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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 3 - Madouc (8 page)

BOOK: Lyonesse - 3 - Madouc
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—¿Qué hay de mi madre, la princesa Suldrun? ¿Era ella decorosa?

Cassander enarcó las cejas y miró de soslayo a Madouc.

—¡Vaya una extraña pregunta! ¿Cómo responder? Con toda franqueza, estoy obligado a decir que no lo era en absoluto.

—¿Porque vivía a solas en un jardín? ¿O porque yo nací cuando ella no se había casado?

—Ninguna de ambas conductas se considera decorosa.

Madouc frunció los labios.

—Quiero saber más sobre ella, pero nadie dice nada. ¿Por qué tanto misterio?

Cassander rió amargamente.

—Hay un misterio porque nadie sabe qué sucedió.

—Dime qué sabes de mi padre.

—Puedo decirte muy poco —declaró Cassander—, porque eso es todo lo que sé. Al parecer era un apuesto vagabundo que encontró a Suldrun en el jardín y sacó partido de la soledad de la princesa.

—Quizás ella se alegró de verlo.

Cassander habló con una mojigatería poco convincente:

—Ella actuó sin decoro, y es lo único que se puede decir de Suldrun. ¡Pero él tuvo una conducta insolente! Se mofó de nuestra dignidad real, y mereció su destino.

Madouc reflexionó.

—Es muy raro. ¿Suldrun se quejó de la conducta de mi padre?

Cassander frunció el ceño.

—¡En absoluto! Parece que la pobrecilla lo amaba. Pero sé poco sobre el asunto, excepto que el sacerdote Umphred fue quien los sorprendió juntos y llevó la noticia al rey.

—Mi pobre padre recibió un terrible castigo —dijo Madouc—. No entiendo la razón.

De nuevo Cassander adoptó un tono virtuoso:

—¡La razón es clara! Era necesario dar a ese tunante una buena lección, y desalentar a quienes tuvieran intenciones parecidas.

Con un repentino temblor en la voz, Madouc preguntó:

—¿Entonces todavía vive?

—Lo dudo.

—¿Dónde está el pozo donde lo arrojaron?

Cassander señaló hacia atrás con el pulgar.

—En las rocas, detrás del Peinhador. La mazmorra está a treinta metros de profundidad, una celda pequeña y oscura en el fondo. Allí se castiga a los malhechores incorregibles y los enemigos del estado.

Madouc miró hacia la colina donde el tejado gris del Peinhador asomaba sobre la Muralla de Zoltra.

—Mi padre no era ninguna de esas cosas.

Cassander se encogió de hombros.

—Eso decidió la justicia real, sin duda correctamente.

—Sin embargo, mi madre era una princesa real. No se habría enamorado de alguien tan sólo porque se asomara por la cerca.

Cassander se encogió de hombros, dando a entender que ese misterio se le escapaba.

—Parece probable, lo admito. Pero quién sabe. Princesa real o no, Suldrun era una muchacha, y las muchachas son mujeres, y las mujeres son tan inconstantes como un capullo de diente de león al viento. Tal es mi experiencia.

—Tal vez mi padre era de alta cuna —reflexionó Madouc—. Nadie se molestó en preguntar.

—Improbable —dijo Cassander—. Era un torpe patán que recibió su merecido. ¿No estás convencida? ¡Es la ley de la naturaleza! Cada persona nace en el lugar que le corresponde y debe observarlo, a menos que el rey lo promueva para recompensar su valor en la guerra. Ningún otro sistema es propio, correcto ni natural.

—¿Y qué hay de mí? —preguntó Madouc con voz turbada—. ¿Dónde está mi «linaje»?

Cassander se echó a reír.

—Quién sabe. Te han otorgado la categoría de princesa real. Eso debería bastar.

Madouc seguía insatisfecha.

—¿A mi padre lo arrojaron al pozo junto con su «linaje»?

Cassander rió.

—Siempre que tuviera uno.

—¿Pero qué es? ¿Algo parecido a una cola? Cassander no pudo contener la hilaridad y la indignada Madouc se puso de pie y se marchó.

4

La familia real de Lyonesse acostumbraba ir a la campiña para participar en una cacería, para complacer el gusto del rey por la cetrería o simplemente para disfrutar de una excursión bucólica. El rey Casmir solía montar en su corcel negro Sheuvan, mientras que Sollace cabalgaba en un manso palafrén blanco o viajaba en el mullido asiento del carruaje real. El príncipe Cassander montaba en su brioso ruano Gildrup; la princesa Madouc correteaba de aquí para allá en su pony manchado, Tyfer.

Madouc advirtió que muchas damas de alto rango profesaban gran afecto por sus caballos y a menudo visitaban los establos para acariciarlos y darles manzanas y golosinas. Madouc empezó a imitarlas, llevando zanahorias y nabos para deleite de Tyfer cuando podía librarse de la vigilancia de las damas Desdea y Marmone y de la compañía de sus seis doncellas.

El palafrenero encargado de cuidar a Tyfer se llamaba Pymfyd. Era un mozo de doce o trece años, rubio, fuerte y voluntarioso, con un semblante honesto y una actitud servicial. Madouc lo convenció de que también lo habían destinado para servirle como asistente personal y escolta cuando fuera necesario. Pymfyd aceptó sin renuencia, pues la designación parecía indicar un avance en la jerarquía.

Una tarde encapotada con olor a lluvia en el aire, Madouc se puso una capa gris con capucha y escapó a los establos. Llamó a Pymfyd, que estaba recogiendo estiércol con el rastrillo.

—¡Ven aquí, Pymfyd! Tengo una tarea que requerirá una hora de mi tiempo, y necesitaré tu ayuda.

—¿Qué clase de tarea, alteza? —preguntó Pymfyd con cautela.

—En su momento sabrás todo lo necesario. Ven. El día es breve y las horas pasan, mientras tú vacilas y divagas.

Pymfyd soltó un gruñido.

—¿Necesitarás a Tyfer?

—Hoy no —Madouc echó a andar—. Sígueme.

Con gesto altivo, Pymfyd arrojó el rastrillo en la pila de estiércol y siguió a Madouc con pasos desganados.

Madouc avanzó por el sendero que conducía hacia la parte trasera del castillo.

—¿Adónde vamos? —preguntó Pymfyd.

—Pronto lo sabrás.

—Como digas, alteza —gruñó Pymfyd.

El sendero viraba a la izquierda, hacia el Sfer Arct; allí Madouc cogió a la derecha, para escalar la colina por un camino que subía por la ladera pedregosa hacia la mole gris del Peinhador. Pymfyd protestó con voz plañidera, pero Madouc lo ignoró. Continuó el ascenso hacia la muralla norte del Peinhador. Pymfyd, jadeante y temeroso, avanzó con repentina alarma y alcanzó a Madouc.

—Princesa, ¿adónde nos llevas? ¡Hay malhechores agazapados en las mazmorras, detrás de esas murallas!

—Pymfyd, ¿eres un malhechor?

—¡Claro que no!

—¡Entonces no tienes nada que temer!

—¡No creas! A veces los inocentes reciben los golpes más duros.

—Deja de preocuparte, Pymfyd, y en todo caso esperemos lo mejor.

—Alteza, sugiero…

Madouc le clavó su enérgica mirada azul.

—Ni una palabra más, por favor.

Pymfyd alzó los brazos.

—Como tú digas.

Madouc se volvió con dignidad y continuó subiendo junto a las murallas de negra mampostería del Peinhador. Pymfyd la siguió, huraño.

En la esquina del edificio, Madouc se detuvo y escudriñó el terreno. En un extremo del Peinhador, a cincuenta metros, se erguía una recia horca y otras máquinas de siniestro propósito, así como tres postes de hierro para la quema de malandrines y una fosa y una parrilla destinadas al mismo fin. Más cerca, a pocos metros, al fondo de una zona árida, Madouc descubrió lo que había ido a buscar: una pared circular de piedra de medio metro de altura que rodeaba una abertura de un metro y medio de diámetro.

A pesar de los rezongos de Pymfyd, Madouc cruzó el terreno pedregoso hasta la pared circular y escudriñó las negras honduras. Escuchó, pero no oyó nada. Aguzó la voz para que fuera oída en las negras profundidades.

—¡Padre! ¿Me oyes? —Prestó atención, pero no oyó ningún sonido—. Padre, ¿estás ahí? ¡Soy tu hija Madouc!

El alarmado Pymfyd se le acercó.

—¿Qué estás haciendo? Esta conducta no es apropiada, ni para ti ni para mí.

Madouc no le prestó atención. Inclinándose sobre la abertura, gritó de nuevo:

—¿Me oyes? ¡Ha pasado mucho tiempo! ¿Todavía vives? ¡Habla, por favor! ¡Soy tu hija Madouc!

Sólo un profundo silencio le respondió desde la oscuridad.

Pymfyd no estaba dotado con una gran imaginación; no obstante, sospechó que ese silencio no era normal, pues parecía que alguien escuchara conteniendo el aliento. Cogió el brazo de Madouc y susurró con alarma:

—Princesa, en este lugar se huelen los fantasmas. Si escuchas con atención, oirás sus parloteos en la oscuridad.

Madouc ladeó la cabeza y escuchó.

—¡Bah! No oigo a ningún fantasma.

—¡Porque no escuchas con atención! Vámonos, antes de que nos hagan perder el juicio.

—No digas bobadas, Pymfyd. El rey Casmir arrojó a mi padre por este agujero, y debo averiguar si aún vive.

Pymfyd miró por el conducto.

—No hay nada vivo allá abajo. En todo caso, es asunto de la realeza, y no nos concierne.

—¿Cómo que no? ¡Se trata de mi padre!

—No por ello está menos muerto.

Madouc asintió con tristeza.

—Eso me temo. Pero sospecho que dejó alguna inscripción con su nombre y su linaje. Al menos deseo averiguar eso.

Pymfyd sacudió la cabeza enérgicamente.

—No es posible. Vámonos de aquí.

Madouc no le prestó atención.

—¡Mira, Pymfyd! De aquel patíbulo cuelga una soga. Con esa soga te bajaré al fondo de este pozo. La luz será pobre, pero debes mirar bien, para ver qué ocurrió y si queda algún vestigio.

Pymfyd la miró boquiabierto.

—¿He oído bien? —tartamudeó—. ¿Sugieres que yo descienda al pozo? Es una idea descabellada.

—Vamos, Pymfyd, deprisa. Sin duda valoras mi buena opinión. Corre a la horca a buscar la soga.

Se oyó el roce de unos pasos sobre el suelo pedregoso; los dos se volvieron para ver una figura descomunal perfilada contra el cielo gris. Pymfyd aspiró aire; Madouc quedó boquiabierta.

La oscura silueta se adelantó; Madouc reconoció a Zerling, el verdugo mayor. Zerling se detuvo y se plantó con las piernas separadas y los brazos a la espalda.

Madouc sólo había visto a Zerling de lejos, y siempre le había causado escalofríos. Ahora le resultaba imponente; la proximidad no aligeraba el aire intimidatorio de Zerling. Era macizo y musculoso, casi cuadrado. El grueso rostro, con una tez entre roja y pardusca, estaba enmarcado por una mata de pelo negro y una barba negra. Usaba pantalones de cuero negro y un jubón de lona negra; llevaba una gorra redonda de cuero calada hasta las orejas. Miró de hito en hito a los niños.

—¿Para qué venís al lugar donde realizamos nuestra lúgubre faena? No es sitio para vuestros juegos.

Madouc respondió con voz clara y aguda:

—No he venido aquí para jugar.

—¡Ja! —exclamó Zerling—. Sea como fuere, princesa, sugiero que te marches de inmediato.

—¡Aún no! Vine aquí con un propósito.

—¿Y cuál es?

—Quiero saber qué le ocurrió a mi padre.

Zerling contrajo los rasgos en un gesto de perplejidad.

—¿Quién era él? No lo recuerdo.

—Sin duda lo recuerdas. Él amó a mi madre, la princesa Suldrun. Para castigarlo, el rey ordenó que lo arrojaran a este agujero. Si todavía vive, deseo saberlo, para rogar clemencia al rey.

Una risa amarga brotó de las honduras del pecho de Zerling.

—¡Llama por ese pozo cuando gustes, de día o de noche! Jamás oirás un susurro, ni siquiera un suspiro.

—¿Está muerto?

—Lo bajamos hace mucho tiempo —dijo Zerling—. En la oscuridad, la gente no dura demasiado. Es un lugar frío y húmedo, y el reo tiene poco que hacer salvo arrepentirse de sus fechorías.

Madouc miró hacia la mazmorra, la boca entreabierta.

—¿Cómo era? ¿Lo recuerdas?

Zerlmg miró por encima del hombro.

—No me corresponde observar, preguntar ni recordar. Corto cabezas y trajino en la cabria; con todo, cuando regreso de noche a mi hogar soy otro hombre, y ni siquiera mato un pollo para cocerlo.

—Muy bien, pero ¿qué hay de mi padre?

Zerling miró nuevamente por encima del hombro.

—Tal vez no deba decirlo, pero tu padre cometió una atrocidad…

—No lo creo —declaró Madouc—, pues de lo contrario yo no estaría aquí.

Zerling pestañeó.

—Estas preguntas trascienden mi competencia. Concentro mis energías en arrancar entrañas y trabajar en el patíbulo. La justicia real, por definición, es siempre atinada. Admito que en este caso me llamó la atención tanta severidad, cuando habría bastado con cercenarle las orejas y la nariz, y quizás un par de raciones de potro.

—Lo mismo pienso —dijo Madouc—. ¿Hablaste con mi padre?

—No recuerdo ningún diálogo.

—¿Y su nombre?

—Nadie se molestó en preguntar. Olvídate del asunto: es mi mejor consejo.

—Pero quiero conocer mi linaje. Todos tienen uno menos yo.

—¡No hallarás ningún linaje en ese pozo! Así que largaos de aquí, ambos, antes que cuelgue al joven Pymfyd de los pies, para mantener el orden.

—Vamos, alteza —exclamó Pymfyd—. ¡No se puede hacer más!

—¡Pero no hemos hecho nada!

Pymfyd, ya lejos, no respondió.

5

Una brillante mañana Madouc recorrió la galería principal de Haidion y entró en la sala de entrada. Mirando por el portal abierto, vio al príncipe Cassander apoyado en la balaustrada de la terraza. El príncipe contemplaba la ciudad comiendo ciruelas de una fuente de plata. Madouc miró por encima del hombro, corrió por la terraza y se reunió con él.

Cassander la miró de soslayo, primero con indiferencia, luego con sorpresa.

—¡Por las nueve ninfas de Astarté! —exclamó—. ¡He aquí una verdadera maravilla!

—¿Qué es tan maravilloso? —preguntó Madouc—. ¿Qué me digne reunirme contigo?

—¡Claro que no! ¡Me refiero a tu atuendo!

Madouc se miró con indiferencia.

Llevaba un discreto vestido blanco con flores verdes y azules bordadas en el dobladillo, y una cinta blanca que le ceñía los bucles cobrizos.

—Está bastante bien, o eso creo.

Cassander habló con voz pomposa:

—Delante de mí no veo a una picara de ojos desorbitados huyendo de una riña, sino a una princesa real dotada de gracia y delicadeza. En verdad, eres casi bonita.

Madouc rió con hosquedad.

—No es mi culpa. Me vistieron contra mi voluntad, preparándome para el cotillón.

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