—¡Qué interesante! ¿Cuándo usas esas nuevas emociones?
—Continuamente. Algunas son pesadas, otras ligeras, y tienen nombre de nube. Unas son constantes, otras son fugaces. Las hay que llegan a ilusionarme y quisiera conservarlas para siempre… ¡tal como desearía guardar unas maravillosas flores! Pero esos estados de ánimo se esfuman antes de que pueda nombrarlos y atesorarlos. A menudo nunca vuelven, por mucho que los eche de menos.
—¿Qué nombres das a esas emociones? Dime.
Melancthe meneó la cabeza.
—Los nombres no significan nada. He observado a los insectos, preguntándome qué nombres dan a sus emociones, y si se parecían a las mías.
—No lo creo —dijo Shimrod.
Melancthe continuó sin prestarle atención.
—Puede ser que en vez de emociones yo sólo tenga sensaciones y las confunda con las primeras. Así es como un insecto capta los estados de su vida.
—En tu nueva lista de emociones, ¿tienes equivalentes para «bueno» y «malo»?
—¡Eso no son emociones! Tratas de embaucarme para que hable tu lenguaje. Muy bien, responderé. No sé qué pensar de mí misma. Como no soy humana, me pregunto qué soy y qué será de mi vida.
Shimrod se reclinó y reflexionó.
—En un tiempo serviste a Tamurello. ¿Por qué?
—Era la orden insertada en mi cerebro.
—Ahora él está encerrado en una botella, pero aún se te pide que le sirvas.
Melancthe torció la boca en una mueca reprobatoria.
—¿Por qué lo dices?
—Murgen me ha informado.
—¿Y qué sabe él?
—Lo suficiente para hacer preguntas serias. ¿Cómo te llegan esas órdenes?
—No tengo órdenes exactas, sólo impulsos e insinuaciones.
—¿Quién las imparte o emite?
—A veces creo que son de mi propia invención. Cuando siento esos estados de ánimo, me exalto y estoy plena de vida.
—Alguien te recompensa por tu cooperación. ¡Debes ser prudente! Tamurello está sentado en una botella de vidrio, con la nariz entre las rodillas. ¿Quieres que te pase lo mismo?
—Eso no ocurrirá.
—¿Fueron ésas las instrucciones de Desmëi?
—Por favor, no pronuncies ese nombre.
—Es preciso pronunciarlo, pues es sinónimo de «condenación». Tu condenación, si le permites usarte como instrumento.
Melancthe se puso de pie y se dirigió a la ventana.
Shimrod continuó:
—Acompáñame una vez más a Trilda. Te limpiaré totalmente del hedor verde. Burlaremos a Desmëi la bruja. Serás totalmente libre y estarás totalmente viva.
Melancthe se volvió hacia Shimrod.
—No sé nada de ningún hedor verde, ni de Desmëi. Márchate.
Shimrod se levantó.
—Hoy piensa en ti y en qué quieres hacer de tu vida. Regresaré en el ocaso, y tal vez desees acompañarme.
Melancthe pareció no oír. Shimrod salió de la habitación y se fue de la villa.
El día transcurrió hora tras hora. Shimrod se sentó a la mesa de la posada observando el sol. Al atardecer echó a andar playa arriba. Pronto llegó a la villa blanca. Fue a la puerta delantera y golpeó con el llamador.
La puerta se entreabrió. Se asomó Lillas, la criada.
—Buenas noches —dijo Shimrod—. Quiero hablar con tu ama.
Lillas lo miró sorprendida.
—No está aquí.
—¿Dónde está? ¿En la playa?
—Se ha ido.
—¿Ido? —repitió Shimrod—. ¿Adónde?
—Quién sabe.
—¿Qué le ha ocurrido?
—Hace una hora llamó alguien. Era Torqual, el ska. Entró, cruzó el vestíbulo y pasó a la sala. Mi señora estaba sentada en el diván, y se levantó de un brinco. Los dos se miraron un instante, y yo observé desde la puerta. Él dijo una sola palabra: «¡Ven!». Mi ama se quedó quieta, como vacilando. Torqual se le acercó, la cogió de la mano y se la llevó. Ella no opuso resistencia. Caminaba como una sonámbula.
Shimrod escuchaba con una tensión creciente en el estómago. Lillas hablaba a borbotones:
—Había dos caballos en el camino. Torqual alzó a mi ama, la montó en uno y él subió al otro. Cabalgaron hacia el norte. ¡Y ahora no sé qué hacer!
—Haz lo de costumbre —logró articular Shimrod—. No te han dado otras instrucciones.
—¡Buen consejo! —dijo Lillas—. Tal vez ella venga dentro de poco.
—Tal vez…
Shimrod regresó por la playa hasta la Posada del Sol Poniente. Por la mañana fue de nuevo a la villa blanca, pero sólo encontró a Lillas.
—¿No recibiste noticias de tu ama?
—No, señor. Ella está lejos. Lo siento en los huesos.
—También yo —Shimrod recogió un guijarro del suelo. Lo frotó entre sus dedos y se lo entregó a Lillas—. En cuanto regrese tu ama, lleva este guijarro afuera, arrójalo al aire y di: «¡Ve a Shimrod!» ¿Comprendes?
—Sí, señor.
—¿Qué harás?
—Arrojaré el guijarro al aire y diré: «¡Ve a Shimrod!»
—Correcto. Aquí tienes un florín de plata para que te refresque la memoria.
—Gracias, señor.
Shimrod se elevó sobre las montañas y llegó a la meseta pedregosa de Swer Smod. Al entrar en el patio, descubrió que los dos grifos se disponían a disfrutar de su comida matinal, la cual incluía dos grandes trozos de carne vacuna, cuatro aves asadas, un par de lechones, dos tajadas de salmón en salmuera, una porción de queso blanco y varias hogazas de pan fresco. Al ver a Shimrod se levantaron furiosamente de la mesa y se le acercaron como dispuestos a descuartizarlo.
Shimrod alzó la mano.
—¡Moderación, por favor! ¿No os ha ordenado Murgen que mejoraseis vuestros modales?
—Aprobó nuestra actitud vigilante —dijo Vuwas—. Nos pidió que fuéramos más moderados con personas de manifiesto buen carácter.
—Tú no encajas en esa descripción —dijo Vus—. Así que debemos cumplir con nuestro deber.
—¡Alto! Soy Shimrod, y estoy aquí por asuntos legítimos.
—Eso está por verse —dijo el verde Vus. Con una zarpa abrió un surco en la acera de piedra—. Primero debemos cerciorarnos de tu honestidad, lo cual haremos en cuanto terminemos de comer.
—Ya nos engañaste en una ocasión —dijo Vuwas—. ¡Nunca más! Si cruzas esa línea, te devoraremos como aperitivo.
Shimrod obró un pequeño encantamiento.
—Yo preferiría ser sometido de inmediato a vuestra investigación, pero veo que estáis ansiosos por atender a vuestros invitados.
—¿Invitados? —preguntó Vuwas—. ¿Qué invitados?
Shimrod señaló; los grifos se volvieron para descubrir a ocho mandriles con pantalones y sombreros rojos devorando el refrigerio. Unos estaban a un lado de la mesa, otros enfrente, y otros tres encima.
Vus y Vuwas rugieron encolerizados y corrieron a ahuyentar a los mandriles. Estos no se dejaron desalentar, y brincaron de aquí para allá, pisando el salmón en salmuera y arrojando comida a los grifos. Shimrod aprovechó la confusión para cruzar el patio y llegó hasta la alta puerta de hierro. Cuando le permitieron entrar, se dirigió al gran salón.
Como en su anterior visita un fuego ardía en el hogar. La esfera que colgaba del techo irradiaba un fulgor verde y hostil. Murgen no estaba a la vista.
Shimrod se sentó ante el fuego y esperó. Al cabo de un rato volvió la cabeza y observó la esfera colgada. Dos ojos negros relucían en la viscosidad verde. Shimrod volvió a mirar el fuego.
Murgen entró en la habitación y se reunió con Shimrod.
—Pareces abatido —dijo Murgen—. ¿Cómo fueron las cosas en Ys?
—Bastante bien, en ciertos aspectos —Shimrod le refirió lo que había ocurrido en la Posada del Sol Poniente y en la villa de Melancthe—. Averigüé poco que no supiéramos ya, excepto la participación de Torqual.
—¡Es importante, y significa una conspiración! Recuerda que primero visitó a Melancthe para saber qué órdenes tenía.
—Pero en la segunda ocasión ignoró las órdenes y se la llevó contra su voluntad.
—Con cierto cinismo, debo señalar que no tuvo que obligarla demasiado.
Shimrod escrutó el fuego.
—¿Qué sabes de Torqual?
—No mucho. Era un noble ska que se convirtió en renegado, y ahora es un forajido que vive del pillaje, la sangre y el terror. Sus ambiciones quizá sean más amplias.
—¿Por qué lo dices?
—¿Acaso no lo insinúa su conducta? El rey Casmir desea que provoque una revuelta entre los barones ulflandeses. Torqual coge el dinero de Casmir y actúa por su cuenta, sin provecho para Casmir. Si Aillas pierde el control de las montañas, Torqual querrá ser el gobernante, y quién sabe a qué aspirará después. ¿Ulflandia del Norte y del Sur? ¿Godelia? ¿El este de Dahaut?
—Por suerte, es una perspectiva improbable.
Murgen miraba fijamente el fuego.
—Torqual es un hombre implacable. Sería un placer colgarlo dentro de una botella al lado de Tamurello. Lamentablemente, no puedo infringir mi propia ley… a menos que me dé razones. Y estas razones pueden estar a punto de surgir.
—¿Por qué?
—La instigadora de este asunto, en mi opinión, tiene que ser Desmëi. ¿Dónde se esconde? Está usando una apariencia insospechada o tal vez se oculte donde nadie pueda hallarla. ¡Sus esperanzas florecen y bullen! Se ha vengado de Tamurello, pero no de la raza de los hombres. Aún no está saciada.
—Tal vez viva pasivamente dentro de Melancthe, esperando y observando.
Murgen negó con la cabeza.
—Se vería limitada y demasiado vulnerable, pues yo lo sabría de inmediato. Por otra parte, Melancthe, o una criatura como ella, quizá sea el recipiente que Desmëi desee llenar en última instancia.
—Es trágico que una cosa tan bella sea sometida a usos tan humillantes —suspiró Shimrod. Se reclinó en la silla—. Sea como fuere eso no me concierne.
—En efecto. Pero ahora debo olvidar este asunto. Otros problemas requieren mi atención. La estrella Achernar manifiesta una extraña actividad, especialmente en las regiones más alejadas. Entretanto Joald se agita en las profundidades. Debo descubrir si existe una relación.
—En ese caso, ¿qué hay de mí?
Murgen se frotó la barbilla.
—Instalaré un monitor. Si Torqual recurre a la magia, intervendremos. Si es sólo un forajido, por muy cruel que sea, el rey Aillas y sus ejércitos deberán hacerse cargo.
—Yo propiciaría una acción más directa.
—Sin duda. Pero nuestra meta es la participación mínima. El edicto es una fuerza frágil. Si nos sorprenden infringiéndolo, su carácter inhibitorio se esfumará como el humo.
—Una palabra más. Tus demonios están peor que nunca. Amilanarían a una persona tímida. Debes enseñarles mejores modales.
—Me encargaré de ello.
Al final del verano, con el olor del otoño en el aire, la familia real salió de Sarris con rumbo a Haidion. Los sentimientos no eran unánimes. El rey Casmir echaría de menos la vida informal de Sarris. La reina Sollace no veía el momento de abandonar aquel rústico ambiente. A Cassander le daba lo mismo: los compañeros de juerga, las doncellas coquetas y las diversiones alegres eran tan accesibles en Haidion como en Sarris, o quizá más. La princesa Madouc, como el rey, dejaba Sarris de mala gana. Comentó a la dama Desdea, no una sino varias veces, que Sarris le sentaba muy bien, y que preferiría no regresar a Haidion. Desdea no le prestó atención y los deseos de Madouc no se vieron realizados. A regañadientes, hosca y aburrida, Madouc subió al carruaje real para emprender el largo viaje de regreso a la ciudad de Lyonesse. Con voz valiente pero hueca, Madouc declaró su intención de cabalgar en Tyfer, señalando que sería mejor para todos. Quienes viajaran en el carruaje disfrutarían de mayor espacio, y el ejercicio haría bien a Tyfer. Desdea enarcó glacialmente las cejas ante la propuesta.
—¡Imposible, desde luego! Se consideraría una conducta escandalosa, propia de una campesina. Las gentes de la campiña te mirarían asombradas… o se echarían a reír al verte trotar orgullosamente entre la polvareda.
—¡No pensaba cabalgar entre la polvareda! Preferiría ir a la cabeza de la procesión, delante del polvo.
—¿Y qué espectáculo darías, encabezando el séquito en tu intrépido corcel Tyfer? Me sorprende que no quieras también llevar cota de malla y enarbolar un estandarte, como un heraldo.
—No pensaba en nada parecido. Yo sólo…
Desdea alzó la mano.
—¡No digas más! Por una vez debes conducirte con dignidad, y viajar con la reina. Se permitirá que tus doncellas se sienten junto a ti en el carruaje, para tu diversión.
—Por eso deseo montar en Tyfer.
—Imposible.
Así se hicieron las cosas. A pesar de la insatisfacción de Madouc, el carruaje partió de Sarris con Madouc sentada frente a la reina Sollace, y con Devonet y Chlodys al lado de la princesa.
En el plazo previsto la partida llegó al castillo de Haidion, y se reanudó la rutina. Madouc volvió a ocupar sus viejos aposentos, que de pronto le parecieron sofocantes. «¡Qué raro! —pensó Madouc—. En un solo verano he crecido siglos, y desde luego me he vuelto mucho más sabia. Me pregunto…» Se llevó las manos al pecho y reparó en dos protuberancias blandas que antes no había notado. Las palpó de nuevo. No había duda. «Espero no llegar a parecerme a Chlodys», pensó Madouc.
Pasó el otoño, y luego el invierno. Para Madouc el hecho más notorio fue el retiro de la dama Desdea, que alegó dolor de espaldas, retortijones nerviosos y un malestar general. Las malas lenguas susurraron que las perfidias de Madouc y su carácter indómito al fin habían vencido y enfermado a Desdea. Lo cierto es que a fines del invierno Desdea se puso amarillenta, empezó a hincharse y terminó muriendo de hidropesía.
La sucedió una noble más joven y más flexible: Lavelle, tercera hija del duque de Wysceog.
La dama Lavelle, teniendo en cuenta los pasados intentos de educar a la obstinada princesa, cambió de táctica y trató a Madouc con cierta indiferencia. Daba por sentado —al menos eso fingía— que Madouc, atenta a sus propias ventajas, desearía aprender los trucos, señuelos y estratagemas que le permitieran desenvolverse con menos inconvenientes en la corte. Para ello Madouc debía aprender las convenciones que deseaba eludir. Así, contra su voluntad, y comprendiendo en parte la táctica de Lavelle, Madouc asimiló superficialmente algunos procedimientos cortesanos y ciertas tretas de gentil coquetería.
La época de las tormentas llegó a la ciudad de Lyonesse, trayendo consigo furiosos vientos y lluvias impetuosas. Madouc permaneció encerrada en Haidion. Al cabo de un mes el tiempo mejoró y el repentino fulgor del sol bañó la ciudad. Después de tan largo encierro, Madouc ansiaba salir a caminar al aire libre. Sin mejor destino a mano, decidió visitar el jardín oculto donde Suldrun había pasado su vida.