—Por el momento, sí.
—¡Bien! Fonsel es a veces un poco negligente y pone en jaque nuestra buena reputación. Esta noche le daré una zurra para castigarlo por su error.
Shimrod soltó una sombría risotada.
—Amigo, deja en paz al pobre Fonsel. Se arrepintió de su travesura, y merece una oportunidad de redención.
El posadero hizo una reverencia.
—Señor, meditaré atentamente sobre tu consejo.
Regresó deprisa al mostrador mientras Shimrod reiniciaba su vigilancia de Zagzig el shybalt y Torqual el ska.
La conversación terminó. Zagzig arrojó un morral sobre la mesa. Torqual aflojó el cordel y atisbo el interior. Alzó los ojos y clavó en Zagzig una pétrea mirada de disgusto. Zagzig lo miró con indiferencia, se puso de pie y se dispuso a partir de la posada.
Shimrod, previendo los movimientos de Zagzig, se le había adelantado y esperaba en el patio delantero. La luna llena iluminaba la plaza; las losas de granito eran blancas como hueso. Shimrod se ocultó a la sombra del abeto que crecía junto a la posada.
La silueta de Zagzig se recortó contra la puerta; Shimrod preparó el anillo de alambre de suheil que le había dado Murgen.
Zagzig pasó por su lado; Shimrod salió de las sombras y trató de echar el lazo sobre la cabeza de Zagzig. El alto sombrero negro lo impidió. Zagzig saltó a un costado; el alambre de suheil le arañó el rostro y le arrancó un gemido. El shybalt se volvió para encararse con Shimrod.
—¡Canalla! —jadeó Zagzig—. ¿Crees que así podrás detenerme? Ha llegado tu hora.
Abrió la boca para lanzar una bocanada de veneno. Shimrod hundió la espada Tace en la abertura; Zagzig soltó un gruñido y se desplomó en la acera bañada por la luna, transformándose en una pila de chispas y relámpagos verdes que Shimrod eludió con cuidado. Pronto sólo quedó una humareda gris, tan ligera que una fresca brisa del mar la disipó.
Shimrod regresó al comedor. Un joven vestido a la moda popular en Aquitania se había subido a un taburete alto para tocar el laúd. Tocando acordes y pasajes melódicos, entonó baladas que celebraban las hazañas de caballeros enfermos de amor y nostálgicas doncellas, según las penosas cadencias que le imponía el afinamiento de su laúd. No había rastros de Torqual; se había marchado de la sala.
Shimrod llamó a Fonsel, que se le acercó de un brinco.
—¿Qué deseas, señor?
—La persona llamada Torqual. ¿Se aloja en la Posada del Sol Poniente?
—¡No, señoría! Salió hace un instante por la puerta lateral. ¿Traigo más vino para su merced?
Shimrod asintió con un ademán pomposo.
—Huelga decir que no deseo beber agua.
—¡Desde luego, señor!
Shimrod se quedó una hora bebiendo vino y escuchando las tristes baladas de Aquitania. Finalmente se sintió inquieto y salió a la noche. La luna flotaba en medio del cielo. La plaza estaba vacía; las blancas losas de piedra relucían como antes. Shimrod caminó hasta el muelle y continuó por la explanada hasta el camino de la costa. Allí se detuvo para mirar playa arriba. Al cabo de unos minutos se alejó. Melancthe no lo recibiría con agrado a esas horas de la noche.
Shimrod regresó a la posada. El juglar de Aquitania había partido, junto con la mayoría de los clientes. Torqual no estaba por ningún lado. Shimrod subió a su cuarto y se dispuso a descansar.
Por la mañana Shimrod desayunó frente a la posada, desde donde podía observar la plaza. Dio cuenta de una pera, un cuenco de potaje con crema, varias lonjas de tocino frito, una rebanada de pan negro con queso y ciruelas en salmuera. El calor del sol resultaba grato en contraste con los frescos aires del mar; Shimrod desayunó sin prisa, alerta pero relajado. Aquél era día de mercado; movimientos, sonidos y colores animaban la plaza. Por doquier los mercaderes habían instalado mesas y puestos desde los que pregonaban las virtudes de sus mercancías. Los pescadores exhibían sus mejores pescados y batían triángulos de hierro para que todos miraran. Entre los puestos trajinaban los clientes, en su mayoría amas de casa y criadas que rezongaban, regateaban, pesaban, juzgaban, criticaban y ocasionalmente soltaban unas monedas.
También cruzaban la plaza otras gentes: un cuarteto de melancólicos sacerdotes del Templo de Atlante; marinos y mercaderes de tierras lejanas, algunos factores yssei que iban a inspeccionar un cargamento; un barón y su esposa que habían bajado de su agreste fortaleza en la montaña; pastores y colonos de los brezales y valles del Teach tac Teach.
Shimrod terminó el desayuno pero se quedó en la mesa comiendo uvas, preguntándose cómo continuar con su investigación.
De pronto vio a una joven de pelo oscuro cruzando la plaza. La falda naranja y la blusa rosada relucían al sol. Shimrod reconoció a la criada de Melancthe. Llevaba un par de cestos vacíos y obviamente se dirigía al mercado.
Shimrod se incorporó y siguió a la joven. En el puesto de un vendedor de fruta la joven se puso a escoger naranjas. Shimrod observó un instante, se acercó y le tocó el codo. Ella dio media vuelta pero no reconoció a Shimrod en su disfraz.
—Ven conmigo un momento —dijo Shimrod—. Necesito hablar contigo.
La criada titubeó y se apartó.
—Es algo relacionado con tu ama —dijo Shimrod—. No sufrirás ningún daño.
Intrigada y renuente, la criada siguió a Shimrod hacia la plaza.
—¿Qué quieres de mí?
Shimrod habló con voz tranquilizadora.
—No recuerdo tu nombre… tal vez nunca lo supe.
—Soy Lillas. ¿Por qué ibas a conocerme? No te recuerdo.
—Hace un tiempo visité a tu ama. Tú me abriste la puerta. ¿Me recuerdas ahora?
Lillas escrutó el rostro de Shimrod.
—De algún modo me resultas familiar, aunque no logro recordarte con exactitud. Habrá sido hace mucho tiempo.
—En efecto, pero todavía sigues al servicio de Melancthe…
—Sí, y no tengo queja… Ninguna, al menos, que me incite a dejarla.
—¿Es una mujer amable?
Lillas sonrió con tristeza.
—Apenas se da cuenta de si yo estoy allí o no. Aun así, no le agradaría que yo fuese chismorreando sobre sus asuntos.
Shimrod extrajo un florín de plata.
—No repetiré a nadie lo que digas, así que no se podrá considerar un chismorreo.
Lillas aceptó la moneda sin mayor convicción.
—En verdad, estoy preocupada por ella. No entiendo su conducta. A menudo pasa horas sentada, mirando distraídamente el mar. Yo realizo mis tareas y ella no me presta atención, como si yo fuera invisible.
—¿Recibe visitantes?
—Rara vez. Aun así, esta mañana… —Lillas titubeó y miró por encima del hombro.
Shimrod insistió:
—¿Quién la visitó esta mañana?
—Vino temprano… un hombre pálido y alto con una cicatriz en la cara. Creo que era un ska. Llamó a la puerta y yo abrí. Dijo: «Di a tu señora que Torqual está aquí». Lo hice pasar al vestíbulo. Fui a ver a Melancthe y le di el mensaje.
—¿Ella se sorprendió?
—Creo que estaba perpleja y algo disgustada, pero no del todo sorprendida. Vaciló apenas un instante y luego fue al vestíbulo. Yo la seguí pero me quedé espiando detrás de las cortinas. Los dos se miraron un instante. Luego Torqual dijo: «Me dicen que debo obedecer tus órdenes. ¿Qué sabes tú de este arreglo?» Melancthe respondió: «No estoy segura de nada».
»Torqual preguntó: «¿No me esperabas?»
»Mi señora replicó: «Vino un aviso, pero nada está claro y debo reflexionar. ¡Márchate ahora! Si tengo órdenes para ti, te lo haré saber».
»Esto pareció divertir a Torqual. «¿Y cómo lo harás?»
»“Por medio de una señal. Si tomo la decisión, una urna negra aparecerá en el muro, junto al portón. Si ves la urna negra, puedes regresar.”
»El hombre llamado Torqual sonrió y saludó con un gesto casi principesco. Sin más palabras abandonó la villa. Eso ocurrió esta mañana. Me alegra habértelo contado pues Torqual me asusta. Es obvio que sólo puede acarrear desgracias a mi señora Melancthe.
—Tus temores están bien fundados —dijo Shimrod—. De todos modos, quizás ella prefiera no tener tratos con Torqual.
—Quizá.
—¿Melancthe está en casa ahora?
—Sí, mirando el mar, como de costumbre.
—La visitaré. Quizá pueda corregir la situación.
—¿No revelarás que hemos hablado de sus asuntos? —preguntó Lillas con ansiedad.
—Claro que no.
Lillas regresó al puesto de frutas. Shimrod cruzó la plaza y se dirigió al camino del puerto. Sus sospechas quedaban confirmadas. Tal vez la participación de Melancthe fuera sólo pasiva y continuara siéndolo, pero el único rasgo definido de Melancthe era su imprevisibilidad.
Shimrod miró al norte, hacia la villa blanca. No había razones para demorarse, salvo su propia renuencia a enfrentarse con Melancthe. Se dirigió al norte por el camino de la playa y pronto llegó al muro blanco. No se veía ninguna urna negra.
Cruzó el jardín, fue hasta la puerta y golpeó con el llamador.
No hubo respuesta.
Shimrod golpeó por segunda vez, con el mismo resultado.
La villa parecía desierta.
Shimrod se alejó despacio de la puerta y se detuvo junto al portón. Miró hacia el norte, camino arriba. Descubrió a Melancthe a poca distancia, acercándose sin prisa. No se sorprendió: así había sido en sus sueños.
Shimrod aguardó mientras el sol caía a plomo sobre la arena del camino. Melancthe se acercó: una doncella esbelta y morena con una túnica blanca, larga hasta las rodillas, y sandalias. Dirigiendo a Shimrod una mirada impasible, cruzó el portón, dejando tras de sí el tenue aroma a violetas que la acompañaba siempre.
Melancthe fue hacia la puerta. Shimrod la siguió en silencio y entró en la villa. Ella atravesó el vestíbulo y entró en una habitación alargada con una ventana en arco que daba hacia el mar. Acercándose a la ventana Melancthe contempló pensativa el horizonte. Shimrod se quedó en la puerta, mirando aquí y allá, estudiando la habitación. Pocas cosas habían cambiado desde su última visita. Las paredes estaban blanqueadas; en el piso de mosaico tres alfombras mostraban chillones dibujos anaranjados, rojos, negros, blancos y verdes. Los únicos muebles eran una mesa, algunas sillas, un diván y un aparador. No había ornamentos en las paredes, ningún objeto que expresara un punto de vista personal ni el carácter de Melancthe. Las llamativas alfombras parecían traídas de las montañas Atlas; Shimrod sospechó que la criada Lillas las habría comprado y colocado, sin que Melancthe prestara mucha atención.
Ésta se volvió finalmente hacia Shimrod, y le mostró una extraña sonrisa.
—¡Habla, Shimrod! ¿Por qué estás aquí?
—¿Me reconoces, a pesar de mi disfraz?
Melancthe se sorprendió.
—¿Disfraz? No veo ningún disfraz. Tú eres Shimrod, dócil, quijotesco e indeciso como siempre.
—Sin duda —dijo Shimrod—. Al cuerno con mi disfraz; no puedo ocultar mi identidad. ¿Has decidido cuál es la identidad de Melancthe?
Melancthe hizo un gesto airoso.
—Eso no viene al caso. ¿Qué quieres de mí? Dudo que hayas venido para analizar mi carácter.
Shimrod señaló el diván.
—Sentémonos. Es fatigoso hablar de pie.
Melancthe se encogió de hombros y se acomodó en el diván; Shimrod se sentó a su lado.
—Estás tan bella como siempre.
—Eso me dicen.
—La última vez que nos vimos, te agradaban los capullos venenosos. ¿Aún tienes esa inclinación?
Melancthe meneó la cabeza.
—Ya no se encuentran esos capullos. Pienso a menudo en ellos. Eran maravillosamente atractivos, ¿no crees?
—Eran fascinantes, aunque maléficos.
—Yo no lo creía así. Los colores eran muy variados, y los aromas eran insólitos.
—Aun así, créeme, representaban los aspectos del mal: los muchos sabores de la purulencia, por así decirlo.
Melancthe sonrió y meneó la cabeza.
—No entiendo esas tediosas abstracciones, y dudo de que el esfuerzo lograra divertirme, pues me aburro fácilmente.
—Por curiosidad, ¿conoces el significado de la palabra «mal»?
—Parece significar lo que uno desee.
—La palabra es general. ¿Conoces la diferencia, por ejemplo, entre amabilidad y crueldad?
—Nunca he pensado en ello. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque sí he venido para estudiar tu carácter.
—¿De nuevo? ¿Por qué razón?
—Deseo averiguar si eres «buena» o «mala».
Melancthe se encogió de hombros.
—Es como si yo preguntara si tú eres ave o pez… y esperara una respuesta cabal.
Shimrod suspiró.
—En fin. ¿Cómo anda tu vida?
—La prefiero a la inexistencia.
—¿En qué ocupas cada día?
—Observo el cielo y el mar; a veces camino entre las olas y construyo caminos en la arena. De noche estudio las estrellas.
—¿No tienes amigos?
—No.
—¿Y qué hay del futuro?
—El futuro se detiene en el Ahora.
—En cuanto a eso, no estoy tan seguro —dijo Shimrod—. A lo sumo es una verdad a medias.
—¿Y qué? Una verdad a medias es mejor que ninguna, ¿no te parece?
—En absoluto —dijo Shimrod—. Soy un hombre práctico, trato de controlar la forma de los «ahoras» que están al acecho, en vez de someterme a ellos mientras acontecen.
Melancthe hizo un gesto de indiferencia.
—Eres libre de actuar como te plazca.
Recostándose en los cojines, miró hacia el mar. Finalmente Shimrod dijo:
—Pues bien: ¿eres «buena» o «mala»?
—No lo sé.
Shimrod se irritó.
—Hablar contigo es como visitar una casa vacía.
Melancthe reflexionó un instante antes de responder.
—Tal vez —dijo— estés visitando la casa equivocada. O quizá tú seas el visitante equivocado.
—Vaya —dijo Shimrod—, eso pareces decirme. Veo que eres capaz de pensar.
—Pienso constantemente, día y noche.
—¿Y cuáles son tus pensamientos?
—No los comprenderías.
—¿Tus pensamientos te producen placer? ¿Te traen paz?
—Como siempre, haces preguntas que no puedo responder.
—Son bastante sencillas.
—Para ti, sin duda. En cuanto a mí, llegué desnuda y vacía al mundo; sólo se me exigía imitar la humanidad, no volverme humana. No sé qué clase de criatura soy. Este es el tema de mis reflexiones. Son complicadas. Como no conozco las emociones humanas, he elaborado un compendio totalmente nuevo, que sólo yo puedo sentir.