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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 3 - Madouc (12 page)

BOOK: Lyonesse - 3 - Madouc
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Transcurrieron varios minutos. Madouc esperaba sin atreverse a respirar. Oyó pasos. Ossip y Sammikin pasaron por su lado sin descubrirla. Madouc cerró los ojos, temiendo que sintieran el roce de su mirada y se parasen en seco.

Ossip y Sammikin se detuvieron un instante para mirar coléricamente en torno. Sammikin, oyendo un sonido a lo lejos, señaló con el dedo y lanzó un grito gutural. Ambos corrieron hacia las honduras del bosque. El crujido de los pasos se perdió en el silencio.

Madouc permaneció acurrucada en el recoveco. Descubrió que era cálido y confortable. Cerró los párpados, y se adormiló contra su voluntad.

Pasó el tiempo. ¿Cuánto? ¿Cinco minutos? ¿Media hora? Madouc despertó entumecida. Con mucha cautela se dispuso a salir del recoveco. Vaciló. ¿Qué era aquel sonido tan tenue y tintineante? ¿Música?

Escuchó atentamente. El sonido no parecía lejano, pero el follaje de las dedaleras ocultaba su origen.

Madouc se agazapó indecisa. Era una música sencilla y despreocupada, incluso algo frívola, con extraños gorjeos y oscilaciones. Esa música, pensó Madouc, no podía asociarse con una amenaza o algo maligno. Irguió la cabeza y atisbo entre las dedaleras. Sería embarazoso que la descubrieran escondida de una forma tan humillante. Se armó de coraje y se levantó, ordenándose el pelo y sacudiéndose las hojas muertas de la ropa, sin dejar de observar el claro.

A poca distancia, sobre una piedra lisa, estaba sentada una pequeña criatura de rostro fruncido, no mucho mayor que ella, con los ojos color verde mar, la tez y el pelo castaños. Llevaba un traje de tela marrón con rayas azules y rojas, una vistosa gorra azul con un penacho de plumas de mirlo y zapatos largos y puntiagudos. En una mano sostenía una caja de madera de donde sobresalían dos docenas de lengüetas de metal; cuando acariciaba las lengüetas, salía música de la caja.

La criatura reparó en Madouc y dejó de tocar. Preguntó con voz aflautada:

—¿Por qué duermes cuando el día es tan joven? Hay tiempo para dormir durante la vigilia del búho.

—Me dormí porque me quedé dormida —respondió Madouc con su mejor voz.

—Comprendo, o al menos comprendo mejor que antes. ¿Por qué me miras así? ¿Por maravillada admiración, puedo suponer?

Madouc respondió con tacto.

—En parte por admiración, y en parte porque rara vez hablo con hadas.

—Soy un wefkin, no un hada —dijo la criatura con petulancia—. Las diferencias son obvias.

—No para mí. No del todo, al menos.

—Los wefkins son tranquilos y majestuosos por naturaleza; somos filósofos solitarios, como quien dice. Además, somos gentes galantes, orgullosas y apuestas, lo cual induce a fatídicos amoríos con los mortales y con otros semihumanos. Somos seres realmente magníficos.

—Eso es evidente —dijo Madouc—. ¿Y las hadas?

El wefkin gesticuló con desdén.

—Gente inestable, presa de las divagaciones y de los pensamientos confusos. Son criaturas sociales y requieren la compañía de su especie; de lo contrario languidecen. Charlan y parlotean, se pavonean y se acicalan; abrazan pasiones tan fervientes como fugaces. ¡El exceso extravagante es su divisa! Los wefkins son paladines del valor. Las hadas cometen actos de cruel perversidad. ¿Tu madre no te ha explicado estas diferencias?

—Mi madre no me ha explicado nada. Murió hace tiempo.

—¿«Murió»? ¿Cómo es eso?

—Está tan muerta como el gato de Diñan, y no puedo evitar pensar que fue desconsiderado de su parte.

El wefkin movió los ojos verdes y emitió un trino reflexivo con su caja melódica.

—Es una triste noticia, y estoy doblemente sorprendido, pues hablé con ella hace sólo quince días, cuando ella demostró su brío habitual… del cual no te ha negado tu justa dosis, si me permites decirlo.

Madouc meneó la cabeza con perplejidad.

—Debes de confundirme con otra persona.

El wefkin la estudió atentamente.

—¿Acaso no eres Madouc, la bella e inteligente niña ahora aceptada, aunque con cierta desgana, como «real princesa de Lyonesse» por Su Fanfarrona Majestad?

—Soy Madouc, pero mi madre fue la princesa Suldrun.

—¡Te digo que no! Eso son patrañas. Tu verdadera madre es el hada Twisk de Thripsey Shee.

Madouc miró boquiabierta al wefkin.

—¿Cómo lo sabes?

—Es de conocimiento común entre los semihumanos. Créelo o no, como tú desees.

—No cuestiono tus palabras —se apresuró a decir Madouc—. Pero la noticia me sorprende. ¿Y cómo ocurrió?

El wefkin se irguió sobre la piedra. Frotándose la barbilla con sus largos y verdes dedos, analizó a Madouc.

—¡Sí! Te referiré los detalles del caso, pero sólo si lo pides por favor… pues no querría sobresaltarte sin tu autorización expresa —el wefkin fijó sus grandes ojos verdes en el rostro de Madouc—. ¿Deseas que hable?

—¡Sí, por favor!

—De acuerdo. La princesa Suldrun dio a luz a un varón. El padre era Aillas de Troicinet. El niño es conocido ahora como príncipe Dhrun.

—¡El príncipe Dhrun! ¡Ahora estoy sorprendida de veras! ¿Cómo es posible? ¡Es mucho mayor que yo!

—¡Paciencia! Ya te enterarás de todo. Pues bien, por razones de seguridad, llevaron al bebé a un lugar del bosque. Twisk pasaba por allí y te cambió por el niño rubio, y así son las cosas. Te canjearon. Dhrun vivió en Thripsey Shee un año y un día del tiempo mortal, aunque fueron muchos años según el tiempo de las hadas: siete, ocho o quizá nueve. Nadie lo sabe, porque nadie lleva la cuenta.

Madouc guardó un desconcertado silencio.

—¿Entonces tengo sangre de hadas? —preguntó al fin.

—Has vivido largos años en lugares humanos, comiendo pan humano y bebiendo vino humano. La naturaleza de las hadas es delicada. Quién sabe hasta qué punto ha sido reemplazada por hez humana. Así son las cosas, pero a fin de cuentas la situación no es tan mala. ¿Lo preferirías de otra manera?

Madouc reflexionó.

—No quisiera cambiar mi modo de ser… sea cual fuere. Pero, en todo caso, te agradezco la información.

—¡Ahórrate el agradecimiento! Es sólo un pequeño favor… que apenas cuenta.

—En tal caso, dime quién puede ser mi padre.

El wefkin rió.

—¡Haces la pregunta con delicadeza! Tu padre podría ser tal o cual, incluso alguien que se largó. Debes preguntar a Twisk, tu madre. ¿Te gustaría conocerla?

—Muchísimo.

—Tengo un momento libre. Si me lo solicitas, te enseñaré a hallar a tu madre.

—¡Hazlo, por favor!

—¿Entonces lo solicitas?

—¡Desde luego!

—Accedo a tu solicitud con placer, y nuestra pequeña cuenta no sufrirá gran incremento. Acércate.

Madouc se alejó de las dedaleras y se aproximó al wefkin, quien exudaba un olor resinoso a hierbas aplastadas y agujas de pino, mezcladas con follaje, polen y almizcle.

—¡Observa! —dijo el wefkin pomposamente—. Cojo un hoja de juncia; abro un tajo aquí y otro allá; luego hago esto, y esto. Después soplo una bocanada de aire, con mucha suavidad, y la virtud de la hierba produce una llamada. ¡Escucha! —El wefkin sopló, y la hierba silbó suavemente—. Ahora bien, tú debes imitar este silbido con tus propios dedos.

Madouc se dispuso a hacer el silbido, pero se detuvo ante un pensamiento que la preocupaba.

—¿A qué te refieres cuando hablas de «nuestra pequeña cuenta»?

El wefkin agitó los largos dedos.

—Nada importante. Es sólo una manera de hablar.

Madouc continuó dubitativamente su labor. Se detuvo de nuevo.

—Es sabido que las hadas nunca dan algo por nada. ¿Ocurre lo mismo con los wefkins?

—¡Bah! En transacciones grandes, podría ocurrir. Los wefkins no son gentes codiciosas.

Madouc creyó detectar un tono evasivo.

—Dime, pues, ¿cómo debo pagar por tu consejo?

El wefkin se tiró de la gorra y rió embarazosamente.

—No aceptaré nada importante. Ni plata ni oro ni gemas. Me alegra servir a alguien tan ágil y bonita. Tan sólo por la alegría de la gratitud, puedes besarme la punta de la nariz, y eso saldará nuestra deuda. ¿De acuerdo?

Madouc estudió al wefkin y su nariz larga y puntiaguda, mientras el wefkin hacía gestos tontos e irrelevantes.

—Tomaré este asunto con prudencia. Rara vez beso a extraños, ni en la nariz ni en otras partes.

El wefkin frunció el ceño y subió las rodillas. Al cabo de un instante recobró el semblante amable.

—En ese sentido eres diferente de tu madre. Bien, no importa. Yo sólo pensaba… pero, como he dicho, no importa. ¿Has preparado tu flauta de hierba? Bien hecho. Sopla suavemente, con expresión amable… ¡Ah! Así es. Ahora detente, y aguarda mis instrucciones. Para llamar a tu madre debes soplar la flauta y cantar de este modo:

¡Larí-larí-lará!

Madouc ha hecho una flauta de hierba.

Con soplos suaves y airosos,

llama a Twisk de Thripsey Shee.

¡Larí-larí-lará!

¡La hija llama a la madre!

Holla el viento, cruza el lago,

surca el cielo y ven aquí.

Así canto yo, Madouc.

Madouc, tras un vacilante ensayo, inhaló profundamente para calmarse, sopló una nota suave en la flauta de hierba y repitió la canción.

Nada pareció ocurrir. Madouc miró aquí y allá, luego se volvió hacia el wefkin.

—¿Pronuncié correctamente el encantamiento?

Una voz respondió desde atrás de las dedaleras.

—Diste una buena versión —Twisk el hada se adelantó: una criatura ágil con una suave cabellera de un azul pálido ceñida por un cordel de zafiros.

—¿De veras eres mi madre? —exclamó la embelesada Madouc.

—Primero lo primero —dijo Twisk—. ¿Cómo acordaste pagar sus servicios a Zocco?

—Él quería que le besara la nariz. Le dije que pediría consejo sobre el asunto.

—¡De acuerdo! —declaró Zocco el wefkin—. En su debido momento otorgaré el consejo correcto, y eso será el final. Ya no necesitamos hablar más del asunto.

—Como soy la madre de Madouc, yo le daré el consejo, y te ahorraré el esfuerzo —dijo Twisk.

—¡No es ningún esfuerzo! ¡Soy diestro y lúcido para pensar!

Twisk no le prestó atención.

—Madouc, he aquí mi consejo: recoge ese terrón de tierra y entrégalo a ese trasgo de ojos saltones, diciendo estas palabras: «Zocco, con esta prenda te reembolso, como pleno honorario y suma total, en el presente y después, desde ahora y para siempre, en este mundo y los demás, y en cada aspecto concebible, por cada servicio que hayas realizado por mí, para mí o en mi nombre, real o imaginario, hasta los límites del tiempo, en todas las direcciones».

—¡Cantinelas, palabrejas y pamplinas! —se mofó Zocco—. Madouc, no prestes atención a esa tonta de pelo azul. Tú y yo ya hemos llegado a un acuerdo.

Twisk se adelantó despacio, y Madouc pudo verla con claridad: una adorable criatura de tez color crema y rasgos de insuperable delicadeza. Los ojos, como los de Madouc, eran maravillosos y soñadores estanques azules donde un hombre sensible bien podía perder el juicio.

—Te mencionaré, porque quizá te interese, que Zocco es célebre por su conducta lujuriosa —le dijo Twisk a Madouc—. Si le besaras la nariz, quedarías sometida a su servicio, y pronto estarías besándole en otra parte, cumpliendo sus órdenes, y quién sabe qué más.

—¡Esto es increíble! —declaró la azorada Madouc—. ¡Zocco parecía tan amable y cortés!

—Es el truco habitual.

Madouc se volvió hacia Zocco.

—Ahora he escuchado un consejo —cogió el terrón de tierra—. En vez de besarte la nariz, te ofrezco esta prenda de mi gratitud —recitó la frase que Twisk había elaborado, a pesar de los chillidos y gruñidos de Zocco.

Zocco arrojó el terrón con un gesto despectivo.

—¡Estas prendas son inútiles! No puedo comerlas, no tienen sabor. No puedo usarlas, no tienen elegancia. Y no brindan ninguna diversión.

—Silencio, Zocco —dijo Twisk—. Tus quejas son rudas.

—Además de la prenda —dijo dignamente Madouc—, y a pesar de tus horrendos planes, te brindo mi agradecimiento, pues me has reunido con mi madre, y sin duda Twisk siente la misma gratitud.

—¿Qué? —dijo Twisk—. ¡Hacía tiempo que me había olvidado de tu existencia! ¿Para qué me llamaste?

Madouc quedó boquiabierta.

—¡Te llamé porque quería conocer a mi madre! Siempre creí que estaba muerta.

Twisk rió con indulgencia.

—Qué error más absurdo. Desbordo de vitalidad.

—¡Eso veo! Lamento el error, pero me dieron información falsa.

—En efecto. Debes aprender a ser más escéptica. Pero ahora tú ya conoces la verdad y yo he de regresar a Thripsey Shee.

—¡Todavía no! —exclamó Madouc—. ¡Soy tu amada hija, y acabas de encontrarme! Además necesito tu ayuda.

Twisk suspiró.

—Siempre igual. ¿Qué quieres de mí?

—¡Estoy perdida en el bosque! Dos asesinos mataron a Pymfyd y robaron mi caballo Tyfer. Me persiguieron y me dieron un tremendo susto; también a mí querían matarme. Y me llamaron «mozuela enclenque y pelirroja».

Twisk la miró con azoramiento y reprobación.

—¿Y permitiste dócilmente que te insultarán así?

—¡De ninguna manera! Huí a la carrera y me oculté.

—¡Deberías haberles lanzado un enjambre de avispas! ¡O acortarles las piernas para que los pies les quedaran pegados a las nalgas! ¡O transformarlos en erizos!

Madouc rió con embarazo.

—No sé hacer esas cosas.

Twisk suspiró una vez más.

—He descuidado tu educación, es innegable. Bien, no hay tiempo como el presente, así que comenzaremos al instante —cogió las manos de Madouc—. ¿Qué sientes?

—Un escozor en todo el cuerpo… ¡Una sensación extrañísima!

Twisk cabeceó y retrocedió.

—Pues bien, pon así el pulgar y el índice. Susurra «Fwip» y dirige la barbilla hacia cualquier estorbo del que desees deshacerte. Puedes practicar con Zocco.

Madouc unió el pulgar y el índice.

—¿Así?

—En efecto.

—¿«Fwip»?

—Correcto.

—¿Y mover la barbilla… así?

Zocco soltó un chillido y saltó a un metro del suelo, agitando los pies en el aire.

—¡Ay, ay, ay! —gritó Zocco—. ¡Bájame!

—Has obrado el hechizo correctamente —dijo Twisk—. ¿Ves que agita los pies como si bailara? El hechizo es conocido como «cosquilleo-salto-de-trasgo».

Madouc separó el índice y el pulgar y Zocco regresó al suelo, los ojos verdes desorbitados.

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