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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 3 - Madouc (10 page)

BOOK: Lyonesse - 3 - Madouc
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Sarris también agradaba al resto de la familia real. El príncipe Cassander gozaba de la compañía de sus camaradas; todos los días se divertían cabalgando, navegando en el río o practicando el deporte de las justas, que últimamente estaba en boga. Al anochecer practicaban otra clase de deporte con las alegres muchachas de la localidad, usando la casa abandonada de un guardabosque.

A la princesa Madouc también le agradaba esa mudanza, que al menos la liberaba de la presencia de sus seis doncellas. Su pony Tyfer estaba siempre listo, y todos los días Madouc cabalgaba alegremente por los prados, con Pymfyd como palafrenero. No todo era perfecto; tenía que comportarse de manera acorde con su rango. Sin embargo, Madouc prestaba poca atención a las restricciones impuestas por Desdea, y seguía sus propias inclinaciones.

Finalmente Desdea llevó a Madouc aparte para tener una conversación muy seria.

—Querida mía, es hora de que la realidad entre en tu vida. Debes aceptar que eres la princesa Madouc de Lyonesse, no una moza vulgar sin rango ni responsabilidades.

—De acuerdo, Desdea. Lo tendré en cuenta. ¿Puedo irme?

—Aún no, apenas he empezado. Trato de indicarte que cada uno de tus actos redunda en crédito o descrédito tuyo y de la familia real. Más aún, del reino entero. ¡Es abrumador pensarlo! ¿Lo tienes claro?

—Sí, Desdea. Sin embargo…

—¿Sin embargo qué?

—Nadie parece reparar en mi conducta salvo tú. Así que en realidad tiene poca importancia, y el reino no corre peligro.

—¡Tiene muchísima importancia! —exclamó Desdea—. ¡Los malos hábitos son fáciles de adquirir y difíciles de abandonar! Debes aprender las buenas y gráciles costumbres que te granjearán admiración y respeto.

Madouc asintió dubitativamente.

—No creo que nadie vaya a admirar mis bordados ni a respetar mis pasos de baile.

—No obstante, son habilidades y gracias que debes aprender, y aprender bien. El tiempo pasa, los días vuelan, los meses se vuelven años aunque tú no lo notes. Dentro de poco se hablará de compromisos, y entonces tú y tu conducta seréis sometidos al más riguroso escrutinio y el más severo análisis.

Madouc hizo una mueca de disgusto.

—Si alguien me somete a su escrutinio, no necesitará un gran análisis para saber qué pienso de él.

—Querida mía, ésa no es la actitud atinada.

—No importa, no quiero saber nada de eso. Que busquen sus compromisos en otra parte.

Desdea rió con desdén.

—No hables con tantas ínfulas, pues sin duda cambiarás de parecer. En todo caso, espero que empieces a ensayar una conducta cortés.

—Sería una pérdida de tiempo.

—¿De veras? Piensa en esto: un noble príncipe llega a Lyonesse con la esperanza de encontrar a una princesa púdica y pura, encantadora y delicada. Pregunta: «¿Dónde está la princesa Madouc, quien, espero, será bella, amable y bondadosa?». Por toda respuesta señalan por la ventana y dicen: «Pues allá va». El príncipe mira por la ventana y te ve correteando, el pelo hecho un revoltijo, con todo el encanto y la gracia de un demonio del infierno. ¿Entonces, qué?

—Si el príncipe es sabio, pedirá su caballo y se marchará en seguida —Madouc se levantó de un brinco—. ¿Has terminado? En tal caso, me alegraré de irme.

—Vete.

Desdea guardó un rígido silencio durante diez minutos. De pronto se levantó y se dirigió al tocador de la reina. Encontró a Sollace con las manos hundidas en una mezcolanza de tiza en polvo y leche de vencetósigo, con lo cual esperaba mitigar los efectos del agua del campo.

La reina Sollace se volvió hacia ella.

—¡Vaya, Ottile! ¡Qué cara traes! ¿Es desesperación, pesadumbre o un simple retortijón intestinal?

—¡Interpretas mal mis emociones, majestad! Acabo de hablar con la princesa Madouc y debo presentar un informe desalentador.

Sollace suspiró.

—¿Otra vez? Empiezo a sentir apatía cuando mencionan su nombre. Ella está en tus manos. Enséñale decoro y gracilidad, baile y costura. Eso será suficiente. Dentro de pocos años el matrimonio nos librará de ella. Hasta entonces, deberemos ser pacientes con sus extravagancias.

—Si sólo fuera «extravagante», como dices tú, majestad, yo podría habérmelas con ella. En cambio, se ha transformado en una mocosa rústica e insolente. Nada por el río, donde yo no puedo aventurarme; trepa a los árboles y se oculta en el follaje cuando la llamo. Su refugio favorito es el establo, y siempre apesta a caballo. No sé cómo controlarla.

Sollace sacó las manos de la mixtura y decidió que el tratamiento ya era suficiente. Su criada empezó a limpiarle la pasta, y Sollace protestó:

—¡Cuidado, Nelda! ¡Me estás despellejando viva! ¿Crees que estoy hecha de cuero?

—Perdón, majestad. Tendré más cuidado. ¡Tus manos lucen bellísimas ahora!

La reina Sollace asintió de mala gana.

—Por eso soporto estas penurias. ¿Qué decías, Ottile?

—¿Qué haremos con la princesa Madouc?

Sollace la miró con ojos bovinos.

—No entiendo cuál es su falta.

—Es indisciplinada, rebelde y desaliñada. Tiene manchas en la cara y paja en el cabello, si es que esa melena roja y revuelta merece tal denominación. Es descuidada, impúdica, obstinada y revoltosa.

La reina Sollace suspiró una vez más y seleccionó una uva del cuenco que tenía a su lado.

—Comunica mi disgusto a la princesa y dile que sólo quedaré satisfecha cuando se comporte con propiedad.

—Ya lo he hecho diez veces, y es como hablarle al viento.

—Vaya. Sin duda está tan aburrida como yo. Esta vida rústica te saca de quicio. ¿Dónde están las doncellas que tan amablemente la asistían en Haidion? Eran delicadas, dulces y agradables. Sin duda Madouc aprovecharía bien ese ejemplo.

—Eso pensaría yo, en un caso común.

La reina Sollace cogió otra uva.

—Manda a por dos o tres de esas doncellas. Especifica que deben guiar a Madouc de manera gentil y discreta. El tiempo vuela, y ya debemos prepararnos para el futuro.

—¡En efecto, alteza!

—¿Quién era esa doncella rubia, tan simpática y sagaz? Es como yo era a su edad.

—Sin duda te refieres a Devonet, hija del duque Malnoyard Odo, del castillo de Folize.

—Que venga a Sarris, junto con otra. ¿A quién escogeremos?

—Ydraint o Chlodys. Yo diría Chlodys, que es más soportable. Me encargaré de ello de inmediato. Aun así, no esperes milagros.

Una semana después Devonet y Chlodys llegaron a Sarris y recibieron instrucciones de la dama Desdea.

—El aire campestre —explicó con sequedad— ha afectado extrañamente a la princesa Madouc, quizá dándole energías en exceso. Ha descuidado el decoro, y también se ha vuelto caprichosa. Esperamos que saque partido del ejemplo que vosotras le ofreceréis, y quizá de vuestros prudentes consejos.

Devonet y Chlodys fueron a reunirse con Madouc. Al cabo de una larga búsqueda la encontraron encaramada a un cerezo, comiendo unas cerezas rechonchas y rojas.

Madouc no se alegró de verlas.

—Pensé que habríais ido a pasar el verano en vuestras casas. ¿Tan pronto se cansaron de vosotras?

—En absoluto —dijo Devonet con altivez—. Estamos aquí por invitación real.

—La reina cree que necesitas compañía adecuada —añadió Chlodys.

—Ja —dijo Madouc—. Nadie me preguntó qué quería yo.

—Debemos servirte de ejemplo —dijo Devonet—. Para empezar, una dama refinada no desearía que la hallaran encaramada a un árbol.

—Entonces soy una dama refinada —dijo Madouc—, pues no deseaba que me hallaran.

Chlodys miró hacia las ramas.

—¿Las cerezas están maduras?

—Bien maduras.

—¿Son sabrosas?

—Muy sabrosas.

—Ya que las tienes a mano, podrías recoger algunas para nosotras.

Madouc escogió un par de cerezas y las arrojó a las manos de Chlodys.

—He aquí algunas picoteadas por los pájaros.

Chlodys miró las cerezas arrugando la nariz.

—¿No hay ninguna mejor?

—Ciertamente. Si subís al árbol, podréis cogerlas.

Devonet irguió la cabeza.

—No quiero ensuciarme la ropa.

—Como gustes.

Devonet y Chlodys se sentaron en la hierba y se pusieron a cuchichear. En ocasiones miraban a Madouc y reían burlonamente.

Madouc bajó entre las ramas y brincó al suelo.

—¿Cuánto tiempo os quedaréis en Sarris?

—Estamos aquí por decisión de la reina —dijo Devonet. Miró a Madouc de arriba abajo y rió incrédula—. ¡Llevas pantalones de hombre!

—Si me hubieras hallado en el árbol sin pantalones, tendrías más motivos para irritarte —replicó fríamente Madouc.

Devonet olisqueó con desdén.

—Ahora que estás en el suelo, ve a cambiarte. Un bonito vestido te sentará mucho mejor.

—No si decido ir a cabalgar con Tyfer.

Devonet parpadeó.

—¡Oh! ¿Y adonde irías?

—A cualquier parte. Tal vez a la orilla del río.

—¿Quién es Tyferl? —preguntó Chlodys con delicado énfasis.

Madouc la miró con asombro.

—¡Qué cosas tan raras pasan por tu mente! Tyfer es mi caballo. ¿Qué otra cosa podría ser?

Chlodys rió.

—Lograste confundirme.

Madouc se alejó sin decir palabra.

—¿Adónde vas? —preguntó Devonet.

—Al establo.

Devonet contrajo su bonito rostro.

—No quiero ir al establo. Hagamos otra cosa.

—Podemos sentarnos en el jardín a jugar al avecilla o al salto de la rana —sugirió Chlodys.

—¡Eso parece divertido! —dijo Madouc—. Empezad el juego. Pronto vendré a participar.

—¡Con sólo dos no es divertido! —declaró Chlodys.

—Además —terció Devonet—, Desdea desea que te hagamos compañía.

—Para que aprendas buenos modales —añadió Chlodys.

—De eso se trata, en efecto —dijo Devonet—. Sin linaje, no se puede esperar que aprendas esas cosas de un modo natural, como nosotras.

—Tengo un buen linaje en alguna parte —replicó Madouc—. Estoy segura de ello, y algún día emprenderé la búsqueda… quizá pronto.

Devonet sofocó una risotada.

—¿Emprenderás la búsqueda en el establo?

Madouc le dio la espalda y echó a andar. Devonet y Chlodys la siguieron contrariadas.

—¡Espera! —dijo Chlodys—. Iremos contigo, pero debes comportarte con propiedad.

Más tarde Devonet y Chlodys presentaron su informe a Desdea. Ambas estaban molestas con Madouc, pues no había accedido a ninguno de sus deseos.

—¡Nos mantuvo esperando una eternidad, mientras cepillaba a Tyfer y le trenzaba la crin!

Pero faltaba lo peor. Madouc terminó con Tyfer y se lo llevó, pero no regresó. Las dos muchachas fueron a buscarla. Caminaban por el establo cuando una puerta se abrió de golpe, arrojándolas desde el borde de piedra a los excrementos. Madouc se asomó para preguntarles por qué jugaban en el estiércol. «Esa conducta no es propia de damas —les dijo altivamente—. ¿No tenéis respeto por la decencia?» Desdea deploró el lamentable episodio.

—Debéis tener más cuidado. De todos modos, Madouc no debe pasar tanto tiempo con ese caballo. ¡Mañana me encargaré de ello! Nos dedicaremos a tejer, disfrutando de las tortas de miel y la sangría.

Al anochecer, las tres muchachas cenaron ave fría y budín de cebollas en una agradable habitación que daba sobre el parque. El príncipe Cassander quiso acompañarlas. A una orden suya, el camarero trajo una jarra de vino claro y dulzón. Cassander se reclinó en la silla, bebiendo y explayándose sobre sus teorías y hazañas. Él y sus compañeros pensaban cabalgar al día siguiente hasta Flauhamet una ciudad de la Calle Vieja donde se celebraba una gran feria.

—Habrá justas
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—dijo Cassander—. Tal vez yo acepte un par de retos, si la competencia es justa. No deseamos medirnos con palurdos y campesinos, eso por descontado.

A pesar de su temprana edad, Devonet siempre estaba dispuesta a valerse de sus encantos:

—¡Has de ser muy valiente para correr semejantes riesgos!

Cassander hizo un gesto expansivo.

—Ésta es una habilidad compleja, integrada por la práctica, el dominio del caballo y la destreza natural. Alardeo de ser bueno. Las tres deberíais venir a Flauhamet, al menos para ver la feria. Entonces, cuando luchemos llevaremos vuestras cintas. ¿Qué os parece?

—Magnífico —dijo Chlodys—. Pero Desdea tiene otros planes para mañana.

—Por la mañana nos sentaremos a bordar en el invernáculo, mientras maese Jocelyn canta al son del laúd —Devonet miró de soslayo a Madouc—. Por la tarde la reina reunirá a la corte y nosotras asistiremos, como corresponde.

—Bien, debéis hacer lo que Desdea considere apropiado —dijo Cassander—. Tal vez haya otra ocasión antes de que termine el verano.

—¡Eso espero! —dijo Devonet—. ¡Sería fascinante ver cómo derrotas a tus oponentes!

—No es tan fácil —dijo Cassander—. Y quizá los únicos contrincantes sean campesinos montados en caballos de tiro. Ya veremos.

2

Temprano por la mañana, cuando el sol todavía enrojecía el horizonte, Madouc se levantó de la cama, se vistió, desayunó potaje e higos en la cocina y corrió hacia el establo. Buscó a Pymfyd y le ordenó que ensillara a Tyfer y su propio caballo.

Pymfyd parpadeó, bostezó y se rascó la cabeza.

—No es divertido ni sensato cabalgar tan temprano.

—¡No intentes pensar, Pymfyd! Ya he tomado las decisiones. Limítate a ensillar los caballos sin demora.

—¿Qué prisa hay? —gruñó Pymfyd—. El día es joven, y el día es largo.

—¿No está claro? Quiero evitar a Devonet y Chlodys. Has oído mis órdenes. Por favor, cúmplelas deprisa.

—Muy bien, alteza —Pymfyd ensilló lánguidamente los caballos y los sacó del establo—. ¿Adónde piensas ir?

—Por aquí, camino arriba, tal vez hasta la Calle Vieja.

—¿La Calle Vieja? Eso está a mucha distancia. Seis o siete kilómetros.

—No importa. Es un hermoso día y los caballos ansían correr.

—¡Pero no estaremos de vuelta para la cena! ¿Debo sufrir hambre por esta causa?

—¡Vamos, Pymfyd! Hoy tu estómago no es importante.

—Tal vez no para gentes de la realeza, que mordisquean a voluntad tortas de azafrán y callos con miel. Yo soy un tipo vulgar con un vientre vulgar, y ahora tendrás que esperar a que encuentre pan y queso para comer.

—¡Date prisa!

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