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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 3 - Madouc (18 page)

BOOK: Lyonesse - 3 - Madouc
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En cuanto tuvo oportunidad, Desdea expresó a Madouc su insatisfacción.

—Todos están sumamente contrariados contigo.

—¿Qué sucede esta vez? —preguntó Madouc con aire inocente.

—¡Vamos, jovencita! —ladró Desdea—. Ignoraste nuestros planes y frustraste nuestros deseos; mis precisas instrucciones fueron sólo un zumbido de insecto —Desdea se irguió amenazadoramente.— He consultado a la reina. Ha decidido que tu conducta exige una corrección y desea que yo haga uso de mi juicio en este asunto.

—No es preciso que te fatigues —dijo Madouc—. La celebración ha terminado; los príncipes han regresado a casa y mi reputación está a salvo.

—Pero es una reputación poco conveniente. En consecuencia, deberás duplicar tus lecciones durante el resto del verano. Además, no podrás montar a tu caballo, ni siquiera acercarte al establo. ¿Está claro?

—Muy claro —dijo Madouc.

—Puedes reanudar tus labores en este instante —dijo Desdea—. Creo que hallarás a Devonet y Chlodys en la sala.

Las lluvias llegaron a Sarris y cayeron durante tres días. Madouc se resignó al horario impuesto por Desdea, que no sólo incluía interminables horas de tejido, sino insoportables lecciones de baile. En la tarde del tercer día gruesos nubarrones cruzaron el cielo, trayendo otra noche de lluvia. Por la mañana las nubes desaparecieron y el sol despuntó en un mundo lozano y risueño, fragante con el olor a follaje húmedo.

Desdea fue al pequeño refectorio donde Madouc solía desayunar, pero sólo encontró a Devonet y Chlodys. Ninguna de ellas había visto a Madouc. «Qué raro», pensó Desdea. ¿La princesa estaría todavía en la cama, tal vez enferma? ¿Habría ido temprano al conservatorio, para tomar su lección de baile?

Desdea fue a investigar, y encontró a maese Jocelyn sentado junto a la ventana mientras los cuatro músicos, tocando el laúd, la zampona, los tamboriles y la flauta, ensayaban melodías de su repertorio.

Jocelyn se encogió de hombros cuando Desdea preguntó por Madouc.

—Y si estuviera aquí, ¿en qué cambiaría las cosas? No le interesa lo que le enseño; patina y salta, brinca sobre una pierna como un ave. Le pregunto si danzará así en el gran baile. Y ella responde: «No me agrada este pavoneo idiota. Dudo que esté presente». Desdea se alejó mascullando entre dientes. Salió a investigar la terraza, a tiempo para descubrir a Madouc orgullosamente encaramada en el pescante de un carro tirado por Tyfer, que trotaba briosamente en el prado.

Desdea gritó espantada y envió a un lacayo a perseguir el carro para traer a la princesa rebelde de vuelta a Sarris.

El carro regresó poco después. Madouc estaba alicaída y Tyfer avanzaba al paso.

—Ten la bondad de apearte —dijo Desdea.

Madouc, con expresión resentida, saltó al suelo.

—Bien, alteza. Se te prohibió expresamente que usaras tu caballo o te acercaras al establo.

—¡No fue eso lo que dijiste! —protestó Madouc—. Me dijiste que no debía montar mi caballo, y no lo estoy haciendo. Llamé al palafrenero Pymfyd y le pedí que trajera el carro, de modo que ni siquiera me acerqué al establo.

A Desdea le temblaron los labios.

—¡Muy bien! Repetiré la orden con otras palabras. Se te prohíbe usar tu caballo, o cualquier otro caballo, o cualquier otra bestia, sea vaca, cabra, oveja, perro o buey, o cualquier otro medio de propulsión, en cualquier clase de vehículo o medio de transporte, incluidos carros, carruajes, carromatos, botes, trineos, palanquines y literas. Creo que eso define el alcance de la orden de la reina. Segundo, al evadir la orden de la reina, también descuidaste tus lecciones. ¿Qué respondes a esto?

Madouc hizo un gesto desafiante.

—Hoy la lluvia cesó y el mundo brilla, y preferí salir al aire fresco en vez de quemarme las pestañas con Herodoto o Junifer Algo, o practicar caligrafía o pincharme los dedos al tejer.

Desdea dio media vuelta.

—No discutiré contigo acerca de las relativas virtudes del aprendizaje frente a las de la vagancia. Se hará lo que se deba hacer.

Tres días después, la turbada Desdea se presentó ante la reina Sollace.

—Pongo todo mi empeño, pero no logro nada con la princesa Madouc.

—¡No te dejes desalentar! —dijo la reina.

Una criada trajo una fuente de plata con doce higos maduros. Apoyó la fuente en un taburete.

—¿Los mondo, majestad?

—Por favor.

Desdea habló con voz más aguda.

—Si no fuera irrespetuoso, diría que la princesa es una pelirroja insolente que necesita una buena tunda.

—Sin duda es una niña difícil. Pero continúa como hasta ahora, y no toleres desobediencias —la reina Sollace probó un higo y alzó las cejas con satisfacción—. ¡He aquí la perfección!

—Otra cosa —dijo Desdea—. Está ocurriendo algo muy extraño, y deseo llamarte la atención sobre ello.

La reina suspiró y se reclinó en el diván.

—¿No puedes ahorrarme estas intrincadas complejidades? A veces, querida Ottile, a pesar de tus buenas intenciones, eres insoportable.

Desdea habría llorado de frustración.

—¡Pues es mucho más insoportable para mí! ¡Estoy desconcertada! ¡Nunca he afrontado tales circunstancias!

La criada entregó a Sollace otro higo rechoncho.

—¿Porqué?

—Te contaré las cosas tal como sucedieron. Hace tres días tuve razones para regañar a la princesa por rehuir sus labores. Ella ni se inmutó. Parecía más pensativa que arrepentida. Cuando me di la vuelta, una rara sensación me recorrió cada fibra del cuerpo. La piel me cosquilleaba como si me hubieran azotado con ortigas. Luces azules relampagueaban ante mis ojos. Los dientes me castañeteaban como si nunca fueran a quedarse quietos. ¡Te aseguro que fue alarmante!

La reina Sollace, masticando el higo, estudió la queja de la dama Desdea.

—Qué raro. ¿Nunca tuviste otro ataque similar?

—¡Nunca! Pero hay algo más. Al mismo tiempo creí oír un ligero susurro de la princesa. Un siseo casi inaudible.

—Habrá sido una expresión de sobresalto o sorpresa —sugirió la reina.

—Tal vez. Citaré otro incidente que ocurrió ayer por la mañana, cuando la princesa Madouc desayunaba con Devonet y Chlodys. Hubo un intercambio de réplicas y las risitas habituales. Devonet alzó la jarra de la leche para servirse en el cuenco. Ante mi azoramiento, la mano le tembló y Devonet se vertió leche en el cuello y el pecho, agitando los dientes como castañuelas. Finalmente soltó la jarra y se marchó a la carrera. La seguí para averiguar la causa de sus extrañas convulsiones. Devonet declaró que la princesa Madouc la había obligado a cometer ese acto mediante un suave siseo. Según Devonet, no hubo ninguna provocación. Me informó: «Sólo dije que, aunque los bastardos orinaran en bacías de plata, aún carecían de lo más valioso, un buen linaje». Pregunté: «¿Y luego qué?» «Y luego cogí la jarra de leche; la alcé y me la derramé por encima, mientras Madouc sonreía y siseaba». Y eso es lo que le sucedió a Devonet.

La reina Sollace se chupó los dedos y se los enjugó con una servilleta de damasco.

—A mí me suena a mero descuido —dijo—. Devonet debe aprender a asir la jarra con mayor firmeza.

Desdea resopló con desdén.

—¿Y la enigmática sonrisa de la princesa?

—Tal vez se divertía. ¿No es posible?

—Sí. Es posible. Pero, por favor, escucha esto. Como castigo, impuse a la princesa lecciones dobles de ortografía, gramática, tejido y danzas; le di a leer textos especiales sobre genealogía y astronomía, y las geometrías de Aristarco, Candesces y Euclides. También le impuse la lectura de obras de Matreo, Orgon Photis, Junifer Algo, Pañis el Jónico, Dalziel de Avallon, Ovidio y un par más.

La reina Sollace meneó la cabeza divertida.

—Junifer siempre me aburrió, y jamás pude descifrar a Euclides.

—Sin duda, majestad, tú prestabas más atención a tus lecciones; se nota en tu conversación.

Sollace paseó la vista por la habitación, y no respondió hasta haber engullido otro higo.

—Bien, ¿qué pasa con las lecturas?

—Encargué a Chlodys que vigilara a Madouc mientras leía, para cerciorarme de que le dieran los textos adecuados. Esta mañana Chlodys tendió la mano para coger un volumen de Dalziel del anaquel y sufrió un espasmo que la hizo arrojar el libro por los aires mientras le castañeteaban los dientes. Acudió a mí para quejarse. Llevé a la princesa Madouc a su lección de danza. Los músicos tocaron una bonita melodía; maese Jocelyn quiso mostrar el paso que deseaba enseñar a la princesa. En lugar de eso, brincó un metro y medio en el aire, agitando los pies y estirando los dedos como un salvaje.

Cuando finalmente volvió al suelo, Madouc dijo que no le interesaba aprender ese paso. Me preguntó si yo deseaba hacer una demostración, pero algo en su sonrisa me disuadió. Ahora estoy fuera de mis cabales.

La reina Sollace aceptó otro higo.

—Esto será todo. Estoy casi ahíta de estos frutos maravillosos. ¡Son dulces como la miel! —Se volvió hacia Desdea—. Continúa como antes. No puedo ofrecerte mejor consejo.

—¡Pero has oído los problemas!

—Podría ser coincidencia, imaginación, histeria. No podemos permitir que ese tonto pánico afecte de alguna manera nuestras decisiones.

Desdea protestó de nuevo, pero la reina alzó la mano.

—¡Ni una palabra más! Ya estoy harta de oírte.

Los perezosos días del verano terminaron: frescos amaneceres de prados cubiertos de rocío y trinos en el aire; brillantes mañanas y doradas tardes, seguidas por ocasos anaranjados, amarillos y rojos; el azulado crepúsculo y las noches cuajadas de estrellas, con Vega en su cénit, Antares al sur, Altair al este y Spica declinando en el oeste.

Desdea había descubierto un modo conveniente de tratar con Madouc después de su frustrante entrevista con la reina. Hablaba con voz monótona, asignando lecciones y estableciendo el horario, y luego partía con un gesto desdeñoso y la espalda rígida y se olvidaba de Madouc y sus progresos. Madouc aceptó el sistema y leía sólo lo que le interesaba.

Desdea, a su vez, descubrió que la vida era más tolerable. La reina se contentaba con no tener más noticias sobre las transgresiones de Madouc, y en sus conversaciones con Desdea evitaba toda alusión a la princesa.

Al cabo de una semana de relativa placidez, Madouc mencionó delicadamente que Tyfer necesitaba ejercicio.

—La prohibición no es orden mía sino de la reina —dijo Desdea—. No puedo otorgarte autorización. Si montas a caballo, te expones al enfado de la reina. Pero eso no es cosa mía.

—Gracias —dijo Madouc—. Temí que te negaras.

—¡Ja! ¿Para qué golpearme la cabeza contra una roca? —Desdea iba a marcharse, pero se detuvo—. Cuéntame: ¿dónde aprendiste ese truco oprobioso?

—¿El «Siseo»? Me lo enseñó Shimrod el Mago, para que pudiera defenderme de los déspotas.

Desdea se marchó con un rezongo despectivo. Madouc se dirigió de inmediato al establo, donde ordenó al caballero Pom-Pom que ensillara a Tyfer y se preparase para una excursión por la campiña.

V
1

Shimrod cabalgó en compañía de Dhrun hacia la ciudad de Lyonesse, donde Dhrun y Amery embarcaron en un barco troicino con rumbo a Dorareis. Shimrod observó desde el muelle hasta que las velas leonadas desaparecieron tras el horizonte. Entonces se dirigió a una posada cercana y se sentó a la sombra de una parra. Mientras disfrutaba de un plato de salchichas con un pichel de cerveza, caviló sobre los días venideros y lo que podían depararle.

Había llegado el momento de encaminarse a Swer Smod, para conferenciar con Murgen y aprender lo que fuera preciso. La perspectiva no era alentadora. La melancólica disposición de Murgen congeniaba con la atmósfera sombría de Swer Smod; su amarga sonrisa era tan habitual en él como la frivolidad en otros hombres. Shimrod sabía qué le esperaba en Swer Smod, y se preparó para ello; si se hubiera topado con un buen talante y un ánimo festivo, habría dudado de la cordura de Murgen.

Shimrod se alejó de la parra y fue hasta un puesto de pan donde compró dos tortas de miel, cada cual en su respectivo cesto de juncos. Una de las tortas estaba mechada con pasas, la otra envuelta en nueces. Shimrod cogió las tortas y se dirigió a la parte trasera del puesto. El panadero, seguro de que Shimrod había ido a orinar, corrió a amonestarlo:

—¡Un momento, amigo! ¡Ve a otra parte a hacer tus necesidades! No quiero ese tufo en el aire, es mala publicidad —se detuvo, mirando a derecha e izquierda—. ¿Dónde estás amigo?

Oyó un murmullo, un gemido, una ráfaga de viento. Un borrón se elevó en el aire y se perdió de vista, pero Shimrod no estaba en ninguna parte.

El panadero regresó despacio a su puesto pero no refirió a nadie el episodio, por temor a que lo acusaran de tener demasiada imaginación.

2

Shimrod se posó sobre una pedregosa meseta en las laderas del Teach tac Teach. El paisaje del este se perdía bajo el Bosque de Tantrevalles hasta el límite de la visión. Las murallas de Swer Smod se erguían a sus espaldas; un conjunto de formas macizas y rectangulares se entrecruzaban y superponían. Tres torres de altura desigual sobresalían como centinelas oteando el paisaje.

Una muralla de más de dos metros de altura detuvo la marcha de Shimrod. Del portal colgaba un letrero que no había visto antes. Símbolos negros comunicaban una intimidatoria admonición:

¡ATENCIÓN! ¡INTRUSOS! ¡SALTEADORES! ¡TODOS LOS DEMÁS!

¡AVANZAR ES ARRIESGADO!

Si no podéis leer estas palabras, gritad «¡KLARO!»

y el letrero leerá el mensaje en voz alta.

¡NO PROSIGÁIS, BAJO PELIGRO DE MUERTE!

En caso de necesidad, consultad a Shimrod el Mago

en su residencia de Trilda,

en el Bosque de Tantrevalles.

Shimrod se detuvo en el portal y examinó el patio interior. Nada había cambiado desde su última visita. Aún montaban guardia los dos grifos: Vus, con manchas verdes, y Vuwas, marrón rojizo, con el color de la sangre vieja o el hígado crudo. Ambos tenían dos metros y medio de altura, con torsos macizos cubiertos con placas córneas. Vus exhibía una cresta de seis pinchos negros, a los que, en su vanidad, había añadido varias medallas y emblemas.

Vuwas llevaba, sobre la coronilla y la nuca, un rígido cepillo de fibras rojizas. Para no ser superado por Vus, había adornado con varias perlas sus espinas. Vus y Vuwas estaban sentados junto a la garita, encaramados sobre un ajedrez forjado en hierro negro y hueso. Las piezas, de cuatro pulgadas de altura, gritaban mientras se movían, con desdén, alarma, cólera o aprobación. Los grifos no prestaban atención a los comentarios y continuaban con el juego.

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