Audry profirió una sibilante exclamación:
—¡Sarsicante! ¿Tan poco valora mi estima que se atreve a irritarme de este modo? ¡Parece mofarse de mi dignidad y del poderío de nuestras armas!
—¡En absoluto, majestad! Es culpa mía si te di esa impresión. El tono fue cortés y respetuoso, pero Aillas manifestó claramente que no custodia Ulflandia contra Dahaut, sino contra una posible agresión del rey Casmir, cuyos propósitos, según afirma, son conocidos por todos.
—¡Bah! —exclamó Audry—. ¡Eso es rebuscado! ¿Cómo podría Casmir llegar hasta la Llanura de las Sombras sin derrotar previamente a todos los ejércitos de Dahaut?
—El rey Aillas entiende que esa contingencia, aunque remota, es real. En todo caso, enfatiza su primer argumento: que las tierras le pertenecen por derecho de conquista.
—¡Un argumento engañoso e incorrecto! —exclamó desdeñosamente Rudo—. Los límites de Dahaut tienen su fundamento en la tradición. ¡No han cambiado durante siglos!
—¡Exacto! —declaró Archem—. Los ska deben ser considerados intrusos transitorios, nada más.
El rey Audry gesticuló con impaciencia.
—¡Obviamente no es tan fácil! Debo reflexionar sobre el asunto. Entretanto, Claractus, ¿no quieres compartir nuestro desayuno? Tu atuendo no es muy apropiado, pero ninguna persona cabal se atrevería a culparte por ello.
—Gracias, majestad. Comeré con gusto, pues estoy famélico.
La conversación se encauzó hacia temas más agradables, pero los ánimos se habían avinagrado y pronto Huynemer volvió a condenar la conducta provocativa del rey Aillas. Rudo y Archem compartían su punto dé vista, y ambos aconsejaron una enérgica represalia para meter en cintura al «joven advenedizo troicino».
Audry se reclinó en la silla.
—¡Muy bien! Pero me pregunto cómo haremos para escarmentar a Aillas.
—Bien, si varias compañías fuesen despachadas hacia la Marca, dando claros indicios de que nos proponemos recobrar nuestras tierras por la fuerza, Aillas se iría a trinar a otra rama.
El rey Audry se frotó la barbilla.
—Crees que él cedería si mostrásemos resolución.
—¿Se atrevería a desafiar el poderío de Dahaut?
—Supongamos que, por locura o temeridad, se negara a ceder.
—Entonces el duque Claractus golpearía con toda su fuerza para ahuyentar al joven Aillas y sus rapaces ulflandeses, que huirían por los brezales brincando como liebres.
Claractus alzó la mano.
—No deseo tanta gloria. Vosotros habéis ideado la campaña; vosotros estaréis al mando y dirigiréis el ataque.
Huynemer enarcó las cejas y miró a Claractus con frialdad.
—Majestad, presento este plan sólo como una opción que debe ser estudiada, nada más.
Audry se volvió hacia Claractus.
—¿No se considera a Poelitetz inexpugnable?
—Esa es la creencia general.
Rudo gruñó con escepticismo.
—Esa creencia nunca se ha puesto a prueba, aunque ha intimidado a las gentes durante generaciones.
Claractus sonrió hurañamente.
—¿Cómo se ataca un peñasco?
—Se podría derribar el portón con arietes.
—¿Para qué molestarse? A petición vuestra los defensores subirán el rastrillo. Cuando un buen número de nobles caballeros, digamos un centenar, haya entrado en el patio, bajarán el rastrillo y harán trizas a los cautivos.
—¡Entonces hay que escalar el Dann Largo!
—No es fácil escalar una roca mientras los enemigos arrojan piedras desde arriba.
Rudo examinó altaneramente a Claractus.
—¿Sólo nos ofreces desánimo y derrota? El rey ha manifestado sus deseos, pero desechas cada propuesta destinada a alcanzar ese propósito.
—Vuestras ideas son impracticables —declaró Claractus—. No puedo tomarlas en serio.
Archem descargó un puñetazo sobre la mesa.
—¡No obstante, el honor caballeresco exige que respondamos a esa insultante ocupación!
Claractus se volvió hacia el rey Audry.
—¡Eres afortunado, majestad, por contar con paladines tan enérgicos! ¡Son parangones de ferocidad! ¡Deberías enviarlos a luchar contra los celtas de Wysrod, que han sido una molestia tan inquietante!
Huynemer gruñó entre dientes.
—Eso no viene al caso.
Audry suspiró, soplándose el bigote negro.
—Por cierto, nuestras campañas en Wysrod nos han traído poca gloria y menor satisfacción.
—Majestad —dijo Huynemer con vehemencia—, hay grandes dificultades en Wysrod. Esos patanes son como espectros; los perseguimos por ciénagas y montes, los acorralamos; se esfuman en las brumas de Wysrod y luego nos atacan por la espalda, con gritos y aullidos y descabelladas maldiciones celtas, lo cual confunde a nuestros soldados.
Claractus se echó a reír.
—Deberíais entrenar a vuestros soldados para combatir y no para desfilar. Entonces no temerían las nieblas y las maldiciones.
Huynemer soltó una maldición de su propia cosecha.
—¡Escupitajos infernales y testículos caninos! ¡Esas palabras me disgustan! ¡Jamás se ha cuestionado mi servicio al rey!
—¡Ni el mío! —declaró Rudo—. Los celtas son un fastidio menor que pronto eliminaremos.
El rey Audry batió las palmas para aplacarlos.
—¡Calma! ¡No deseo más rencillas en mi presencia!
El duque Claractus se puso de pie.
—Majestad, he dicho duras verdades que de otra manera no oirías. Ahora, con tu venia, deseo retirarme con el fin de asearme.
—¡Hazlo, buen Claractus! Confío en que comerás con nosotros.
—Con gusto, majestad.
Claractus se marchó. Archem lo siguió con la mirada y luego se volvió con un bufido reprobatorio.
—¡Qué sujeto tan impertinente!
—Sin duda leal, y valiente como un jabalí en celo… —declaró Rudo—. Pero, como la mayoría de los provincianos, es ciego a las perspectivas amplias.
—¡Bah! —rezongó Huynemer—. ¿Sólo provinciano? Me parece rústico, con esa capa tosca y ese vozarrón.
—Parece parte de la misma condición —acotó reflexivamente Rudo—, es como si un defecto generase el otro —preguntó con cautela al rey—: ¿Qué opinas, majestad?
Audry no dio una respuesta directa.
—Meditaré sobre el asunto. Tales decisiones no se pueden tomar impulsivamente.
Tramador se acercó al rey Audry. Se agachó para murmurarle al regio oído:
—Majestad, es hora de que te pongas tu atuendo formal.
—¿Para qué? —exclamó Audry.
—Hoy, majestad, debes presidir los juicios.
Audry miró al senescal con pesadumbre.
—¿Estás seguro?
—¡Ciertamente, majestad! Los litigantes ya se están congregando en la cámara externa.
Audry suspiró con mal ceño.
—¡Así que debo habérmelas con la insensatez, la codicia y todo aquello que no me interesa! ¡Tedio e irritación! Tramador, ¿no tienes piedad? Siempre me molestas durante mis pequeños períodos de descanso.
—Lamento la necesidad de hacerlo, majestad.
—¡Ja! Supongo que no hay escapatoria.
—Lamentablemente no, majestad. ¿Usarás el Gran Salón
[5]
o la Sala Vieja?
Audry reflexionó.
—¿Qué casos debo juzgar?
Tramador extendió un pergamino.
—He aquí una lista, con los análisis y comentarios del escribiente. Hay un salteador al que se debe colgar y un tabernero que aguó el vino, a quien se debe azotar. Fuera de eso, no parece haber nada importante.
—Bien, pues que sea la Sala Vieja. Nunca me siento cómodo en Evandig; parece temblar, como si se me escurriera. Una sensación anómala como mínimo.
—¡Convengo contigo, majestad!
Los juicios siguieron su curso. El rey Audry regresó a sus aposentos, donde sus criados lo vistieron para la tarde. Sin embargo, Audry no salió de sus habitaciones de inmediato. Despidió a sus criados, se desplomó en una silla y meditó sobre los problemas expuestos por el duque Claractus.
El plan de recobrar Poelitetz por la fuerza era absurdo, desde luego. Las hostilidades con el rey Aillas sólo beneficiarían al rey Casmir de Lyonesse.
Audry se levantó, caminó de un lado a otro con la cabeza gacha y las manos entrelazadas a la espalda. En definitiva Aillas sólo había dicho una cruda verdad. Para Dahaut el peligro no estaba en las Ulflandias ni en Troicinet, sino en Lyonesse.
Claractus no sólo había traído noticias desagradables, sino que había señalado algunas realidades ingratas que Audry prefería ignorar. Las tropas daut, con sus vistosos uniformes, presentaban un magnífico espectáculo en los desfiles, pero hasta Audry concedía que su conducta en la batalla merecía ciertas dudas.
Audry suspiró. El remedio de esa situación requería medidas tan drásticas que su mente no tardó en replegarse, como las frondas de una planta sensitiva.
Audry alzó las manos. Todo iría bien. Otra cosa era impensable. ¡Problema ignorado era problema resuelto! Ésa era una filosofía sensata. Un hombre enloquecía si procuraba deshacer todos los entuertos del universo.
Reconfortado, Audry llamó a los criados. Le pusieron un elegante sombrero con una corona ladeada y un penacho escarlata; Audry se sopló los bigotes y abandonó sus aposentos.
El reino de Lyonesse se extendía por el sur de Hybras, desde el golfo de Vizcaya hasta Cabo Despedida, sobre el Océano Atlántico. Desde el castillo de Haidion, en la ciudad de Lyonesse, el rey Casmir gobernaba con mayor rigor que el rey Audry. La corte de Casmir se caracterizaba por un protocolo y un decoro precisos; la pompa, más que la ostentación o el regocijo, definían la atmósfera de Haidion.
La esposa del rey Casmir era la reina Sollace, una mujer corpulenta y lánguida, casi tan alta como Casmir. Llevaba el rubio cabello trenzado sobre la coronilla, y se bañaba en leche para conservar la tez lozana. El hijo y heredero de Casmir era el elegante príncipe Cassander; la familia real también incluía a la princesa Madouc, presunta hija de la princesa Suldrun, muerta trágicamente nueve años atrás.
El castillo de Haidion dominaba la ciudad de Lyonesse desde una colina de poca altura, y desde abajo lucía como una amalgama de pesados bloques de piedra coronada por siete torres de diversos estilos y formas: la Torre de Lapadius
[6]
, la Torre Alta
[7]
, la Torre del Rey, la Torre Oeste, la Torre de los Búhos, la Torre de Palaemon y la Torre Este. La pesada estructura y las torres daban a Haidion un contorno austero pero arcaico y exótico que contrastaba con la delicada fachada de Falu Ffail de Avallon.
Asimismo, la persona del rey Casmir contrastaba con la del rey Audry. Casmir era enérgico y parecía palpitar con sangre fuerte y roja. Su pelo y su barba eran matas de rizos rubios y duros. La tez de Audry era clara como el marfil, y el pelo era renegrido. Casmir era corpulento, de torso y cuello gruesos, con ojos redondos y azules y rostro chato. Audry, alto y de cintura gruesa, era mesurado y grácil.
Ninguna de ambas cortes carecía de comodidades regias; ambos reyes disfrutaban de sus privilegios, pero mientras Audry cultivaba la compañía de sus favoritos de ambos sexos, Casmir no tenía allegados ni amantes. Una vez por semana hacía una visita real a la cámara de la reina Sollace, y allí abrazaba aquel cuerpo macizo, letárgico y blanco. En ocasiones menos formales, aliviaba su fogosidad en el trémulo cuerpo de uno de sus bonitos pajes.
Pero Casmir prefería la compañía de sus espías e informadores. Ellos le permitieron enterarse de la intransigencia de Aillas en Poelitetz casi al mismo tiempo que el rey Audry. La noticia, aunque previsible, irritó a Casmir. Pensaba invadir Dahaut tarde o temprano, destruir los ejércitos daut y consolidar una pronta victoria antes que Aillas pudiera intervenir. Con Aillas atrincherado en Poelitetz, la situación resultaba más difícil, pues Aillas podría contraatacar de inmediato con tropas ulflandesas y la guerra no se decidiría con rapidez. Era preciso eliminar el peligro planteado por la fortaleza Poelitetz.
Eso no era una ocurrencia nueva. Casmir había trabajado largamente para fomentar el descontento entre los barones ulflandeses e incitarlos a una rebelión en gran escala contra el gobierno de aquel rey extranjero. Con esa finalidad había reclutado a Torqual, un ska renegado transformado en delincuente.
La empresa no había arrojado resultados satisfactorios. Torqual era inescrupuloso y astuto, pero carecía de sutileza, lo cual limitaba su utilidad. Con el transcurso de los meses, Casmir se impacientaba cada vez más. ¿Dónde estaban los logros de Torqual? Como respuesta a las órdenes de Casmir, transmitidas por un mensajero, Torqual se limitaba a exigir más oro y plata. Casmir ya había desembolsado grandes sumas, y sospechaba que Torqual podía satisfacer fácilmente sus necesidades por medio de saqueos y depredaciones, ahorrándole gastos innecesarios.
Para conferenciar con sus agentes, Casmir prefería el Salón de los Suspiros, una cámara que estaba encima de la armería. En tiempos antiguos, antes de la construcción del Peinhador, la armería había servido como cámara de tortura, y los prisioneros que aguardaban la atención del verdugo esperaban en el Salón de los Suspiros, donde el oído sensible —se decía— aún podía captar sonidos plañideros.
El Salón de los Suspiros era lúgubre y desnudo, amueblado con un par de bancos de madera, una mesa de roble, dos sillas, una bandeja con un antiguo jarro de madera de haya y cuatro picheles también de madera de haya, a los cuales el rey Casmir se había aficionado.
Una semana después de recibir noticias sobre el problema de Poelitetz, el segundo chambelán, Eschar, notificó a Casmir que el mensajero Robalf aguardaba en el Salón de los Suspiros.
Casmir se dirigió de inmediato hacia la sombría cámara que estaba sobre la armería. En uno de los bancos esperaba Robalf, una persona enjuta de inquietos ojos castaños, pelo castaño y ralo y nariz larga y ganchuda. Llevaba polvorientas vestimentas de fustán marrón y sombrero de fieltro negro de pico alto; cuando entró Casmir, Robalf se levantó de un brinco, se quitó el sombrero e hizo una reverencia.
—¡A tu servicio, majestad!
Casmir lo miró de arriba abajo, asintió bruscamente y se sentó a la mesa.
—Bien, ¿qué noticias traes?
Robalf respondió con voz hueca:
—Señor, he cumplido tus órdenes. No me demoré un solo instante en el camino. ¡Ni siquiera me detuve para aliviar la vejiga!
Casmir se acarició la barbilla.