Cuando la multitud empezó a disminuir ante la tarima, los tres príncipes fueron a presentarse ante sus anfitriones. Cassander acogió a Dhrun con cierta altanería, pero sin hostilidad.
—¡Dhrun, mi buen amigo! ¡Me alegra verte aquí! Debemos tener una buena charla antes que termine el día, o al menos antes de que te marches.
—Esperaré impaciente la ocasión —dijo Dhrun.
El rey Casmir fue más reservado, incluso algo sardónico.
—He recibido informes acerca de tus viajes. Parece que te has convertido en diplomático a muy temprana edad.
—¡No creas, majestad! Soy sólo el mensajero del rey Aillas, quien te profesa los mismos sentimientos que ha demostrado a los demás soberanos de las Islas Elder. Te desea que reines largo tiempo y que disfrutes de la paz y prosperidad que ahora nos complace a todos. Declara que si eres atacado o invadido en forma traicionera, y corres peligro, acudirá en tu ayuda con todo el poderío de sus reinos unidos.
Casmir cabeceó lacónicamente.
—¡Generosa oferta! ¿Pero ha tenido en cuenta todas las contingencias? ¿No teme que un compromiso tan amplio pueda resultar demasiado ambicioso, o hasta peligroso?
—Él cree que cuando los gobernantes que aman la paz se unen con firmeza contra una amenaza de agresión, garantizan su propia seguridad, y que el peligro está en cualquier otro rumbo. ¿Acaso podría ser de otra manera?
—¿No es obvio? No hay modo de predecir el futuro. Tal vez algún día el rey Aillas deba realizar excursiones mucho más peligrosas de las que ahora prevé.
—Sin duda eso es posible, majestad. Comunicaré tu preocupación al rey Aillas. Por el momento, sólo podemos esperar que lo contrario sea lo más probable, y que nuestro ofrecimiento contribuya a mantener la paz en las Islas Elder.
—¿Qué es la paz? —dijo secamente el rey Casmir—. Pon tres espetones de hierro uno sobre otro, punta sobre punta; en la parte superior, coloca un huevo, para que también se balancee en el aire, y he ahí la condición de paz en este mundo de hombres.
Dhrun hizo otra reverencia y se acercó a la reina Sollace. La reina le concedió una vaga sonrisa y un gesto lánguido.
—En vista de tus importantes menesteres, habíamos renunciado a la esperanza de verte.
—Hice lo posible por llegar a tiempo, majestad. No me agradaría perderme una ocasión tan festiva.
—¡Deberías visitarnos con mayor frecuencia! A fin de cuentas, tú y Cassander tenéis mucho en común.
—Es verdad, majestad. Trataré de seguir tu sugerencia.
Dhrun se inclinó y continuó hacia el costado, donde se encontró frente a Madouc. Ella lo miró con expresión adusta.
—¿No me recuerdas? —dijo Dhrun, en tono de reproche.
—Sí. Pero no me acuerdo de cuándo o dónde. Dime.
—Nos conocimos en Domreis. Yo soy Dhrun.
El rostro de Madouc se iluminó.
—¡Claro! ¡Eras más pequeño!
—Y también tú. Mucho más pequeña.
Madouc echó una rápida ojeada a la reina Sollace. La reina, reclinada en el trono, cuchicheaba con el padre Umphred.
—Nos conocimos incluso antes, hace mucho tiempo, en el Bosque de Tantrevalles. ¡En aquella época teníamos la misma edad! ¿Qué piensas de eso? —dijo Madouc.
Dhrun la miró sorprendido. Al fin, tratando de dominar la voz, atinó a articular:
—No recuerdo ese encuentro.
—Supongo que no. Fue muy breve. Probablemente apenas nos miramos.
Dhrun hizo una mueca. No era tema para tratar a tan poca distancia del rey Casmir.
—¿Cómo tuviste esta extraña ocurrencia? —articuló al fin.
Madouc sonrió, obviamente divertida por la turbación de Dhrun.
—Mi madre me lo contó. Puedes quedarte tranquilo. También me dijo que debo conservar el secreto.
Dhrun suspiró. Madouc sabía la verdad. Pero ¿cuánto sabía?
—Sea como fuere —dijo—, no podemos hablar aquí.
—Mi madre dijo que él… —señaló a Casmir con la cabeza— te mataría si lo supiera. ¿Opinas lo mismo?
Dhrun miró de soslayo a Casmir.
—No lo sé. No podemos hablar de ello ahora.
Madouc cabeceó distraídamente.
—Como quieras. Dime una cosa. Allá veo a un alto caballero con una capa verde. Al igual que tú, me parece conocido, como si lo hubiera visto alguna vez. Pero no recuerdo la ocasión.
—Él es Shimrod el mago. Sin duda lo recuerdas del castillo Miraldra, cuando me conociste a mí.
—Tiene un rostro muy divertido. Creo que me cae bien.
—¡Sin duda! Es un hombre excelente —Dhrun miró hacia el costado—. Debo continuar. Otros aguardan para saludarte.
—Aún tenemos un par de segundos —dijo Madouc—. ¿Hablarás conmigo después?
—¡Cuándo gustes!
Madouc echó una ojeada a Desdea.
—Lo que me gusta no es lo que ellos desean. Se supone que debo estar en exhibición, y causar una buena impresión, especialmente al príncipe Bittern, el príncipe Chalmes y todos aquellos que procuran estimar mi valor como cónyuge —Madouc habló con amargura y precipitación—. ¡No me gusta ninguno de ellos! El príncipe Bittern tiene cara de pescado. El príncipe Chalmes se pavonea y se rasca las pulgas. El príncipe Garcelin mueve su fofo vientre al caminar. El príncipe Dildreth de Man tiene una boca diminuta con enormes labios rojos y mala dentadura. El príncipe Morleduc de Ting tiene llagas en el cuello y ojillos pequeños; creo que tiene mal temperamento, pero quizá sea porque tiene llagas en otras partes, y le duelen cuando se sienta. El duque Ccnac de Knook es amarillo como un tártaro. El duque Femus de Galway tiene la voz rugiente y la barba gris, y dice que desea desposarme inmediatamente —Madouc miró a Dhrun con tristeza—. ¿Te ríes de mí?
—¿Todas las personas que conoces son tan desagradables?
—No todas.
—¿Pero el príncipe Dhrun es el peor?
Madouc apretó los labios en una sonrisa.
—No es tan gordo como Garcelin, es más vivaz que Bittern, no tiene la barba gris como el duque Femus, y no ruge; y su ánimo parece mejor que el del príncipe Morleduc.
—Porque no tengo llagas en las posaderas.
—Aun así, el príncipe Dhrun no es el peor de todos —por el rabillo del ojo, Madouc notó que la reina Sollace había vuelto la cabeza y escuchaba atentamente la conversación. El padre Umphred sonreía y asentía como si estuviera disfrutando de una broma privada.
Madouc irguió la cabeza altivamente y se volvió hacia Dhrun.
—Espero que tengamos ocasión de hablar de nuevo.
—Me aseguraré de que así sea.
Dhrun se reunió con Shimrod.
—Pues bien, ¿cómo fue todo? —preguntó Shimrod.
—Hemos concluido las formalidades —dijo Dhrun—. Felicité a Cassander, advertí al rey Casmir, adulé a la reina Sollace y conversé con la princesa Madouc, quien es por cierto la más simpática de todos, y además dice cosas muy provocativas.
—Te observé con admiración —dijo Shimrod—. Te has portado como un diplomático consumado. Un actor experto no lo habría hecho mejor.
—No te sientas excluido. Aún tienes tiempo de presentarte. Madouc tiene especial interés en conocerte.
—¿De veras? ¿No te lo estarás inventando?
—¡En absoluto! Incluso desde esta distancia te encuentra divertido.
—¿Y eso es un cumplido?
—Lo tomé por tal, aunque admito que el humor de Madouc es un tanto rebuscado e imprevisto. Mencionó, sin inmutarse, que ella y yo nos habíamos encontrado antes, en el Bosque de Tantrevalles. Luego se quedó sonriendo como un trasgo travieso ante mi estupefacción.
—¡Asombroso! ¿Dónde obtuvo esa información?
—Las circunstancias no me resultan muy claras. Al parecer ha visitado el bosque y ha conocido a su madre, la cual le dio los principales detalles.
—Esto no me agrada. Si ella es tan indiscreta como parece ser la madre, y deja que el rey Casmir se entere, tu vida correrá peligro. Debemos lograr que Madouc guarde silencio.
Dhrun miró dubitativamente a Madouc, que ahora charlaba con el duque Cypris de Skroy y su esposa, la duquesa Pargot.
—No es tan frívola como aparenta, y estoy seguro de que no me delatará al rey Casmir.
—Aun así, la pondré sobre aviso —Shimrod observó a Madouc un instante—. Se las apaña con gracia con esos dos viejos personajes, que parecen bastante cargantes.
—Sospecho que los rumores que corren sobre ella son bastante inexactos.
—Eso parece. Me resulta muy atractiva, aun a esta distancia.
—Algún día —dijo reflexivamente Dhrun—, un hombre escrutará profundamente esos ojos azules y allí se ahogará, sin posibilidad de rescate.
El duque y la duquesa de Skroy continuaron su camino. Madouc, notando que hablaban de ella, se irguió en el trono de madera y marfil con tanta elegancia como hubiera exigido Desdea. Había causado una impresión favorable en el duque Cypris y la duquesa Pargot, quienes hicieron comentarios favorables sobre ella a sus amigos Uls de Glyvern Ware y su esposa Elsiflor.
—¡Han circulado tantos rumores sobre Madouc! —declaró la duquesa Pargot—. Dicen que es corrosiva como el vinagre viejo y salvaje como un león. Yo digo que esos informes son maliciosos o exagerados.
—En efecto —afirmó el duque Cypris—. Yo la encontré tan púdicamente inocente como una florecilla.
—Su cabello es como una cascada de cobre brillante —continuó la duquesa—. ¡Es realmente atractiva!
—Aun así, es una muchacha delgada —señaló Uls—. Es ventajoso y adecuado que una mujer tenga la amplitud necesaria.
El duque Cypris asintió con aire de experto.
—Un erudito moro ha elaborado la fórmula exacta, aunque no recuerdo las cifras: tantas pulgadas cuadradas de piel por tantos palmos de altura. El efecto debe ser imponente pero no expansivo ni rotundo.
—Lo imagino. Eso sería llevar la doctrina demasiado lejos.
Elsiflor dio un resoplido de desaprobación.
—Yo no consentiría que un moro midiera la superficie de mi piel, por larga que fuera su barba, ni que midiera mi talla en palmos, como si yo fuera una yegua.
—¿No hay cierta falta de dignidad en esa exposición? —preguntó plañideramente la duquesa Pargot.
Elsiflor convino con ella.
—En cuanto a la princesa, dudo de que alguna vez se adapte al ideal morisco. Salvo por su bonito rostro, podría pasar por un muchacho.
—¡Todo a su tiempo! —declaró Uls—. Todavía es joven.
La duquesa Pargot miró de soslayo al rey Casmir, con el que no simpatizaba.
—De todos modos, ya le están buscando partido. Me parece muy prematuro.
—Es sólo una exhibición —declaró audazmente Uls—. Ponen la carnada en el anzuelo y arrojan el sedal para ver qué pez picará.
Los heraldos tocaron la fanfarria de seis notas Recedens Rex. El rey Casmir y la reina Sollace se pusieron en pie y se retiraron del salón, con el fin de vestirse para el banquete. Madouc trató de escabullirse, pero Devonet se interpuso.
—¿Qué tal, princesa Madouc? ¿Nos sentaremos juntas en el banquete?
Desdea intervino.
—Se han hecho otros planes. ¡Ven, alteza! Debes refrescarte y ponerte tu bonito vestido de jardín.
—Así estoy bien —gruñó Madouc—. No necesito cambiarme.
—Tus opiniones son irrelevantes en esta ocasión, pues se oponen a los deseos de la reina.
—¿Por qué insiste ella en tales ridiculeces y derroches? Gastaré estas ropas de tanto ponérmelas y quitármelas.
—La reina tiene óptimas razones para tomar sus decisiones. Ven.
Madouc permitió a regañadientes que le quitaran el vestido azul y le pusieran un traje que —tuvo que admitir con desgana— le sentaba igualmente bien: una blusa blanca con cintas marrones en los codos; un corpiño de terciopelo negro con una doble hilera de medallones de plata en el pecho; una falda plisada de un color broncíneo similar al de sus rizos, aunque menos intenso.
Desdea la llevó a los aposentos de la reina, donde aguardaron a que Sollace terminara de cambiarse. Luego el grupo enfiló hacia el parque sur seguido discretamente por Devonet y Chlodys. Allí, a la sombra de tres enormes y viejos robles, y a poca distancia del plácido Glame, había sido dispuesta una generosa colación sobre una larga mesa de caballetes. En el parque había mesillas con manteles, cestos de fruta, jarras de vino, así como platos, copas, cuencos y cubiertos. Tres docenas de camareros vestidos de librea color lavanda y verde aguardaban en sus puestos, rígidos como centinelas, esperando la señal del senescal Mungo. Entretanto, los huéspedes aguardaban la llegada de la familia real.
Los llamativos trajes presentaban un magnífico espectáculo sobre el verde del parque y contra el soleado azul del cielo. Había azules claros y oscuros, desde el lapislázuli hasta el turquesa; púrpura, magenta y verde; naranja amarronado, tostado, pardo y fucsia; ocre, el amarillo del narciso, rosados, escarlatas y rojos. Había faldas y vestidos plisados de fina seda blanca, o de linón egipcio; los elegantes sombreros lucían numerosas alas, curvas, niveles y penachos. Desdea llevaba un discreto vestido gris con florecillas rojas y negras bordadas. Cuando la familia real llegó al parque, la dama aprovechó la oportunidad para hablar con la reina Sollace, la cual impartió instrucciones a las que la primera accedió con una reverencia. Se volvió para hablar con Madouc, y descubrió que Madouc se había esfumado.
Desdea soltó una exclamación y llamó a Devonet.
—¿Dónde está la princesa Madouc? Hace un instante estaba junto a mí. Se ha escabullido como una comadreja a través del seto.
Devonet respondió con desdén:
—Sin duda ha ido al excusado.
—¡Ah! ¡Siempre a la hora más inoportuna!
—Dijo que hacía dos horas que necesitaba ir —continuó Devonet.
Desdea frunció el ceño. La actitud de Devonet era demasiado arrogante.
—Al margen de todo —replicó—, la princesa Madouc es una querida integrante de la familia real. ¡Debemos cuidarnos de no ser irrespetuosas!
—Yo sólo dije la verdad —respondió sumisamente Devonet.
—De acuerdo. Pero, aun así, espero que no olvides mi observación.
Desdea se alejó y se apostó en un lugar desde el que pudiera interceptar a Madouc en cuanto regresara de su visita al palacio.
Pasaron los minutos y Desdea se impacientó. ¿Dónde estaba aquella mocosa perversa? ¿Qué estaba tramando?
El rey Casmir y la reina Sollace se acomodaron ante la mesa real; el senescal hizo una seña al camarero mayor, que batió las palmas. Los huéspedes que aún estaban de pie se sentaron en el sitio más conveniente, en compañía de parientes o amigos, o con otras personas con las que simpatizaban. Los sirvientes, por parejas, iban de aquí para allá con fuentes y trinchantes, uno para llevar, otro para servir.