Read Lyonesse - 3 - Madouc Online

Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 3 - Madouc (5 page)

BOOK: Lyonesse - 3 - Madouc
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—Supongo que no habrás realizado esa tarea mientras cabalgabas.

—Majestad, la prisa y el deber nos transforman a todos en héroes.

—Interesante —Casmir se sirvió vino en uno de los picheles y señaló la segunda silla—. Siéntate, buen Robalf, y cuéntame las noticias con comodidad.

Robalf posó sus flacas asentaderas en el borde de la silla.

—Majestad, me encontré con Torqual en el lugar acordado y, usando tus palabras y hablando con tu regia autoridad, le comuniqué tu orden de venir a la ciudad de Lyonesse. Lo insté a que se preparase al instante, para que juntos cabalgáramos hacia el sur por la Trompada.

—¿Y su respuesta?

—Enigmática. Al principio calló, y pensé que ni siquiera me había oído. Luego pronunció estas palabras: «No iré a la ciudad de Lyonesse».

»Lo recriminé por ello, citando nuevamente la autoridad del rey. Torqual, finalmente, me entregó un mensaje para ti.

—Vaya —masculló Casmir—. ¿De veras? ¿Y cuál era el mensaje?

—Debo advertirte, sire, que hizo gala de poco tacto y omitió los títulos apropiados.

—No importa. Repite el mensaje —Casmir bebió del pichel de madera de haya.

—Ante todo, envió sus más amables y fervientes saludos, con la esperanza de que continúes gozando de buena salud. Es decir, dirigió extraños sonidos al viento y así fue como yo interpreté su sentido. Luego declaró que sólo el temor por su vida le impedía una plena e instantánea obediencia a tus instrucciones. Luego requirió fondos en plata u oro, en cantidad adecuada para sus necesidades, que describió como considerables.

Casmir apretó los labios.

—¿Ese es todo el mensaje?

—No, sire. Declaró que lo colmaría de regocijo el reunirse contigo, si tú te dignaras visitar un sitio llamado Cerro de Mook.

Me dio instrucciones para llegar a ese lugar, y las repetiré si lo deseas.

—No por el momento —Casmir se reclinó en la silla—. Para mis oídos, ese mensaje tiene un sabor de impertinente insolencia. ¿Cuál es tu opinión?

Robalf frunció el ceño y se relamió los labios.

—Majestad, te ofreceré mi sincero análisis, si eso deseas.

—¡Habla, Robalf! Ante todo, valoro la sinceridad.

—Muy bien, majestad. En la conducta de Torqual entreveo no tanto insolencia como indiferencia mezclada con un oscuro sentido del humor. Torqual parece vivir en un mundo donde está a solas con el Destino; donde los demás, tanto tu augusta persona como yo, somos sólo sombras coloreadas, por usar una figura grandilocuente. En síntesis, en vez de complacerse en una deliberada insolencia, Torqual se desinteresa de tu regia sensibilidad. Si deseas tratar con él, debes hacerlo conociendo este hecho. Esa es mi opinión, al menos —Robalf miró de soslayo a Casmir, cuyo rostro no daba indicio de sus emociones.

Casmir habló al fin, con voz tranquilizadoramente serena.

—¿Se propone obedecerme o no? Eso es lo más importante.

—Torqual es imprevisible —dijo Robalf—. Sospecho que en el futuro no lo hallarás más dócil que en el pasado.

Casmir cabeceó lacónicamente.

—Robalf, has hablado con precisión, y ciertamente has aclarado los misterios que rodean a ese perverso asesino.

—Me alegra servirte, majestad.

Casmir reflexionó un instante y preguntó:

—¿Te relató alguno de sus logros?

—En efecto, pero con cierta renuencia. Habló de la toma del castillo de Glen Gath y de la consiguiente muerte del barón Nols y sus seis hijos; mencionó el incendio de la fortaleza de Maltaing, morada del barón Ban Oc, en cuya ocasión todos fueron consumidos por las llamas. Ambos señores eran servidores acérrimos del rey Aillas.

Casmir gruñó.

—Aillas ha enviado cuatro compañías en persecución de Torqual. Ése es mi último informe. Me pregunto cuánto sobrevivirá Torqual.

—Mucho depende de él mismo —dijo Robalf—. Puede ocultarse en las rocas o en la sierra y evitar que lo encuentren. Pero si sale para realizar incursiones, algún día sufrirá un revés de la suerte. Lo seguirán hasta su guarida y lo arrinconarán.

—Sin duda tienes razón —dijo Casmir. Golpeó la mesa. Eschar entró en la sala.

—¿Majestad?

—Paga a Robalf una bolsa de diez florines de plata, junto con una pesada moneda de oro. Luego alójalo cómodamente en las cercanías.

Robalf inclinó la cabeza.

—Gracias, majestad.

Ambos salieron del Salón de los Suspiros.

Casmir se quedó pensando. Ni la conducta ni las hazañas de Torqual eran satisfactorias. Casmir le había ordenado que enemistara a los barones valiéndose de emboscadas, pistas falsas, rumores y engaños. Sus actos de saqueo, asesinato y rapiña sólo servían para que lo consideraran un bandido salvaje contra quien todos debían unirse, a pesar de antiguas rencillas y sospechas. La conducta de Torqual servía para unir a los barones, no para sembrar discordia.

Casmir emitió un gruñido de insatisfacción. Bebió del pichel y lo dejó bruscamente en la mesa. La fortuna no le sonreía. Torqual, considerado como instrumento político, había resultado antojadizo y probablemente inútil. Debía de estar loco. Aillas se había atrincherado en Poelitetz, frustrando la gran ambición de Casmir. Sin embargo, otra preocupación aún más profunda lo atormentaba: la predicción realizada años atrás por Persilian, el Espejo Mágico. Las palabras nunca cesaban de resonar en la mente de Casmir:

El hijo de Suldrun conseguirá,

antes de haber fenecido,

ocupar su legítimo puesto

en Cairbra an Meadhan.

Si logra ese cometido,

la Mesa Redonda hará suya,

para aflicción de Casmir,

y Evandig será su trono.

Los términos de la profecía habían desconcertado a Casmir desde un principio. Suldrun había alumbrado una sola hija, la princesa Madouc, o eso parecía, y las estrofas de Persilian sonaban descabelladas. Pero Casmir sabía que las cosas nunca eran así, y al final se conoció la verdad y el pesimismo de Casmir quedó justificado. Suldrun había tenido un varón y las hadas de Thripsey Shee se lo habían llevado, cambiándolo por una niña hada a la que no querían. Inadvertidamente, el rey Casmir y la reina Sollace habían criado a esa niña, presentándola al mundo como «princesa Madouc».

La profecía de Persilian era ahora menos paradójica y por tanto más ominosa. Casmir había enviado a sus agentes a buscar al niño, pero en vano: el primogénito de Suldrun no aparecía por ningún lado.

Sentado en el Salón de los Suspiros, aferrando el pichel de madera de haya con su gruesa mano, Casmir se devanaba los sesos con la misma pregunta que había formulado mil veces: «¿Quién es el maldito niño? ¿Cómo se llama? ¿Dónde reside, tan discreto y oculto a mi conocimiento? ¡Ah, con cuánta prontitud pondría fin a este asunto, si lo supiera!»

Como de costumbre, las preguntas no le trajeron respuestas, y su desconcierto persistió. En cuanto a Madouc, todos la habían aceptado por mucho tiempo como hija de la princesa Suldrun, y ahora no podía repudiarla. Para legitimar su presencia, se había entretejido una romántica historia acerca de un noble caballero, secretas citas de amor en el viejo jardín, juramentos de matrimonio susurrados en el claro de luna, y por último el bebé que se había convertido en la deliciosa princesita, amada por la corte. La historia era tan buena como cualquiera, y por lo demás se correspondía bastante con la verdad, excepto por la identidad del bebé. En cuanto a la identidad del amante de Suldrun, nadie la conocía y a nadie importaba excepto al rey Casmir, que en su furia había arrojado al joven a una mazmorra sin siquiera saber su nombre.

Para Casmir, la princesa Madouc representaba sólo un fastidio. Según el saber tradicional, los niños de las hadas, cuando se alimentaban con comida humana y vivían en un entorno humano, perdían gradualmente su carácter semihumano y se asimilaban al reino de los mortales. Pero también se oían historias acerca de criaturas que nunca cruzaban esa frontera y conservaban su temperamento extraño y desaforado: inconstante, artero, irritable. Casmir se preguntaba cómo sería la princesa Madouc. Ciertamente era diferente de las demás doncellas de la corte, y a veces le causaba perplejidad e inquietud.

A esas alturas Madouc no sabía nada sobre su verdadero origen. Creía ser hija de Suldrun: así se lo habían asegurado, ¿por qué iba a ser de otra manera? Empero, había elementos discordantes en los relatos presentados por la reina Sollace y las damas designadas para instruirla en la etiqueta cortesana, Desdea y Marmone. Madouc recelaba de las dos, pues ambas se proponían cambiarla de un modo u otro, a pesar de su resolución a permanecer tal como era.

Madouc tenía ahora nueve años. Era inquieta y activa, de piernas largas, con un delgado cuerpo de muchacho y el rostro sagaz y bonito de una niña. A veces se ceñía su mata de bucles cobrizos con una cinta negra; en ocasiones los dejaba derramarse sobre la frente y las orejas. Sus ojos eran de un dulce azul celeste y la boca, ancha. Gesticulaba y se movía al compás de sus sentimientos. Se la consideraba díscola y terca; las palabras «caprichosa», «perversa» e «incorregible» se usaban a veces para describir su temperamento.

Cuando Casmir se enteró de los detalles del nacimiento de Madouc, reaccionó con alarma, incredulidad y furia, hasta el extremo de que Madouc lo habría pasado mal si su cuello hubiera estado al alcance del rey. Cuando Casmir se calmó, comprendió que no tenía más opción que encarar la situación con buen semblante; sin duda a los pocos años podría concertar un matrimonio ventajoso para Madouc.

Casmir salió del Salón de los Suspiros y regresó a sus aposentos. Atravesó la elevación de la Torre del Rey, donde el corredor se transformaba en una galería cubierta que dominaba el patio desde una altura de cuatro metros. Cuando llegó al portal que daba a la galería, Casmir se detuvo al ver a Madouc. Estaba en una de las arcadas, erguida de puntillas para atisbar el patio.

Casmir hizo una pausa para observarla, frunciendo el ceño con aquella mezcla de sospecha y de disgusto que a menudo le despertaban Madouc y sus actividades. Notó que en la balaustrada, junto al codo de Madouc, había un cuenco de membrillos podridos, y que ella sostenía uno en la mano. Madouc estiró el brazo hacia atrás y arrojó el membrillo contra un blanco del patio. Miró un instante y retrocedió, muerta de risa.

Casmir se le acercó.

—¿Qué maldad estás tramando?

Madouc se volvió sobresaltada y lo miró atónita, la cabeza hacia atrás, la boca entreabierta. Casmir se asomó. En el patio estaba la dama Desdea, mirando hacia arriba encolerizada, enjugándose fragmentos de membrillo del cuello y del corpiño, el elegante tricornio torcido. Enmudeció de sorpresa al ver al rey Casmir, y por un instante se quedó tiesa. Luego, con una rápida reverencia, se acomodó el sombrero y se apresuró a entrar en el castillo.

Casmir se retiró despacio y miró a Madouc.

—¿Por qué le arrojaste fruta a la dama Desdea?

—Porque Desdea pasó primero, antes que Marmone —dijo Madouc con toda ingenuidad.

—¡No se trata de eso! —exclamó el rey Casmir—. En este momento Desdea cree que yo la manché con fruta podrida.

Madouc asintió con seriedad.

—Tal vez sea mejor. Tomará la reprimenda con mayor seriedad que si viniera misteriosamente de ninguna parte.

—¿De veras? ¿Y cuáles son sus defectos para merecer semejante escarmiento?

Madouc alzó los amplios ojos azules.

—Ante todo, majestad, es insoportablemente molesta y rezonga todo el tiempo. Además, es taimada como un zorro, y espía por las esquinas. También, aunque parezca increíble, insiste en que yo aprenda a hacer una buena costura.

—¡Bah! —masculló Casmir, ya aburrido con el tema—. Es evidente que tu conducta necesita un correctivo. ¡No arrojarás más fruta!

Madouc frunció el ceño y se encogió de hombros.

—La fruta es mejor que otras cosas. Creo que Desdea preferiría fruta.

—Tampoco arrojes otras cosas. Una princesa real expresa su disgusto con mayor gracia.

Madouc reflexionó un instante.

—¿Y si esas cosas cayeran por su propio peso?

—No debes permitir que ninguna sustancia, repugnante, dañina, perniciosa o de ninguna clase, caiga ni se aleje de ti con rumbo a la dama Desdea. ¡En síntesis, desiste de esas actividades!

Madouc frunció la boca con insatisfacción; parecía que el rey Casmir no se rendía ante la lógica ni la persuasión. Madouc no gastó más palabras.

—De acuerdo, majestad.

El rey Casmir echó otro vistazo al patio y continuó su camino. Madouc se demoró un instante y luego siguió al rey por el pasaje.

II
1

Madouc se equivocaba. El episodio del patio había afectado muchísimo a la dama Desdea, pero eso no la indujo a alterar de inmediato su actitud filosófica ni sus métodos de enseñanza. Mientras Desdea apretaba el paso por los oscuros corredores del castillo de Haidion, sentía un gran desconcierto. Se preguntaba: «¿En qué me equivoqué? ¿Cuál fue el error que enfadó de tal modo a Su Majestad? Ante todo, ¿por qué me mostró su disgusto de ese modo tan extravagante? ¿Hay aquí algún simbolismo que no comprendo? ¡Sin duda él ha reconocido la tarea diligente y abnegada que he realizado con la princesa! ¡Esto es rarísimo!»

Desdea llegó al gran salón, y sintió una nueva sospecha. Se paró en seco. «¿Este asunto esconde algo más? ¿Seré víctima de intrigas? ¿Qué otra explicación es posible? O, ay de mí, ¿acaso el rey me encuentra personalmente repulsiva? He de reconocer que mi apariencia es de majestuosidad y refinamiento y que no tengo la risueña y provocativa coquetería que podría exhibir una insignificante jovenzuela, toda maquillaje, perfumes y contoneos. ¡Pero cualquier caballero con discernimiento puede reparar en mi belleza interior, que deriva de la madurez y la nobleza de espíritu!» Realmente, la apariencia de Desdea, tal como ella sospechaba, no era subyugante. Tenía huesos grandes, tobillos largos, pechos chatos y un físico algo enjuto, con un rostro largo y equino y una mata de bucles pajizos que le colgaban a ambos lados de la cara. A pesar de ello, Desdea era una experta en decoro y comprendía los matices más delicados de la etiqueta cortesana. («Cuando una dama recibe los honores de un caballero, no clava los ojos como una garza que acaba de engullir un pez, ni contorsiona el rostro en una fatua sonrisa. En cambio, murmura una frase cortés y muestra una sonrisa cálida pero moderada. Yergue el cuerpo; no se retuerce ni da brincos; no mueve los hombros ni las caderas. Mantiene los codos en contacto con el cuerpo. Cuando inclina la cabeza, puede llevarse la mano a la nuca, si el gesto le parece grácil. En ningún momento mirará al vacío, ni llamará o hará señas a sus amigos, ni escupirá en el suelo ni hará comentarios impertinentes que resulten embarazosos para el caballero»). Desdea jamás había tenido una experiencia como la del patio. Mientras marchaba por el corredor, seguía abrumada por la perplejidad. Llegó a los aposentos de la reina Sollace y recibió autorización para entrar. Encontró a la reina reclinada entre cojines de terciopelo verde, en un gran sofá. La doncella Ermelgart cepillaba la gran melena de cabello claro de Sollace. Ermelgart ya había peinado los mechones más abundantes, usando una crema nutritiva, preparada a base de almendras molidas, calomel y polvo de calcio de hueso de pavo real. Le cepilló el pelo hasta que brilló como seda amarilla, lo enrolló en un par de mechones que luego sujetaría con redes adornadas con cabujones de zafiro.

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