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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 3 - Madouc (9 page)

BOOK: Lyonesse - 3 - Madouc
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—¿Y eso es tan infame?

—No demasiado, ya que no estaré allí.

—¡Aja! Corres grandes peligros. ¡Desdea se quedará tiesa de contrariedad!

—Debe aprender a ser más razonable. Si le apetece bailar, muy bien, no me molesta. Puede girar, saltar, patear y brincar en círculos, mientras no me obligue a hacer lo mismo. ¡Ésa es una conducta razonable!

—¡Pero las cosas no son así! Todos deben aprender a actuar con propiedad. Nadie está exento de ello, ni siquiera yo.

—¿Por qué no estás entonces en el cotillón, sudando y brincando con los demás?

—Ya tuve mi dosis, no temas. Ahora es tu turno.

—No lo toleraré, y esto es lo que Desdea debe meterse en la cabeza.

Cassander rió.

—¡Este motín te supondrá otra zurra!

Madouc irguió la cabeza con desdén.

—¡No importa! No soltaré una queja, y pronto se cansarán de aporrearme.

Cassander rió con brusquedad.

—¡Te equivocas! La semana pasada comenté este tema con Tanchet, el segundo torturador. Afirma que los débiles que al instante chillan, gorgotean y gimen espantosamente son los que llevan mejor suerte, pues el torturador pronto decide que ha realizado bien la faena. ¡Sigue mi consejo! ¡Algunos gritos y un par de espasmos te ahorrarán muchos cosquilleos en la piel!

—Eso merece una reflexión —dijo Madouc.

—O, desde otra perspectiva, podrías tratar de actuar con mansedumbre, para evitar las palizas.

Madouc meneó la cabeza dubitativamente.

—Mi madre, la princesa Suldrun, actuó con mansedumbre, pero no logró escapar a un horrible castigo que no merecía. Ésa es mi opinión.

—Suldrun desobedeció la orden del rey —dijo Cassander con tono mesurado—, y así se acarreó desgracias.

—No obstante, me parece un tratamiento muy cruel para infligir a una hija.

Ese tema inquietaba a Cassander.

—No somos quiénes para cuestionar la justicia real.

Madouc miró a Cassander con frialdad. Él frunció el ceño.

—¿Por qué me miras así?

—Algún día serás rey.

—Es posible… Espero que ese día tarde en llegar. No tengo prisa por gobernar.

—¿Tratarías a una hija de esa manera?

Cassander frunció los labios.

—Haría lo que me pareciera correcto y propio de un rey.

—Y si yo aún fuera soltera, ¿intentarías casarme con un príncipe gordo y maloliente, para hacerme infeliz por el resto de mi vida?

Cassander resopló con fastidio.

—¿Para qué haces preguntas sin sentido? Serás adulta mucho antes de que yo lleve la corona. Algún otro se encargará de concertar tu matrimonio.

—No lo creo —masculló Madouc.

—No oí lo que dijiste.

—No importa. ¿Visitas a menudo el viejo jardín donde murió mi madre?

—Hace años que no voy.

—Llévame ahora.

—¿Ahora? ¿Cuándo deberías estar en el cotillón?

—Ningún momento podría ser más apropiado.

Cassander miró hacia el palacio. Al no ver a nadie, agitó la mano con resignación.

—¡Debería mantenerme a distancia de tus delirios! Pero por el momento no tengo nada mejor que hacer. Ven pues, mientras Desdea duerme. No me agradan las quejas y reproches.

—Yo he aprendido la mejor reacción —dijo Madouc sabiamente—. Finjo una estúpida perplejidad, de modo que se agotan dando explicaciones y se olvidan de todo lo demás.

—¡Ah, Madouc, eres taimada! Ven, antes que nos sorprendan.

Los dos tomaron por el camino cubierto que conducía hacia la Muralla de Zoltra, más allá del naranjal, por un pasaje húmedo que atravesaba la muralla hasta la plaza de armas que quedaba frente al Peinhador, un sitio llamado «El Urquial». A la derecha, la muralla viraba bruscamente hacia el sur; en el ángulo, un bosquecillo de alerces y enebros ocultaba una deteriorada poterna de madera negra.

Cassander, que ya empezaba a arrepentirse, atravesó el bosquecillo, maldiciendo las zarzas y el polen de los alerces. Procuró abrir la poterna y protestó ante la resistencia de la ruinosa madera. Apoyó el hombro contra ella y empujó con fuerza; la poterna se abrió con un chirrido de oxidados goznes de hierro. Cassander cabeceó celebrando su victoria contra el obstáculo. Le hizo un gesto a Madouc.

—¡Mira! ¡El jardín secreto!

Los dos estaban en la entrada de un pequeño y angosto valle que descendía hacia una playa con forma de media luna. En otro tiempo el jardín había respetado el clásico estilo arcadio, pero ahora estaba cubierto de árboles y arbustos de toda clase: roble, olivo, laurel, mirto; hortensia, heliotropo, asfódelo, verbena, tomillo púrpura. En el camino de la playa, una amalgama de bloques de mármol y algunas columnas revelaban el asentamiento de una antigua villa romana. La única estructura que permanecía en pie era una pequeña capilla, ahora cubierta de liquen y con tufo a piedra húmeda.

Cassander señaló la capilla de piedra.

—Allí es donde Suldrun se refugiaba de la intemperie. Pasó muchas noches solitarias en ese pequeño lugar —cabeceó con amargura—. Y también algunas noches no tan solitarias, por las que pagó un alto precio en dolor y sufrimiento.

Madouc pestañeó para reprimir las lágrimas y miró hacia otro lado.

—Todo ocurrió hace muchos años —protestó Cassander—. Uno no debe llorar por siempre.

Madouc miró el largo declive del jardín.

—¡Era mi madre, a la que no conocí, y era mi padre, al que arrojaron a un pozo! ¿Cómo puedo olvidar tan fácilmente?

Cassander se encogió de hombros.

—No lo sé. Pero te aseguro que malgastas tus emociones. ¿Deseas ver el resto del jardín?

—Sigamos la senda para ver adonde lleva.

—Va aquí y allá, y finalmente desciende a la playa. Suldrun entretenía sus días pavimentando la senda con guijarros de la playa. Las lluvias han deshecho el sendero. Ha quedado poco de su trabajo… y de su vida.

—Excepto yo.

—¡Excepto tú! Un gran logro, sin duda.

Madouc ignoró aquella broma de mal gusto.

—Desde luego —dijo Cassander reflexivamente—, no te pareces a ella. Evidentemente te pareces a tu padre, quienquiera que haya sido.

—Si mi madre lo amaba —respondió Madouc con vehemencia—, tenía que ser sin duda un hombre de alta cuna y noble temperamento. No obstante, me llaman «bastarda» e insisten en que no tengo linaje.

Cassander frunció el ceño.

—¿Quién comete semejante descortesía?

—Las seis doncellas que me asisten.

Cassander estaba asombrado.

—¿De veras? Parecen tan dulces y bonitas… sobre todo Devonet.

—Ella es la peor. Es una pequeña serpiente.

Cassander ya no se mostraba tan disgustado.

—Bueno, las niñas pueden ser pérfidas en ocasiones. Lamentablemente, son hechos que no se pueden negar. ¿Deseas continuar?

Madouc se detuvo en el sendero.

—¿Suldrun no tenía amigos que la ayudaran?

—Nadie que se atreviera a desafiar al rey. El sacerdote Umphred venía en ocasiones. Decía que deseaba convertirla al cristianismo. Sospecho que deseaba otra cosa, la cual sin duda le fue negada. Tal vez por esta razón la delató ante el rey.

—Así que el sacerdote Umphred fue el traidor.

—Supongo que lo consideró su deber.

Madouc asintió, asimilando la información.

—¿Por qué se quedó? Yo habría saltado la muralla y me habría ido al instante.

—Conociéndote, te creo. Suldrun, por lo que recuerdo, era de naturaleza soñadora y cándida.

—Aun así, no tenía por qué quedarse. ¿No tenía espíritu?

Cassander reflexionó.

—Tal vez siempre abrigó esperanzas de que el rey la perdonara. ¿Y qué le esperaba si huía? No le gustaban la suciedad y el hambre, ni el gélido viento de la noche, ni la certidumbre de una violación.

Madouc desconocía el significado exacto de esa palabra.

—¿Qué significa «violación»?

Cassander se lo explicó con términos pomposos. Madouc apretó los labios.

—¡Qué conducta tan tosca! Si alguien lo intentara conmigo, no lo toleraría un instante, y sin duda tendría muchas cosas que decirle.

—A Suldrun también le disgustaba la idea. Así termina la historia, y sólo quedan recuerdos y la princesa Madouc. ¿Has visto ya bastante de este viejo jardín?

Madouc miró en torno.

—Es un lugar apacible y sobrecogedor. El mundo está lejos. Bajo el claro de luna debe de ser triste, y tan bello como para romperte el corazón. No quiero regresar nunca aquí.

6

Una criada informó a Desdea que Madouc había regresado al castillo en compañía del príncipe Cassander.

Desdea se quedó atónita. Había pensado en reprender a aquella niña díscola y someterla a seis horas punitivas de lecciones de baile. La participación del príncipe Cassander alteraba la situación. Castigar a Madouc implicaría una crítica al príncipe, y Desdea no deseaba correr semejante riesgo. Algún día Cassander sería rey, y los reyes se distinguían por su buena memoria.

Desdea giró sobre los talones y se encaminó hacia los aposentos de la reina, donde halló a Sollace reposando entre sus cojines mientras el padre Umphred le leía un pergamino con sonoros salmos en latín.

Sollace no entendía el significado, pero la voz del padre la relajaba, y entretanto se refrescaba con natillas y miel.

Desdea aguardó con impaciencia a que el padre terminara de leer; luego, en respuesta al gesto inquisitivo de Sollace, refirió la última fechoría de Madouc.

Sollace escuchó sin inmutarse y sin interrumpir su refrigerio.

Desdea habló con creciente apasionamiento:

—¡Estoy desconcertada! En vez de respetar mis instrucciones, Madouc prefirió vagabundear con el príncipe Cassander, desoyendo mi mandato. Si tuviera menor rango, uno sospecharía que la domina un demonio, un ésper u otra entidad maligna. ¡Así de perversa es esa niña!

La reina Sollace no logró enfervorizarse.

—Es un poco rebelde, sin duda.

Desdea elevó el tono de voz.

—¡Estoy perdiendo el juicio! Ni siquiera se digna desafiarme. Simplemente no me presta atención. ¡Es como hablarle al aire!

—Esta tarde le daré una reprimenda —dijo la reina—. O quizá mañana, si decido zurrarla. Por el momento, tengo otros asuntos en mente.

El padre Umphred se aclaró la garganta.

—Alteza, quizá me permitas una sugerencia.

—¡Desde luego! ¡Valoro tus consejos!

El padre Umphred unió las yemas de los dedos.

—La dama Desdea aludió a la posibilidad de una influencia extraña. Considerando la situación, esto me parece improbable… pero no inimaginable, y la Santa Iglesia reconoce tales aflicciones. Como precaución, recomiendo que la princesa Madouc sea bautizada para que adopte la fe cristiana y sea instruida en los preceptos de la ortodoxia. Las rutinas de la devoción, la meditación y la plegaria la persuadirán, con delicadeza pero con severidad, de profesar esas virtudes de obediencia y humildad que tanto anhelamos inculcarle.

La reina Sollace dejó el cuenco vacío.

—La idea es meritoria, pero me pregunto si esta propuesta agradará a la princesa Madouc.

El padre Umphred sonrió.

—Un niño es el último en apreciar lo que es puro y bueno. Si el entorno de Haidion resulta demasiado estimulante para la princesa, podemos enviarla al convento de Bulmer Skeme. La madre superiora es eficaz y rigurosa cuando surge la necesidad.

La reina Sollace se recostó en el diván.

—Consultaremos el asunto con el rey Casmir.

Sollace esperó a que el rey Casmir hubiera cenado y el vino lo hubiera ablandado un poco. Luego, como por casualidad, introdujo el nombre de Madouc en la conversación.

—¿Has oído la última novedad? Madouc no se comporta como yo desearía.

—Bah —gruñó el rey Casmir—. No tiene tanta importancia. Estoy harto de esa constante cantinela.

—No es para tomarlo a la ligera. Con insolencia y deliberación desobedeció las instrucciones de Desdea. El padre Umphred está convencido de que Madouc debería recibir el bautismo e iniciarse en la doctrina cristiana.

—¿Qué? ¿Qué tontería es ésa?

—No es una tontería —dijo Sollace—. Desdea está atormentada por la angustia. Sospecha que Madouc está desquiciada o poseída por un demonio.

—¡Absurdo! Esa niña está llena de energía —por diversas razones, Casmir nunca había mencionado a Sollace el origen de Madouc, ni el hecho de que tenía sangre de hadas. Gruñó—: Es un poco rara, quizá, pero sin duda lo superará.

—El padre Umphred cree que Madouc necesita una educación religiosa, y yo estoy de acuerdo.

—¡Eres demasiado complaciente con ese cura! —dijo Casmir con irritación—. Si no se guarda sus opiniones, lo expulsaré de aquí.

—¡Sólo nos preocupa la salvación del alma eterna de Madouc! —dijo envaradamente Sollace.

—Es una criatura lista. Deja que ella se preocupe por su alma.

—Hum —resopló Sollace—. Quien despose a Madouc se llevará muchas sorpresas.

El rey Casmir rió glacialmente.

—En eso dices verdad, y por varias razones. En todo caso, dentro de una semana partiremos hacia Sarns y todo cambiará.

—Desdea tendrá más dificultades que nunca —moqueó Sollace—. Madouc se pondrá salvaje como una liebre.

—Pues Desdea tendrá que cazarla, si desea cumplir con su deber.

—Restas importancia a las dificultades —dijo Sollace—. En cuanto a mí, Sarris ya me aburre bastante, sin necesidad de añadirle problemas.

—El aire del campo te hará bien —dijo Casmir—. Todos lo pasaremos bien en Sarris.

III
1

Todos los veranos el rey Casmir se trasladaba con su servidumbre y su corte a Sarris, una vasta residencia al nordeste de la ciudad de Lyonesse. La finca, situada a orillas del río Glame, en una región de parques ondulantes, era muy agradable. Sarris no alardeaba de elegancia ni de grandeza. La reina Sollace, por lo pronto, consideraba que las comodidades de Sarris eran muy inferiores a las de Haidion, y la describía como «un enorme establo». También deploraba la rústica informalidad que, pese a sus esfuerzos, dominaba la vida de Sarris y que, en su opinión, reducía la dignidad de la corte y volvía perezosa a la servidumbre.

Se hacía poca vida social en Sarris, exceptuando algunos banquetes con los que el rey Casmir agasajaba a algunos nobles locales a quienes Sollace encontraba aburridos. A menudo mencionaba su tedio al rey Casmir: «No me agrada vivir como una campesina, con animales que braman frente a la ventana de mi alcoba y gallos que cacarean antes del alba». El rey Casmir hacía oídos sordos a tales quejas. Sarris era bastante cómodo para tratar asuntos de estado; allí podía dedicarse a la cetrería o a cazar en los parques y, cuando la cacería se ponía emocionante, llegaban hasta gran distancia, en ocasiones hasta la linde del Bosque de Tantrevalles, que quedaba más al norte.

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