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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 3 - Madouc (11 page)

BOOK: Lyonesse - 3 - Madouc
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Pymfyd se fue a la carrera y regresó poco después con un saco de paño que sujetó a la parte trasera de la silla.

—¿Estás preparado? —preguntó Madouc—. Pues vámonos de una vez.

3

Recorrieron prados salpicados de margaritas, lupinos, mostaza silvestre y amapolas de un rojo llameante; atravesaron bosquecillos de fresnos y abedules y cabalgaron a la sombra de los macizos robles que bordeaban el camino.

Salieron de la finca real por un portal de piedra y poco después llegaron a la encrucijada donde el camino de Sarris se transformaba en el camino de Fanship.

Madouc y Pymfyd cabalgaron hacia el norte por el camino de Fanship, no sin la renuencia de Pymfyd, que no entendía el interés de Madouc por la Calle Vieja.

—Allí no hay nada que ver salvo el camino, que discurre hacia la derecha y también hacia la izquierda.

—Así es —dijo Madouc—. Continuemos.

La campiña pronto mostró indicios de cultivo: parcelas de centeno y cebada, delimitadas por cercas de piedra, alguna granja. Al cabo de un trecho, el camino ascendía zigzagueando por un suave declive, y en la cima de la elevación se encontraba con la Calle Vieja.

Madouc y Pymfyd frenaron los caballos. Hacia el sur se veía el camino de Fanship hasta la encrucijada y, más allá, los álamos que bordeaban el río Glame, aunque Sarris quedaba oculta por la arboleda.

Como Pymfyd había afirmado, la Calle Vieja continuaba en ambas direcciones, descendiendo y perdiéndose de vista. El camino de Fanship, cruzando la Calle Vieja, se internaba en las oscuras sombras del Bosque de Tantrevalles, que estaba a poca distancia.

En ese momento la Calle Vieja estaba desierta, lo cual despertó las sospechas de Pymfyd. Irguiendo el cuello, miró en ambas direcciones. Madouc preguntó con sorpresa:

—¿Por qué miras con tanta atención, cuando no hay nada que ver?

—Precisamente.

—No comprendo.

—Claro que no —dijo altivamente Pymfyd—. Eres demasiado joven para conocer los males del mundo, que son muchos. También hay mucha perfidia, si uno la busca, e incluso si uno prefiere no buscarla.

Madouc miró hacia el este y hacia el oeste.

—En este momento no veo nada malo ni pérfido.

—Porque la carretera está desierta. A menudo la perfidia salta de improviso, y por eso es tan temible.

—Pymfyd, creo que el miedo te obsesiona.

—Es posible, pues el miedo gobierna el mundo. La liebre teme al zorro, el cual teme al sabueso, el cual teme al perrero, el cual teme a su señor, el cual teme al rey, en cuyos temores no tengo el impudor de pensar.

—¡Pobre Pymfyd! ¡Tu mundo está hecho de temor y espanto! Yo no tengo tiempo para esas emociones.

Pymfyd habló con voz serena:

—Tú eres una princesa y yo no podría llamarte imbécil aunque el pensamiento me cruzara la mente.

Madouc lo miró de soslayo.

—Conque eso es lo que piensas de mí.

—Sólo diré esto: las personas que no tienen miedo de nada mueren pronto.

—Pues sí tengo miedo de algo —dijo Madouc—. Del tejido, de las lecciones de baile de maese Jocelyn, y de un par de cosas que no es preciso mencionar.

—Yo tengo muchos miedos —dijo Pymfyd con orgullo—. De los perros rabiosos, de los leprosos y de las campanillas de los leprosos. De los corceles infernales, las harpías y las brujas; de los jinetes del rayo y de las criaturas que viven en el fondo de los pozos; de los trasgos, demonios y fantasmas que acechan en el cementerio.

—¿Eso es todo? —preguntó Madouc.

—¡De ninguna manera! Temo la gota, la peste y la viruela. Ahora que lo pienso, temo sobremanera el disgusto del rey. Debemos regresar antes de que alguien nos vea tan lejos de Sarris y vaya con el cuento.

—¡No tan pronto! —dijo Madouc—. Cuando sea hora de regresar, te lo indicaré —estudió el letrero—. Flauhamet está a sólo seis kilómetros.

—¡Seis o seiscientos! —exclamó el alarmado Pymfyd—. ¿Cuál es la diferencia?

—El príncipe Cassander mencionó la feria de Flauhamet, y dijo que era muy alegre.

—Todas las ferias se parecen —declaró Pymfyd—. Constituyen el refugio favorito de canallas, embaucadores y rateros.

Madouc no le prestó atención.

—Habrá malabaristas, bufones, cantores, bailarines con zancos, mimos y volatineros.

—Esas gentes son de dudosa reputación —gruñó Pymfyd—. Todos lo saben.

—También habrá un torneo. El príncipe Cassander quizá participe, si la competencia le place.

—Bah, lo dudo.

—¿Porqué?

Pymfyd miró el paisaje.

—No es adecuado que yo hable del príncipe Cassander.

—¡Habla! No repetiré tus palabras.

—Dudo de que corra ese riesgo con tantas personas presentes en caso de que lo tumben.

Madouc sonrió.

—Sin duda él es vanidoso. En todo caso, no sólo deseo ver el torneo. Me agradaría deambular entre los puestos.

La cara franca de Pymfyd cobró un aire de obstinación.

—No podemos entrar en el pueblo tan ricamente para codearnos con patanes. ¿Imaginas la reacción de la reina? A ti te reñirían y a mí me apalearían. Debemos regresar, pues avanza el día.

—¡Todavía es temprano! Devonet y Chlodys apenas se están preparando para tejer.

Pymfyd soltó un grito de alarma. Señaló hacia el oeste.

—Se acerca alguien. ¡Son nobles locales y te reconocerán! Vámonos antes de que lleguen.

Madouc suspiró. La lógica de Pymfyd era irrefutable. Sacudiendo las riendas, echó a andar por el camino de Fanship, pero se paró en seco.

—¿Ahora qué? —preguntó Pymfyd.

—Viene un grupo por el camino de Fanship. El del caballo bayo es Cassander, y el que monta el corcel negro es sin duda el rey Casmir.

Pymfyd lanzó un gruñido de desesperación.

—¡Estamos atrapados!

—¡De ningún modo! Cruzaremos la Calle Vieja y nos ocultaremos camino arriba hasta que esté despejado.

—¡Al fin una idea sensata! —masculló Pymfyd—. ¡Deprisa! No hay tiempo que perder. Podemos escondernos detrás de aquellos árboles.

Azuzando los caballos, cruzaron la Calle Vieja y continuaron hacia el norte por la prolongación del camino de Fanship, que pronto se transformó en un simple sendero en el prado. Se aproximaron a una alameda, donde esperaban poder ocultarse.

—¡Huele a humo! —dijo Madouc por encima del hombro.

—Debe ser la choza de un pegujalero —respondió Pymfyd—. Hueles el humo de su hogar.

—No veo ninguna choza.

—Eso no nos incumbe. ¡Pronto, vayamos a la sombra!

Se ocultaron bajo los álamos, donde descubrieron el origen del humo: una fogata en la que un par de vagabundos asaba un conejo. Uno era bajo y ventrudo, con una cara chata y redonda enmarcada por una ensortijada mata de pelo negro y una barba del mismo color. El segundo era alto y delgado como una estaca, de brazos y piernas flacas, con un rostro largo y vacío como la cara de un bacalao. Ambos llevaban vestimentas raídas y costrosos borceguíes. El vagabundo alto se tocaba con un sombrero picudo de fieltro negro; su gordo camarada lucía un sombrero de copa baja y ala muy ancha. Junto a ellos había un par de sacos en los que evidentemente guardaban sus pertenencias. Al ver a Madouc y a Pymfyd se pusieron en pie y consideraron la situación.

Madouc los miró con frialdad y llegó a la conclusión de que nunca había visto un par de sujetos con peor traza.

—¿Qué hacéis vosotros aquí, tan atildados y elegantes? —preguntó el vagabundo gordo y bajo.

—Eso no os concierne —respondió Madouc—. Pymfyd, continuemos. Molestamos a estas personas mientras comen.

—En absoluto —dijo el vagabundo bajo. Se dirigió a su camarada sin apartar los ojos de Madouc y Pymfyd—. Ossip, echa una ojeada al camino. Fíjate quién más viene.

—Todo despejado. Nadie a la vista —informó Ossip.

—Esos caballos son buenos —dijo el sujeto corpulento—. Las sillas y arneses también son de buena calidad.

—¡Mira, Sammikin! La pelirroja lleva un broche de oro.

—¿No es una farsa, Ossip? Algunos llevan oro, y otros no tienen nada.

—¡Es la injusticia de la vida! Si yo tuviera el poder, todos compartirían lo mismo.

—¡He aquí un noble concepto!

Ossip estudió la brida de Tyfer.

—¡Mira eso! Hasta el caballo lleva oro —dijo con viscoso entusiasmo—. ¡Vaya riqueza!

Sammikin chasqueó los dedos.

—¡No puedo sino regocijarme! ¡El sol brilla y nuestra suerte ha cambiado al fin!

—Aun así, debemos esforzarnos, del modo en que sabemos, para salvaguardar nuestra reputación.

—¡Sabias palabras, Ossip!

Los dos avanzaron. Pymfyd se volvió hacia Madouc.

—¡Al galope! —exclamó. Hizo girar su caballo, pero Ossip extendió un brazo y cogió la brida. Pymfyd le pateó la cara, haciéndole pestañear.

—¡Ah, pequeña víbora, has mostrado los dientes! ¡Ay, mi pobre cara! ¡Qué dolor!

Sammikin corrió hacia Madouc, pero ella había azuzado a Tyfer, alejándose unos metros por el camino, donde se detuvo presa de la indecisión.

Sammikin se volvió hacia Ossip, que aún colgaba de la brida del caballo de Pymfyd, a pesar de los golpes y maldiciones del jinete.

Sammikin sorprendió a Pymfyd por detrás, y cogiéndolo por la cintura lo arrojó al suelo. Pymfyd soltó un grito de dolor. Rodando de costado, cogió una rama rota y se levantó para defenderse.

—¡Perros! —Blandió la rama con histérica valentía—. ¡Alimañas! ¡Acercaos si os atrevéis! —Miró por encima del hombro hacia Madouc—. ¡Cabalga, tonta, y apresúrate! ¡Busca ayuda!

Sammikin y Ossip, sin premura, empuñaron sus varas y acorralaron a Pymfyd, el cual se defendió con energía y agilidad hasta que Sammikin le astilló la rama. Sammikin hizo un finta; Ossip alzó la vara y le dio a Pymfyd en el costado de la cabeza, aturdiéndolo. Pymfyd cayó al suelo y Sammikin lo golpeó una y otra vez, mientras Ossip ataba el caballo de Pymfyd a un árbol. Echó a correr hacia Madouc, que al final reaccionó, hizo girar a Tyfer y se lanzó al galope camino arriba.

La cabeza de Pymfyd cayó de lado, y la sangre manó de su boca. Sammikin retrocedió con un gruñido de satisfacción.

—¡Éste ya no contará historias! Ahora vayamos tras la otra.

Madouc, acurrucada sobre la silla, galopó sendero arriba entre las cercas de piedra. Miró hacia atrás. Ossip y Sammikin la seguían al trote. Madouc soltó un aullido y azuzó a Tyfer. Seguiría por el sendero hasta hallar una brecha en una cerca, luego atravesaría las dunas y regresaría a la Calle Vieja.

Detrás venían los vagabundos, Ossip dando largas zancadas, Sammikin meciendo los brazos y contoneándose como una rata gorda. No parecían tener prisa.

Madouc miró a izquierda y derecha. Una zanja llena de agua corría junto al sendero, con un murete de piedra por el otro lado; en el borde anterior, la cerca había cedido ante un seto de espinos. Más adelante el sendero se curvaba atravesando una brecha en la cerca. Madouc enfiló hacia allí. Frenó consternada al advertir que había entrado en un corral de poca extensión. Miró en torno pero no halló una salida.

Por el camino venían Ossip y Sammikin, jadeando de fatiga. Ossip gritó con voz aflautada:

—¡Pórtate bien ahora! Detén el caballo y actúa con calma. ¡No nos hagas trajinar!

—¡«Tranquila» es la palabra! —exclamó Sammikin—. Pronto habremos terminado y te encontrarás muy tranquila, según dicen.

—¡Eso entiendo yo! —convino Ossip—. Quédate quieta y no grites. ¡No soporto a las niñas lloronas!

Madouc miró desesperadamente a su alrededor, buscando un boquete o un lugar bajo para saltar, pero en balde. Se apeó, y abrazó el pescuezo de Tyfer.

—¡Adiós, querido amigo! ¡Debo abandonarte para salvar la vida! —Corrió hacia el parapeto, trepó y se marchó del corral.

Ossip y Sammikin la llamaron con furia.

—¡Detente! ¡Regresa! ¡Era una broma! ¡No queremos hacerte daño!

Madouc miró hacia atrás atemorizada y corrió con ímpetu hacia la oscuridad del Bosque de Tantrevalles.

Maldiciendo, lamentando tantos esfuerzos y profiriendo terribles amenazas, Sammikin y Ossip saltaron el parapeto y la persiguieron.

En la linde del bosque Madouc se detuvo un instante para recobrar el aliento y apoyarse en el tronco de un roble viejo y nudoso. A poca distancia venían Ossip y Sammikin, que apenas podían correr por la fatiga. Sammikin vio a Madouc junto al árbol, los cobrizos bucles revueltos. Aminoraron la marcha. Sammikin gritó con voz meliflua:

—Ah, querida niña, haces bien al esperarnos. Cuídate del bosque, donde viven los espantajos.

—¡Te comerán viva y escupirán tus huesos! ¡Estás más segura con nosotros! —añadió Ossip.

—¡Ven aquí, pequeña! —exclamó Sammikin—. ¡Retozaremos juntos!

Madouc dio media vuelta y se internó en el bosque. Sammikin y Ossip soltaron gritos de airada frustración.

—¡Regresa, mocosa desmelenada!

—¡Ahora sí que estamos enfadados! ¡Recibirás un severo castigo!

—¡Ah, zorra, chillarás, jadearás, temblarás! No tendremos piedad, pues no la tuviste con nosotros.

Madouc hizo una mueca. Se le revolvía el estómago. ¡Qué lugar tan espantoso podía ser el mundo! ¡Habían matado al pobre Pymfyd, tan bueno y tan valiente! ¡Y Tyfer! ¡Nunca volvería a montarlo! Y si ellos la pillaban, le retorcerían el cuello en el acto, a menos que prefirieran utilizarla para alguna repugnante diversión.

Madouc se detuvo a escuchar. Contuvo el aliento. Los crujidos de las pisadas sobre las hojas muertas sonaban cada vez más cerca.

Madouc describió un ángulo, sorteando una mata de espinos y otra de laureles, esperando desorientar así a sus perseguidores.

El bosque se volvió más tupido; el follaje tapaba el cielo, salvo donde un árbol caído, una protuberancia rocosa o alguna circunstancia inexplicable creaba un claro. Un tronco podrido le cerró el paso; Madouc trepó por él a gatas, esquivó un arbusto de zarzamora, saltó un arroyo que corría entre berros. Se detuvo para mirar atrás y recobrar el aliento. No vio nada alarmante y supuso que había eludido a los salteadores. Contuvo el aliento para escuchar.

Crunch, crunch, cruncb: los sonidos eran débiles y cautos pero parecían acercarse. En efecto, Ossip y Sammikin habían entrevisto el destello del vestido blanco de Madouc en un claro del bosque y seguían tras ella.

Madouc soltó un gemido de frustración. Giró y echó a correr nuevamente, tomando los caminos más tortuosos, bajo las sombras más oscuras. Se escurrió entre unas matas de alisos, vadeó un arroyo lento, cruzó un claro y sorteó un roble caído. Encontró un recoveco entre las raíces, oculto por un banco de dedaleras. Madouc se agazapó bajo las raíces.

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