Cuando el Sangranada estuvo frente a la costa, Aillas envió un bote a tierra con un despacho para el rey Casmir, requiriendo autorización para entrar en el puerto. Anunciaba que su visita era fortuita, por lo que sería informal y desprovista de ceremonia; con todo, esperaba deliberar con el rey Casmir sobre asuntos de interés común.
La autorización de ingreso se otorgó de inmediato; el Sangranada atravesó la entrada del puerto y fue amarrado junto a un muelle. El resto de la flota permaneció lejos de la costa y ancló en la rada abierta.
Con un pequeño séquito, Aillas y Dhrun desembarcaron del Sangranada. El rey Casmir los aguardaba en su suntuoso carruaje; el grupo enfiló hacia el castillo de Haidion por el Sfer Arct.
Durante la marcha Casmir manifestó preocupación por los barcos anclados en la rada.
—Mientras el viento sea ligero y sople desde el mar o desde el oeste, no hay peligro. Pero si cambia el viento, tus naves deben hacerse a la mar de inmediato.
—Por esa razón nuestra estancia será breve —dijo Aillas—. Pero calculo que el tiempo no cambiará en un par de días.
—Es una pena que debas partir tan pronto —dijo cortésmente Casmir—. Tal vez haya tiempo para concertar una justa. Es posible que tú y el príncipe Dhrun deseéis participar.
—Yo no —dijo Aillas—. Ese deporte consiste en recibir golpes y magulladuras y en caerse del caballo. No me apetece.
—¿Y Dhrun?
—Soy más apto para el diábolo.
—Como gustéis —dijo el rey Casmir—. Nuestro agasajo, pues, será muy informal.
—Me parece perfecto —dijo Aillas. Como siempre, cuando hablaba con el rey Casmir, se maravillaba de su capacidad para el disimulo, pues Casmir era la persona que más odiaba en el mundo—. Aun así, como los vientos han tenido la amabilidad de impulsarnos hasta tus costas, podríamos pasar un par de horas provechosas comentando la situación general.
El rey Casmir asintió.
—Así será.
Aillas y Dhrun ocuparon aposentos en la Torre Este, donde se bañaron y cambiaron de vestimenta para cenar con la familia real. Para la ocasión Casmir escogió el Salón Verde, así llamado por los paneles de sauce moteado de verde y la gran alfombra, verde grisácea con profusión de flores rojas.
Cuando Aillas y Dhrun llegaron al salón, encontraron ya presente a la familia real. No había más huéspedes presentes; la cena sería, por lo visto, totalmente informal. El rey Casmir estaba junto al hogar, cascando nueces, comiendo el contenido y arrojando la cáscara al fuego. Sollace estaba sentada cerca de él, escultural como siempre, las trenzas de cabello rubio ceñidas por una red de perlas. Madouc estaba a su lado, escrutando el fuego con expresión remota. Se había dejado enfundar en un vestido azul oscuro con un volante blanco en el cuello; una cinta blanca le ceñía el pelo, formando bucles ordenados que le enmarcaban la cara de un modo favorecedor. La dama Etarre, que supervisaba el guardarropa de Madouc, pues ésta no permitía que Vosse entrara en sus aposentos, había comunicado a la reina Sollace:
—Por una vez ha permitido que le modifiquemos esa traza de fierecilla.
—Sus estados de ánimo son incomprensibles —gruñó Vosse.
—Rehúso especular —dijo la reina Sollace con un suspiro—. Gracias, Etarre, puedes irte —la dama Etarre hizo una reverencia y se marchó. La reina Sollace continuó—: Con su dudoso origen, un tema que por cierto se nos prohibe comentar, su volubilidad no debe sorprendernos.
—Una situación extraordinaria —declaró Vosse—. Con todo, las órdenes del rey son claras y no me corresponde a mí dudar de su sabiduría.
—No hay ningún misterio —dijo la reina—. Esperamos desposarla ventajosamente. Entretanto, debemos soportar sus caprichos.
Sentada en el Salón Verde, la reina Sollace evaluó disimuladamente a Madouc. Nunca sería una auténtica belleza, aunque sin duda ejercía una rara fascinación. No tenía suficientes carnes allí donde importaba, ni había esperanzas de que las hubiese algún día. «Una lástima», pensó Sollace. La redondez y la amplitud eran los ingredientes esenciales de una buena apariencia. A los hombres les apetecía asir algo sustancioso cuando tenían ganas: tal era la experiencia de la reina Sollace.
Con la llegada de Aillas y Dhrun, los presentes ocuparon sus sitios a la mesa: el rey Casmir en un extremo, el rey Aillas en el otro, la reina Sollace en un costado, Dhrun y Madouc en el otro.
La cena, como había prometido Casmir, consistió en un refrigerio bastante sencillo: salmón remojado en vino, un guiso de pitorra, cebollas y cebada; cabeza de oveja hervida con perejil y pasas; patos asados con un relleno de aceitunas y nabos; un anca de venado en salsa roja; y un postre a base de quesos, lengua en salmuera, peras y manzanas.
Madouc apenas tomó un trozo de ave, bebió un sorbo de vino y algunas uvas del centro de mesa. Ante los intentos de conversación de Dhrun, Madouc respondió sin espontaneidad. El asombrado príncipe se preguntó si aquélla era la conducta normal de la princesa en presencia del rey y la reina.
La comida llegó a su fin. Durante un rato el grupo se quedó bebiendo un vino suave y dulzón conocido como Fialorosa, servido en las tradicionales copas de vidrio púrpura, trabajadas de tal modo que no había dos iguales. Finalmente el rey Casmir anunció su intención de retirarse; todos se levantaron, se despidieron y se encaminaron hacia sus respectivas habitaciones.
Por la mañana, Aillas y Dhrun desayunaron en una pequeña sala contigua a sus aposentos. Al poco el senescal Mungo se presentó para anunciar que el rey Casmir se alegraría de conferenciar con el rey Aillas a su conveniencia; de inmediato, si le complacía. Aillas aceptó la propuesta y Mungo lo condujo hasta la sala de estar del rey, donde Casmir se levantó para recibirlo.
—¿Quieres sentarte? —sugirió Casmir, señalando una silla. Aillas se sentó con una reverencia. Casmir ocupó una silla similar. A una señal del rey, Mungo se retiró.
—Esta no es sólo una ocasión agradable —dijo Aillas—, sino que nos brinda una oportunidad de intercambiar opiniones. No nos comunicamos a menudo.
Casmir asintió.
—Aun así, el mundo permanece en su sitio. Esa deficiencia no ha causado grandes cataclismos.
—No obstante, el mundo cambia y ningún año es igual al siguiente. Si hubiese comunicación entre ambos, y coordinación entre nuestras políticas, al menos evitaríamos el riesgo de sorprendernos mutuamente.
El rey Casmir agitó la mano en un ademán afable.
—Es una idea persuasiva, aunque un poco excesiva. La vida en Lyonesse sigue un ritmo rutinario.
—Empero, es asombroso cómo ciertos episodios pequeños o rutinarios, triviales en sí mismos, puedan causar hechos relevantes.
—¿Te refieres a algún episodio en particular? —preguntó cautelosamente el rey Casmir.
—Nada de especial. El mes pasado supe que el rey Sigismondo el Godo pretendía enviar una partida de desembarco a la costa norte de Wysrod, donde se apoderaría de tierras para desafiar al rey Audry. Fue disuadido sólo porque sus consejeros le aseguraron que al instante se toparía con todo el poderío de Troicinet, además de los ejércitos daut, y que le esperaba un desastre seguro. Sigismondo desistió, y ahora planea una expedición contra el reino de Kharesm.
Casmir se acarició la barba pensativamente.
—No tenía la menor noticia.
—Qué raro —dijo Aillas—. Tus agentes son célebres por su eficacia.
—No eres el único que teme a las sorpresas —dijo Casmir con una sonrisa agria.
—¡Es extraordinario que digas eso! Anoche mi mente era un hervidero de actividad, y me quedé despierto elaborando planes. Deseo proponerte uno de ellos. Que, en efecto, y por usar tus palabras, eliminaría el componente del temor a las sorpresas.
—¿Cuál es esa propuesta? —preguntó Casmir con escepticismo.
—Sugiero rápidas consultas en caso de emergencia, tal como una invasión goda, o cualquier otro atentado contra la paz, con miras a una respuesta coordinada.
—Vaya —dijo Casmir—. Tu plan podría ser difícil de ejecutar.
Aillas rió cortésmente.
—Espero no haber exagerado el alcance de mis ideas. No son muy diferentes de las metas que manifesté el año pasado. Las Islas Elder están en paz; ambos debemos asegurarnos de que esta paz continúe. El año pasado mis mensajeros ofrecieron alianzas defensivas a cada reino de las Islas Elder. Tanto el rey Kestrel de Pomperol como el rey Milo de Blaloc aceptaron nuestras garantías; por ende, los defenderemos contra cualquier ataque. Me cuentan que el rey Milo está enfermo y también debe lidiar con sus duques desleales. Por esta razón, la flota que ahora está anclada en la rada pondrá rumbo a Blaloc, para hacer patente nuestra confianza en el rey Milo y contener a sus enemigos. No mostraré misericordia con quien intente subvertir su gobierno o la sucesión legítima. Blaloc debe conservar la independencia.
Casmir calló un instante.
—Esas excursiones solitarias se pueden interpretar mal —dijo al fin.
—Eso es precisamente lo que me preocupa. Por ello me agradaría contar con tu aprobación, para que no haya errores, y así los enemigos del rey Milo quedarían derrotados de antemano.
El rey Casmir sonrió extrañamente.
—Ellos podrían argumentar que su causa es justa.
—Lo más probable es que aspiren a buscar favores dentro de un régimen nuevo e imprevisible, lo cual sólo acarrearía problemas. Lo más conveniente sería una sucesión legítima para ocupar el trono.
—Lamentablemente, el príncipe Brezante es débil y carece de popularidad. De ahí los disturbios internos de Blaloc.
—El príncipe Brezante es apropiado para las necesidades de Blaloc, que no son difíciles de satisfacer. Desde luego, preferiríamos que el rey Milo se recobrara.
—Sus perspectivas no son halagüeñas. En la actualidad, su único alimento consiste en huevo de perdiz cocido en suero de manteca. ¿Pero no nos alejamos del tema? ¿Cuál es tu propuesta?
—Señalaré lo obvio: nuestros dos reinos son los más poderosos de las Islas Elder. Propongo que redactemos un protocolo conjunto garantizando la integridad territorial de todos los reinos de las islas. Los efectos de semejante doctrina serían profundos.
El rostro del rey Casmir se había convertido en una máscara de piedra.
—Tus propósitos hablan de tu nobleza, pero algunos de tus supuestos pueden ser poco realistas.
—Me baso en un único supuesto importante —dijo Aillas—. Supongo que te interesa la paz tanto como a mí. No hay otra posibilidad salvo la contraria, es decir, que no te interese la paz, lo cual es obviamente absurdo.
El rey Casmir sonrió con sorna.
—De acuerdo, ¿pero tus ideas no parecerán algo vagas, incluso ingenuas?
—No lo creo —dijo Aillas—. La idea central es muy clara: un agresor potencial quedaría disuadido por temor a una derrota segura, junto con el castigo y el fin de su dinastía.
—Te aseguro que reflexionaré atentamente sobre tu propuesta —dijo rígidamente el rey Casmir.
—No espero más —dijo Aillas.
Mientras Aillas exponía sus improbables planes al rey Casmir, Dhrun y Madouc fueron a la terraza y se apoyaron en la balaustrada. Debajo de ellos se extendía la plaza de armas, y más allá la ciudad de Lyonesse. A pesar de la desaprobación de la dama Vosse, Madouc lucía sus ropas habituales: un vestido color avena, con un cinturón. Un cordel trenzado azul le sujetaba los rizos, y una borla le colgaba de la oreja izquierda; llevaba sandalias en los pies desnudos.
Dhrun estaba intrigado por la borla y comentó:
—Llevas esa borla con notable elegancia.
Madouc fingió indiferencia y trazó un ademán desdeñoso.
—No es gran cosa, sólo un capricho.
—Es un capricho llamativo, con cierto aire atrevido, propio de las hadas. Tu madre Twisk luciría esa borla con orgullo.
Madouc meneó la cabeza dubitativamente.
—Cuando la vi, no usaba borlas ni cintas, y su cabello flotaba como una bruma azul —Madouc caviló un instante—. Desde luego, no estoy al corriente de las modas de las hadas. No queda mucho de hada en mí.
Dhrun la miró de arriba abajo.
—Yo no estaría tan seguro.
Madouc se encogió de hombros.
—Recuerda que nunca he vivido entre hadas; no he comido pan de hadas ni bebido vino de hadas. La naturaleza de las hadas…
—Se llama soum. Es verdad que el soum se agota, dejando sólo la hez humana.
Madouc miró reflexivamente hacia la ciudad.
—Sea como fuere, no me gusta pensar en mí misma como «hez humana».
—¡Claro que no! ¡Jamás te vería de ese modo!
—Me place oír tu buena opinión —dijo púdicamente Madouc.
—Ya la conocías. Además, si me permites decirlo, me alivia verte de buen ánimo. Anoche estabas abatida. Me pregunté si te aburría la compañía.
—¿Era tan evidente?
—Parecías alicaída, cuando menos.
—Aun así, no estaba aburrida.
—¿Por qué te sentías triste?
Una vez más Madouc miró el paisaje.
—¿Debo explicar la verdad?
—Correré el riesgo —dijo Dhrun—. Sólo espero que tus comentarios no sean muy corrosivos. Cuéntame la verdad.
—Soy yo quien corre riesgos —dijo Madouc—. Pero no sé contenerme. La verdad es que me agradó tanto verte que me sentí contrariada e infeliz.
—¡Increíble! —dijo Dhrun—. Y cuando yo parta, la pena te hará cantar y bailar de alegría.
—Te ríes de mí —dijo Madouc con voz compungida.
—No, claro que no.
—¿Entonces por qué sonríes?
—Creo que tienes más de hada de lo que sospechas.
Madouc inclinó la cabeza reflexivamente, como si Dhrun hubiera dado en el clavo.
—Tú viviste mucho tiempo en Thripsey Shee, así que tú debes estar cargado de naturaleza feérica.
—Eso temo, a veces. Un niño humano que permanece demasiado en el shee se vuelve débil y desequilibrado. Luego no sirve para nada, salvo para tocar música salvaje con la flauta. Cuando interpreta una giga, las gentes no pueden dejar de bailar; saltan y brincan hasta que se les gastan los zapatos.
Madouc estudió a Dhrun con admiración.
—A mí no me pareces desequilibrado… aunque no soy la más indicada para juzgar. Por casualidad, ¿tocas la flauta?
Dhrun asintió.
—En una época toqué para un elenco de gatos danzarines. Eso fue hace tiempo. Ahora no se consideraría digno.
—¿Y cuando tocabas las gentes bailaban sin cesar? En tal caso, me agradaría que tocaras, como si fuera por impulso espontáneo, para el rey, la reina y la dama Vosse. Al senescal Mungo le vendrían bien unos pasos, y también a Zerling el verdugo.