Maestra en el arte de la muerte (27 page)

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
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—Sí, les llevamos provisiones —respondió la monja sentada a la derecha del hermano Gilbert, tan gordinflona como delgada era su compañera—. Y si luego visito a mi tía, ¿cuál es el problema?

Adelia volvió a escuchar la voz de Ulf cuando le hablaba de la hermana
Gordi.
Miró a la monja con los ojos entrecerrados.

—Os he visto —afirmó alegremente—. Os he visto impulsando vuestro bote río arriba.

—Apuesto a que no la habéis visto hacerlo de regreso. —El hermano Gilbert hervía de furia—. Pasan toda la noche fuera del convento. Su comportamiento es licencioso y concupiscente. En una orden decente habrían sido azotadas hasta que sus culos sangraran, pero ¿dónde está su priora? De caza.

Un hombre que odia; un hombre odioso. Y un cruzado. Adelia se inclinó sobre la mesa.

—¿Os gustan los
jujubes,
hermano Gilbert?

—¿Qué? ¿Qué? No, detesto los confites.

El monje no le prestó atención y siguió con sus denuncias sobre Santa Radegunda. Una voz serena y triste sonó a la derecha de Adelia.

—A nuestra Mary le gustaban los confites.

Las lágrimas rodaban penosamente por las vigorosas mejillas, de Hugh, el cazador, cayendo en su guiso.

—No lloréis —le suplicó Adelia—. No lloréis.

—Era su sobrina. La pequeña Mary fue asesinada. La hija de su hermana —le susurró a la doctora el zapatero sentado a su izquierda.

—Lo lamento —se compadeció Adelia tocando la mano del cazador—. De verdad lo lamento.

Unos ojos empañados por las lágrimas, infinitamente tristes, la miraron.

—Lo encontraré. Le destrozaré el hígado.

—Ambos lo encontraremos —aseguró Adelia. Le irritaba que la arenga del hermano Gilbert importunara un momento como ése—. No es San Tertuliano — corrigió adelantando el torso para clavarle al monje un dedo en el pecho.

—¿Qué?

—Tertuliano. El que habéis citado cuando os referíais a Eva. No es un santo.

¿Creéis que era santo? Pues no lo era. Se apartó de la Iglesia. Era... —formuló cuidadosamente— heterodoxo. Eso era. Se unió a los montañistas. En consecuencia, nunca fue consagrado santo.

Las monjas se regocijaron.

—¿No lo sabíais? —dijo la enjuta.

La respuesta del hermano Gilbert fue ahogada por un nuevo toque de trompeta y otra hilera de sirvientes que desfilaba a lo largo de la mesa ubicada sobre la tarima.


Blaundersorye, curlews en miel, pertyche, eyround angels, petyperneux...
—¿Qué es «petiperné»? —preguntó el cazador, todavía con lágrimas.

—Pequeños huevos revueltos —le respondió Adelia y comenzó a llorar sin poder controlarse.

La parte de su cerebro que no había perdido por completo la batalla con el aguamiel hizo que se pusiera de pie y llegara hasta una mesa lateral donde había una pequeña jarra de agua. Aferrada a ella se dirigió a la puerta, seguida de
Salvaguarda.
El recaudador de impuestos la observó alejarse. Varios invitados ya estaban en el jardín. Los hombres miraban pensativos los troncos de los árboles, las mujeres se dispersaban para buscar un lugar tranquilo donde ponerse en cuclillas. Los más pudorosos formaban una inquieta fila para usar los bancos con agujeros para el trasero que sir Joscelin había instalado sobre el arroyo que corría hacia el Cam.

Bebiendo ávidamente de la jarra, Adelia salió a dar un paseo, pasó por los establos, y sintió el reconfortante olor de los caballos, atravesó oscuros corrales donde aves de rapiña encapuchadas soñaban con abalanzarse en picado y matar.

Había luna. Había hierba, un huerto... El recaudador de impuestos la encontró dormida debajo de un manzano. Cuando estiró sus brazos hacia ella, la figura pequeña, oscura y hedionda que estaba a su lado levantó la cabeza, y otra, mucho más alta y con una daga en el cinto, surgió de las sombras. Sir Rowley les mostró a ambos sus manos vacías.

—¿Creéis que sería capaz de hacerla daño?

Adelia abrió los ojos. Se incorporó, le dolía la cabeza.

—Tertuliano no es ningún santo, Picot —le dijo.

—Siempre lo dudé —comentó el recaudador, en cuclillas junto a ella. Se había dirigido a él como si fueran viejos amigos y eso le llenó de placer—. ¿Qué habéis estado bebiendo?

—Era amarillo —explicó Adelia, tratando de concentrarse.

—Aguamiel. Es necesario tener la fortaleza de un sajón para resistirla —indicó, y de un tirón la puso de pie—. Venid, os libraréis de ella bailando.

—No sé bailar. Vayamos a dar una patada al hermano Gilbert.

—Me estáis tentando, pero creo que es mejor que bailemos.

En el salón habían retirado las mesas. Los sobrios músicos de la galería se habían trasladado a la tarima, transformados en tres hombres fornidos y sudorosos: uno tocaba el tamboril y los otros dos eran violinistas; uno de ellos indicaba los pasos de baile con gritos que superaban los chillidos, las carcajadas, los pisotones y las vueltas en la pista de baile.

El recaudador de impuestos arrastró a Adelia hasta allí.

El baile no se parecía a las disciplinadas y complejas danzas que se bailaban de puntillas en los palacios de Salerno. En Cambridge no había elegancia. Su gente no tenía tiempo para tomar lecciones bajo el auspicio de Terpsícore, simplemente bailaban. Sin cansarse, sin detenerse, sudorosos, tenaces, apasionados, impulsados por salvajes dioses ancestrales. Un tropezón aquí o allá, un movimiento equivocado, ¿qué importaba? «Otra vez, a la carga, a bailar. Al ataque. El pie izquierdo hacia la izquierda, el derecho le sigue. Espalda con espalda. Recoger la falda. Sonreír. Hombro derecho con hombro derecho. Giro a la izquierda. Hacia delante. En diagonal. Giro, señores y señoras, giro, cabrones. Otra vez».

En los muros, las antorchas centelleaban como un fuego expiatorio. De los juncos que habían quedado machacados en el suelo emanaba un incienso verde que impregnaba el salón. No había tiempo para recuperar el aliento. Tocaba el «paso del caballo», atrás en círculo, al centro, bajo el arco, otra vez, otra vez.

La aguamiel se evaporó y fue reemplazada por la embriaguez del baile colectivo. Rostros refulgentes aparecían y desaparecían, manos escurridizas cogían a Adelia, haciéndola girar. Sir Gervase, un desconocido, el señor Herbert, el alguacil, el prior, el recaudador de impuestos, sir Gervase otra vez, que la hacía girar con tanta violencia que Adelia temió que la soltara y la lanzara contra la pared. Hacia el centro, bajo el arco, al galope, giro.

Imágenes fugaces llenaban la retina de Adelia y desaparecían. Simón le hizo una seña para anunciarle que se marchaba, pero su sonrisa —en ese momento sir Rowley la hacía girar velozmente— le alentó a seguir disfrutando. La alta priora y el pequeño Ulf daban vueltas cogidos de la mano, impulsados por la fuerza centrífuga. Sir Joscelin le hablaba con seriedad a la pequeña monja mientras pasaban, espalda con espalda, dibujando una curva. Un círculo de admiradores rodeaba a Mansur, que danzaba con el rostro impasible sobre espadas cruzadas mientras entonaba un
ma'quam.
Roger de Acton trataba de hacer que una ronda fuera hacia la derecha. Fue arrollado.

Oh, Dios, el cocinero y la esposa del alguacil. No había tiempo para sorprenderse. Hombro derecho con hombro derecho. A bailar, a bailar. Sus brazos y los de Picot formaron un arco, Gyltha y el prior Geoffrey pasaron debajo de él. La monja enjuta y el boticario. Luego Hugh, el cazador, y Matilda B. Todo el mundo, desde los que estaban más allá del salero a los que tenían mayor jerarquía, servía a un dios democrático que bailaba. Oh, Dios, esto es disfrutar. Sin parar. A bailar.

Adelia no advirtió que sus zapatillas se habían desgastado por completo hasta que sintió el ardor que la fricción le provocaba en las plantas de los pies.

Se alejó del tumulto. Era hora de partir. Algunos invitados también se disponían a hacerlo. Un grupo muy numeroso se había reagrupado en las mesas laterales, donde se estaba sirviendo la cena.

Renqueando, se dirigió hacia la puerta. Mansur la siguió.

—¿Maese Simón ya se ha ido? —le preguntó.

Mansur fue a buscarlo y regresó desde la cocina con Ulf dormido en sus brazos.

—La mujer dice que salió. —Mansur nunca llamaba a Gyltha por su nombre, siempre le decía «la mujer».

—¿Ella y las Matildas se quedan?

—Ayudarán con la limpieza. Nosotros llevaremos al chico.

Aparentemente, el prior Geoffrey y sus monjes habían partido hacía tiempo. También las monjas, salvo la priora Joan, que en un extremo de la mesa sostenía una porción de pastel de carne de caza en una mano y una jarra de cerveza en la otra. Estaba tan afable que le sonrió a Mansur y cuando Adelia le dio las gracias con una reverencia, la bendijo con la mano que sostenía el pastel.

Fueron al encuentro de sir Joscelin, que volvía del patio, donde, a la luz de la lumbre, se distinguían figuras royendo huesos.

—Ha sido un honor, señor —correspondió Adelia—. El doctor Mansur me ha pedido que le exprese nuestra gratitud.

—¿Regresaréis por el río? Puedo preparar mi barca...

No era necesario, habían llegado en el bote del viejo Benjamín, pero se lo agradecieron. La orilla, aunque iluminada por una única antorcha colocada en un poste, estaba demasiado oscura para distinguir el bote del viejo Benjamín de los otros que esperaban a lo largo de la ribera, pero como todos ellos —excepto el del alguacil Baldwin— eran igualmente sencillos, se llevaron el primero de la fila.

Adelia se sentó en la proa; Ulf —aún dormido— fue depositado en su regazo. El desdichado
Salvaguarda
se mantuvo de pie con sus patas apoyadas en el pantoque. Mansur cogió el mástil...

El bote se balanceó peligrosamente cuando sir Rowley saltó dentro de él. —Al castillo, barquero —ordenó, y se sentó en la bancada—. ¿No es esto agradable?

Desde el agua surgía una ligera bruma. El brillo débil e intermitente de la luna desaparecía cuando los árboles de las orillas formaban un arco que convertía el río en un túnel. Un bulto de un blanco espectral se transformó en una ráfaga de plumas y en una andanada de graznidos cuando un cisne surgió de la oscuridad. Como solía hacer cuando remaba, Mansur cantaba en voz baja, para sí mismo, una reminiscencia atonal de aguas y juncos de otra tierra.

Sir Rowley felicitó a Adelia por el virtuosismo del barquero.

—Es un árabe de las marismas —explicó ella—. En los terrenos húmedos se siente como en casa.

—Qué curioso para un eunuco.

Adelia se puso inmediatamente a la defensiva.

—¿Y qué esperabais? ¿Hombres gordos apoltronados en un harén? El recaudador estaba desconcertado.

—Sí. En realidad, los únicos que he visto lo eran.

—Cuando fuisteis a las cruzadas —sugirió Adelia aún con agresividad.

—Cuando fui a las cruzadas —admitió sir Rowley.

—Entonces, vuestro conocimiento de los eunucos es limitado, sir Rowley. Confío ciegamente en que Mansur se case con Gyltha algún día. —Maldición, su lengua todavía estaba suelta a causa de la aguamiel. ¿Habría traicionado a su querido árabe? ¿Y a Gyltha?

No permitiría que ese sujeto, ese posible asesino, denigrara a un hombre que no estaba dispuesto a lamerle las botas.

Rowley se inclinó hacia delante.

—¿Realmente es lo que esperáis? Pensé que su... eh... condición impedía pensar siquiera en el matrimonio.

Maldición, por mil demonios. Ella misma había originado esa situación y ahora debía aclarar la condición del castrado. Pero ¿qué podía hacer?

—Lo único imposible es que de esa unión nazcan niños. Pero como Gyltha ya no está en edad de concebirlos, eso no será una preocupación para ellos.

—Entiendo. ¿Y respecto a las demás obligaciones del matrimonio?

—Los eunucos pueden tener una erección —declaró bruscamente. Al diablo con los eufemismos. ¿Por qué eludir los fenómenos orgánicos? Si el caballero no deseaba saberlo, que no hubiera preguntado. Advirtió que su respuesta impresionaba al recaudador. Pero todavía no había terminado—. ¿Creéis que Mansur eligió ser lo que es? Fue capturado por traficantes de esclavos cuando era un niño y vendido a unos monjes bizantinos que para preservar su voz lo castraron; de ese modo podría conservar su registro de soprano. Es una práctica común entre ellos. Él, a los ocho años, tenía que cantar para los monjes. Sus torturadores fueron monjes cristianos.

—¿Puedo preguntaros cómo se convirtió en vuestro sirviente?

—Escapó. Mi padre adoptivo lo encontró en una calle de Alejandría y lo trajo a nuestra casa en Salerno. Mi padre tiene la costumbre de recoger a los seres perdidos y abandonados. «Basta, basta», se dijo Adelia. ¿Por qué ese deseo de contarle su vida? Aquel hombre no significaba nada para ella, era aún peor que nada. No tenía sentido compartir su historia con él.

Una gallineta hizo crujir los juncos. Algo, una rata de agua tal vez, se deslizó hacia el agua y se alejó nadando, dejando una estela plateada a causa de la luna. El bote se adentró en otro túnel.

—Adelia —interrumpió sir Rowley.

—¿Sí? —murmuró ella, con los ojos cerrados.

—Ya habéis brindado vuestra colaboración para aclarar este asunto. Cuando lleguemos a la casa del viejo Benjamín os acompañaré y hablaré con maese Simón. Debo hacerle entender que es hora de que regreséis a Salerno.

—No entiendo qué queréis decir. Aún no hemos descubierto al asesino.

—Nos estamos acercando a su guarida. Si le hacemos salir, será muy peligroso hasta que lo atrapemos. No quiero que se lance sobre uno de los nuestros.

—¿Uno de los nuestros? —La desazón que el recaudador de impuestos siempre le había suscitado se volvió más intensa y aguda—. Soy una persona cualificada, elegida para esta misión por el rey de Sicilia, no por Simón, y, ciertamente, no por vos.

—Señora, sencillamente estoy preocupado por vuestra seguridad.

Demasiado tarde. No debía haber sugerido que una mujer como ella regresara a casa. Había insultado su habilidad profesional.

Adelia comenzó a hablar en árabe, el único idioma en el que podía insultar libremente porque Margaret no lo entendía. Dijo frases que había oído pronunciar a Mansur en sus frecuentes discusiones con el cocinero marroquí de sus padres adoptivos. Sólo en esa lengua podía contrarrestar la furia que sir Rowley le inspiraba. Habló de asnos anormales y de la preferencia antinatural que el recaudador tenía por ellos. De sus atributos caninos, sus pulgas, del funcionamiento de sus intestinos y de sus hábitos alimenticios. Le dijo dónde podía meterse su preocupación, una exhortación que nuevamente involucraba a sus intestinos. Poco importaba que Picot fuera capaz de comprender sus palabras. Podía captar lo esencial.

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