Maestra en el arte de la muerte (26 page)

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
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Como era previsible —tratándose de una mujer que tan sólo ayudaba al doctor a preparar sus pociones y, por añadidura, extranjera—, Adelia se sentó frente a otra de las improvisadas mesas de un extremo del salón, destinada a los invitados de menor jerarquía. En todo caso, su puesto distaba varios asientos del ornamentado recipiente para la sal que marcaba el límite entre los invitados y los sirvientes, también presentes para dar cumplimiento a la orden de Cristo: alimentar a los pobres. Los que eran aún más pobres estaban agrupados en el patio, alrededor de un brasero, esperando las sobras. A la derecha de Adelia estaba Hugh, el cazador, tan inexpresivo como de costumbre, aunque la saludó con bastante cortesía. A la izquierda, un hombre pequeño y anciano que no conocía. Le desagradó que el hermano Gilbert ocupara un lugar frente a ella. Pero así fue.

Los comensales ya estaban congregados en torno a las mesas y los padres, con disimulo, daban bofetadas a sus hijos cuando trataban de partir un trozo de pan, porque mucho tenía que suceder antes de que pudieran poner algún otro alimento sobre éste. Sir Joscelin debía declarar su fidelidad a su señora, la priora Joan, lo que hizo con una rodilla en el suelo, y luego le entregó —a modo de simbólica renta— seis palomas blancas como la leche en una jaula dorada.

El prior Geoffrey debía bendecir la mesa. Las copas se alzarían para brindar en honor de Tomás de Canterbury y de su nuevo recluta para gloria de los mártires, el pequeño Peter de Trumpington, la
raison dʹêtre
de ese festejo. «Una curiosa costumbre», pensó Adelia cuando se puso de pie para brindar por la salud de los muertos.

Entre los murmullos respetuosos se oyó un chillido discordante.

—El infiel insulta a nuestros santos. —Roger de Acton apuntaba con triunfal indignación a Mansur—. Brinda por ellos con agua.

Adelia cerró los ojos. «Dios, no permitáis que apuñale a ese cerdo».

Pero Mansur permaneció sereno, sorbiendo su agua. Sir Joscelin aplicó a Acton una reprimenda que oyeron todos los presentes.

—Por su fe, este caballero renuncia a beber alcohol, señor Roger. Si no sois capaz de tolerar bien la bebida, os sugiero que sigáis su ejemplo.

Bien hecho. Acton se hundió en su asiento. La opinión que Adelia tenía de su anfitrión mejoraba. Pero no debía dejarse cautivar por él.
«Memento mori»,
se dijo.

«Recuerda que vas a morir». Él podía ser el asesino; era un cruzado, como el recaudador de impuestos. Y como otro hombre que estaba en la mesa principal, sir Gervase, que había seguido cada uno de los pasos de Adelia desde que había entrado en el salón.

«¿Será él?».

Adelia tenía la certeza de que el asesino había participado en las cruzadas. No se trataba sólo de haber descubierto que el dulce era un
jujube
árabe, sino del tiempo transcurrido entre el ataque a las ovejas y la muerte de los niños: coincidía exactamente con el período en que Cambridge había recibido la convocatoria de Ultramar y había respondido enviando a sus hombres. El problema era que no habían sido pocos.

—¿Que quiénes se fueron de la ciudad el año de la gran tormenta? —había repetido Gyltha ante la pregunta de Adelia—. Bueno, estaba la hija de Ma Mill, que, siguiendo con la tradición familiar, se hizo vendedora ambulante...

—Hombres, Gyltha, hombres.

—Oh, un montón de ellos. El abad de Ely ordenó que el país se uniera a la cruzada. —Cuando Gyltha decía «país» se refería al condado—. Debieron de ser cientos los que partieron junto a lord Fitzgilbert hacia Tierra Santa.

Le contó también que aquel había sido un mal año. La gran tormenta había arruinado las cosechas, las inundaciones arrasaron personas y viviendas, los pantanos quedaron anegados, incluso el sereno Cam creció furiosamente. Dios había demostrado su ira por los pecados de Canterbury. Sólo una cruzada contra sus enemigos podría aplacarla.

Lord Fitzgilbert, que buscaba en Siria terrenos con que sustituir los suyos, que habían quedado inundados, clavó un estandarte con la cruz en la plaza del mercado de Cambridge. Los jóvenes a quienes la tormenta había destruido sus medios de vida respondieron a su llamamiento, del mismo modo que los ambiciosos, los aventureros, los pretendientes rechazados y los casados con mujeres cargantes. Los tribunales ofrecieron a los delincuentes la opción de ir a la cárcel o unirse a la cruzada. Los pecadores que se confesaban ante los sacerdotes también eran absueltos si optaban por hacerse cruzados. Un pequeño ejército había abandonado la ciudad.

Lord Fitzgilbert había regresado en un ataúd y yacía en su propia capilla, debajo de una efigie de mármol que mostraba su imagen, con las piernas —vestidas con calzas— en cruz, como correspondía a un cruzado. Algunos murieron después de regresar, a causa de las enfermedades que habían contraído, y descansaban en tumbas más modestas, con una sencilla espada esculpida en la piedra. Otros no fueron más que un nombre entre los muchos que conformaban la lista de muertos que trajeron los supervivientes.

No faltaban los que habían optado por quedarse en Siria, donde encontraban posibilidades de llevar una vida más opulenta y menos húmeda, mientras otros regresaron a sus antiguas ocupaciones, de modo que —ése era el consejo de Gyltha— Adelia y Simón deberían observar atentamente a los comerciantes, algunos villanos, un herrero y el propio boticario que proveía de medicinas al doctor Mansur, por no mencionar al hermano Gilbert y al silencioso canónigo que había acompañado al prior Geoffrey en el camino.

—¿El hermano Gilbert fue a la cruzada?

—Así es. También es sospechoso, no volvió rico como sir Joscelin y sir Gervase. Muchos pidieron dinero prestado a los judíos, pequeñas sumas, pero suficientemente importantes para ellos, y no pudieron pagar los intereses. No me extrañaría que el que gritaba exigiendo colgar a los judíos fuera el mismo demonio que mató a los pequeños. A muchos les gustaría ver a un judío colgado, y se dicen cristianos.

Abrumada por la magnitud del problema, en el rostro de Adelia se había dibujado una mueca de desaliento, pero el razonamiento del ama de llaves era incuestionable.

De modo que, en medio del festejo, mientras miraba a quienes la rodeaban, no debía adjudicar un significado siniestro a la evidente riqueza de sir Joscelin. El origen bien podía ser Siria, en lugar del judío Chaim. Sin duda, la propiedad de un sajón se había transformado en un edificio de piedra de considerable belleza. El enorme salón que cobijaba a los invitados tenía un techo de artesonado tan bueno como cualquiera que hubiera visto en Inglaterra. Desde la galería situada más allá de la tarima, los músicos tocaban la viola y la flauta con una destreza que superaba la de un aficionado. Los utensilios de hierro que habitualmente llevaban los invitados a una comida se habían vuelto innecesarios: cada comensal encontraba en la mesa un cuchillo y una cuchara. Los platos y los aguamaniles eran de plata exquisitamente labrada y las servilletas de damasco.

Adelia expresó su admiración ante los comensales. Hugh se limitó a asentir. El hombrecillo que estaba sentado a la izquierda intervino: —Deberían haberlo visto en los antiguos tiempos, cuando pertenecía a sir Tibault, el padre de sir Joscelin: era un granero carcomido a punto de derrumbarse. Un viejo inmundo, el caballero. Dios lo tenga en su gloria, aunque murió a causa de la bebida. ¿No es así, Hugh?

—El hijo es diferente —gruñó Hugh.

—Así es, diferentes como el queso y la cal. Joscelin le ha dado vida a este lugar. Le ha dado buen destino a su oro.

—¿Oro? —preguntó Adelia.

Al hombrecillo le entusiasmó su curiosidad.

—Eso me dijo. «Hay oro en Ultramar, señor Herbert. A montones». Veréis, soy su zapatero; un hombre no le mentiría a quien le hace las botas.

—¿También sir Gervase regresó con oro?

—Una tonelada o más, cuentan, sólo que cuida mejor su dinero.

—¿Consiguieron juntos el oro?

—No puedo responderos. Es probable. Difícilmente se les ve separados. Son como David y Jonathan.

Adelia echó un vistazo a la mesa de los ilustres, donde estaban David y Jonathan, bien parecidos, seguros, cómodos el uno con el otro, conversando por encima de la cabeza de la priora.

«¿Y si los asesinos fueran dos, que ambos estuvieran de acuerdo...?». No lo había pensado, pero debería haberlo hecho.

—¿Están casados?

—Gervase tiene esposa, pobrecita, está postrada y babea. —El zapatero estaba feliz de demostrar su conocimiento sobre esos hombres insignes—. Sir Joscelin está negociando su matrimonio con la hija del barón de Peterborough. Será una buena pareja.

El estridente sonido del cuerno malogró la conversación. Los invitados tomaron asiento. La comida estaba en camino.

En la mesa de los ilustres, Rowley Picot entretenía a la esposa del alguacil y le rozaba la rodilla con la suya. También le hacía guiños a la monja joven sentada en la mesa de más abajo, para hacerla sonrojar, pero sobre todo sus ojos se dirigían a la pequeña doctora, sentada entre las personas de nivel inferior, las que trabajaban esforzadamente con sus manos. Tal y como iba ataviada, debía reconocer que estaba bastante bien. Su piel blanca y aterciopelada desaparecía en el corsé de color azafrán e invitaba a acariciarla. Involuntariamente movió la punta de los dedos. No era lo único digno de palpar, el cabello dorado sugería que también era rubio el que rodeaba... Aquella maldita ramera —sir Rowley espantó su ensueño lujurioso— estaba descubriendo demasiadas cosas, y también maese Simón, y confiaban en que el maldito gigante árabe los protegería, un eunuco, por Dios.

«Demonios, hay más», pensó Adelia.

Por segunda vez, el cuerno anunció otra hilera de sirvientes que llegaban de la cocina, encabezados por el maestro de ceremonias. Nuevas bandejas, incluso más grandes, se apilaban como pequeñas montañas. Eran necesarios dos hombres para transportarlas. Los alegres convidados —aún más alegres al verlas— las recibían con expresiones de júbilo.

Los restos de la comida que se había servido en primer lugar fueron retirados y colocados en una carretilla para llevarlos afuera, donde hombres, mujeres y niños harapientos esperaban para lanzarse sobre ellos. Nuevos platos ocuparon su lugar.


Et maintenant, milords, mesdames...
—Por segunda vez, se oyó al jefe de cocina—.
Venyson en furmety gely. Porcelle farce enforce. Pokokkye. Cranys. Venyson roste. Byttere truffée. Pulle end‐re. Braun freyez avec graunt tartez. Leche Lumbarde. A soltelle.
Francés normando para denominar comida francesa.

—Habla en francés —explicó amablemente el señor Herbert, como si no lo hubiera dicho ya la primera vez—, sir Joscelin trajo a ese cocinero de Francia.

Adelia deseó que hubiera regresado a su país. No podía más. Se empezaba a sentir rara.

Se había negado a beber vino y había pedido agua hervida, una solicitud que sorprendió al sirviente que llenaba las copas de vino y que no había sido satisfecha.

Estaba sedienta, y el señor Herbert la había persuadido de que en lugar de vino o cerveza optara por una bebida inocua hecha con miel, de la que ya había vaciado varias copas.

Pero aún estaba sedienta. Hacía señas frenéticas a Ulf para que le trajera un poco de agua del aguamanil de Mansur, pero él no la veía.

Fue Simón de Nápoles quien respondió a sus señas. Acababa de entrar y estaba presentando sus disculpas a la priora Joan y a sir Joscelin por su demora.

«Ha descubierto algo», pensó Adelia, irguiéndose en la silla. Por su manera de andar podía deducir que el tiempo que había pasado en el castillo había rendido sus frutos. Lo observó mientras hablaba animadamente con el recaudador de impuestos en un extremo de la mesa de los ilustres; luego desapareció de su vista para tomar asiento un poco más adelante, en la misma mesa y en el mismo lado que ella.

En la mesa, pavos reales sacrificados una semana antes lucían su cola desplegada y carnadas de lechones crujientes exhibían lánguidos la manzana que tenían entre los dientes. El ojo de un avetoro asado —que sin duda conoció tiempos mejores entre los juncos de los pantanos a los que pertenecía— miraba acusadoramente a Adelia. En silencio se disculpó con él: «Lamento que os hayan metido trufas por el culo».

Nuevamente vislumbró el rostro de Gyltha asomándose por la puerta de la cocina. Adelia volvió a enderezarse. «He dicho mucho a tu favor». En su plato limpio apareció un guiso de venado y avena. Le echó
gely
de una salsera: grosellas, tal vez.

—Quiero una ensalada —rogó, desesperanzada.

Las palomas, símbolo de la renta de la priora, se habían escapado de la jaula y se habían unido a los gorriones en las vigas del techo, desde donde dejaban caer sus excrementos sobre las mesas.

El hermano Gilbert ignoraba a las monjas que tenía a cada lado. En cambio, miraba a Adelia.

—Deberíais avergonzaros de vuestro cabello, señora —le advirtió, inclinado hacia delante, desde el otro lado de la mesa.

—¿Por qué? —preguntó Adelia, devolviéndole la mirada.

—Sería mejor que ocultarais vuestros bucles debajo de un velo, que vistierais ropas de luto y olvidarais vuestro aspecto exterior. Oh, hija de Eva, aceptad el atuendo de penitencia que corresponde a las mujeres por la ignominia de Eva, el odio que merecéis por haber causado la caída de la raza humana.

—No tiene la culpa —la defendió la monja que estaba a su izquierda—, la caída de la raza humana no es culpa suya. Tampoco mía.

Era una mujer enjuta, de mediana edad, que había estado bebiendo copiosamente, al igual que el hermano Gilbert. A Adelia le gustaba su aspecto.

El monje se dirigió a ella.

—Silencio, mujer. ¿Vais a discutir con el gran San Tertuliano? ¿Vos, que pertenecéis a una orden de costumbres disipadas?

—Sí —repuso la monja, con jactancia—. Tenemos un santo mejor que el vuestro. Tenemos al pequeño Peter. Lo mejor que vosotros tenéis es un dedo gordo del pie de Santa Eteldreda.

—Tenemos un fragmento de la Santísima Cruz —gritó el hermano Gilbert.

—¿Quién no? —se mofó la monja sentada a la derecha.

El hermano Gilbert parecía haber descendido de su corcel al polvo y a la sangre del campo de batalla.

—El pequeño Peter se irá a la mierda cuando el archidiácono investigue vuestro convento, puerca. Y lo hará. Oh, yo sé lo que ocurre en Santa Radegunda: indisciplina, incumplimiento de los santos oficios, hombres en vuestras celdas, partidas de caza, travesías río arriba para aprovisionar a vuestras anacoretas. Oh, no lo creo. Lo sé.

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