambos partieron de los cinco Hijos del Arra Kaw. Cabalgaron a todo galope por el brezal, a veces dejando atrás las sombras de las nubes. Llegaron a un sendero, viraron hacia el este y siguieron montaña abajo, cruzando pedregales, declives y gargantas hasta salir a la cresta de un peñasco que dominaba Swer Smod. Se apearon y bajaron a pie por la ladera, deteniéndose a la sombra de las murallas del castillo.
Melancthe se quitó el casco de cuero y lo usó para envolver la punta del hacha-alabarda. Habló con voz áspera como la piedra.
—Coge el hacha. Ya no puedo llevarla más. No toques la hoja, porque te sorbería la vida.
Torqual cogió con aprensión el mango de madera negra.
—¿Qué hago con ella?
—Yo te daré instrucciones. Escucha mi voz, pero luego no mires atrás, ocurra lo que ocurra. Ahora ve hasta el portal del frente. Yo te seguiré. No mires atrás.
Torqual frunció el ceño, encontrando la aventura muy poco de su agrado. Echó a andar a lo largo de la muralla. A sus espaldas oyó un sonido suave: un suspiro, un jadeo, luego los pasos de Melancthe.
En el portal Torqual se detuvo para escrutar el patio, donde Vus y Vuwas, los demonios que custodiaban la poterna, habían ideado un nuevo entretenimiento para matar el tiempo. Habían entrenado a varios gatos para que cumplieran la función de corceles de guerra. Los gatos usaban jaeces coloridos, sillas exquisitas y nobles emblemas, y actuaban como monturas para ratas caballerescas, bien entrenadas y vestidas con acero brillante y gallardos yelmos. Las armas eran espadas de madera y lanzas acolchadas; mientras los demonios miraban, apostaban y gritaban eufóricos, los caballeros espoleaban las monturas gatunas y galopaban por la liza en su esfuerzo por derribar a los contrincantes.
Melancthe atravesó el portal; Torqual iba a seguirla. Una voz dijo a sus espaldas:
—Anda con sigilo; los demonios están concentrados en el juego; trataremos de pasar inadvertidos.
Torqual se paró en seco.
—¡No te vuelvas! —advirtió la voz—. Melancthe hará lo necesario. ¡Así justifica su vida! —Torqual notó que Melancthe era ahora igual que antes: la doncella meditabunda que había conocido en la villa blanca junto al mar. La voz dijo—: Avanza en silencio. Ellos no lo notarán.
Torqual siguió a Melancthe. Avanzaron invisibles por el patio. En el último momento, el rojo demonio Vuwas se volvió disgustado —habían derrotado a su gato y su rata— y vio a los intrusos.
—¡Alto! —exclamó—. ¿Quién pasa con sigilosas rodillas y largos pies? ¡Huelo maldad al acecho! —le dijo a su compañero— ¡Ven, Vus! ¡Tenemos trabajo!
—Regresad a vuestro juego, buenos demonios —dijo Melancthe con voz metálica—. Estamos aquí para ayudar a Murgen en sus brujerías, y llegamos tarde, así que dejadnos pasar.
—¡Ése es el lenguaje de los intrusos! ¡Las gentes virtuosas nos traen obsequios! ¡Así distinguimos el bien del mal! Vosotros parecéis representar la segunda categoría.
—Os equivocáis —dijo Melancthe cortésmente—. La próxima vez os traeremos algo —se volvió hacia Torqual—. Ve de inmediato. Pide a Murgen que salga y certifique nuestra condición. Aguardaré mientras observo las justas.
Torqual se escabulló aprovechando la momentánea distracción de Vus y Vuwas.