Maestra en el arte de la muerte (29 page)

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
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El prior Geoffrey asintió.

—Me temo que el padre Alcuin sostiene que todo el predio del castillo es terreno cristiano.

Sir Rowley hizo una mueca.

—Tal vez esta noche podamos llevarlo a la ciudad a escondidas.

—Tampoco hay cementerio para los judíos en Cambridge —declaró el rabino Gotsce.

Todos lo miraron, excepto el prior Geoffrey, que parecía avergonzado.

—¿Qué hicieron en el caso de Chaim y su esposa? —preguntó Rowley.

—Están en un terreno sin santificar, con los suicidas. Cualquier otra cosa habría provocado un nuevo tumulto —explicó el prior.

La puerta abierta de la torre, frente a la cual estaban reunidos, dejaba ver el ajetreo que había en su interior. Mujeres con cuencos y lienzos colgados del brazo subían y bajaban la escalera circular mientras un grupo de hombres conversaba de pie en el vestíbulo. En medio de ellos Adelia vio a Yehuda Gabirol, que se mesaba los cabellos. Ella hizo lo mismo, porque a la confusa situación se añadía que alguien estaba sufriendo. La conversación del prior, el rabino y el recaudador de impuestos fue interrumpida una y otra vez por un sonido fuerte y profundo que salía de una de las ventanas más altas de la torre, una mezcla de gruñido y el soplido de un fuelle defectuoso. Los hombres lo ignoraron.

—¿Qué es eso? —preguntó Adelia, pero nadie le prestó atención.

—¿Dónde lleváis habitualmente a vuestros muertos? —quiso saber Rowley.

—A Londres. El rey fue tan considerado como para concedernos un cementerio junto al barrio judío. Siempre lo hacemos así.

—¿Es el único?

—El único. Tanto si morimos en York, como en el límite con Escocia, en Devon o en Cornualles, debemos llevar el ataúd a Londres. Tenemos que pagar un arancel especial, por supuesto. Y contratar a perros para que ladren cuando pasamos por las ciudades. —El rabino sonrió sin regocijo—. Resulta caro.

—No lo sabía —repuso sir Rowley.

—¿Por qué deberíais saberlo? —concedió amablemente el rabino.

—Estamos en un aprieto —señaló el prior Geoffrey—. El pobre hombre no puede ser enterrado en los terrenos del castillo y dudo que podamos eludir a la gente de la ciudad durante el tiempo necesario y con la suficiente seguridad como para llevarlo subrepticiamente a Londres.

¿A Londres? ¿Subrepticiamente? El malestar de Adelia se convirtió en una ira que difícilmente podía contener. Dio un paso adelante.

—Me perdonaréis, pero Simón de Nápoles no es un problema del que haya que deshacerse. Fue enviado a este lugar por el rey de Sicilia para rastrear a un asesino que se encuentra entre vosotros y si este hombre está en lo correcto —dijo señalando al recaudador de impuestos— murió por ese motivo. En nombre de Dios, lo mínimo que podéis hacer por él es sepultarlo respetuosamente.

—Tiene razón, prior —asintió Gyltha—. Era un buen hombre. Las dos mujeres estaban avergonzando a los hombres. Desde la ventana se oyó otro gruñido que se transformó en un inconfundible grito femenino que produjo mayor bochorno.

El rabino Gotsce se sintió obligado a dar una explicación.

—La señora Dina.

—¿El bebé? —preguntó Adelia.

—Un poco antes de tiempo —anunció el rabino—, pero las mujeres tienen esperanzas de que todo salga bien.

Adelia oyó las palabras de Gyltha.

—«Yahvéh me lo dio, Yahvéh me lo quitó»
[14]
.

La doctora no preguntó si Dina estaba bien porque era evidente que no lo estaba. Encorvada, sintió que se liberaba de una parte de su disgusto. En un mundo perverso habría algo nuevo y bueno.

El rabino percibió lo que le sucedía.

—¿Sois judía, señora?

—Fui criada por un judío. No soy más que una amiga de Simón.

—Él me lo dijo. Podéis estar tranquila, hija mía. Para todos los que formamos parte de esta pequeña y desventurada comunidad, el entierro de vuestro amigo es un deber sagrado. Ya hemos realizado el
tahará,
hemos lavado su cuerpo, lo hemos limpiado de pecado para que comience su viaje hacia la otra vida. Lo hemos vestido con los
tajrijim,
la sencilla mortaja blanca. Tal y como ha dispuesto el rabino Gamliel, gran sabio, ahora mismo se está fabricando un ataúd de madera de sauce para él.

¿Veis? Me he rasgado las vestiduras por él.

El rabino se había rasgado la pechera de su túnica —ya algo raída— en un gesto ritual de duelo. Adelia tendría que haberse dado cuenta de ello.

—Os estoy muy agradecida, rabino. Pero debo pediros algo más. Él no debe estar solo.

—No está solo. El viejo Benjamín es el
shomer,
vela por él y está recitando los salmos pertinentes. —Se detuvo y miró a su alrededor. El prior y el recaudador de impuestos estaban discutiendo acaloradamente, y prosiguió en voz queda—: En cuanto al entierro, somos personas flexibles, nos hemos visto obligados a serlo, y el Señor sabe que hay cosas imposibles para nosotros. Será clemente con lo que decidamos. —Su voz se convirtió casi en un susurro—. Hemos descubierto que los preceptos cristianos también son flexibles, especialmente cuando se trata de dinero. Estamos recolectando lo poco que tenemos para comprar una parcela de terreno en este castillo donde nuestro amigo pueda yacer dignamente.

Por primera vez en el día, Adelia sonrió.

—Poseo dinero en abundancia. El rabino Gotsce retrocedió.

—Entonces, no es necesario preocuparse. —Y tomando la mano de Adelia pronunció la bendición prescrita para los que están de duelo—: «Bendito eres Tú, Señor, Dios Nuestro, Rey del universo, juez verdadero».

Durante un breve instante, Adelia se sintió embargada de una grata serenidad.

Tal vez fuera la bendición; tal vez, la compañía de hombres de buena voluntad; tal vez, el alumbramiento del hijo de Dina.

Sin embargo, más allá de las ceremonias con las que fuera sepultado, Simón estaba muerto. El mundo había perdido a alguien muy valioso. Y habían apelado a Adelia para establecer si lo sucedido había sido un accidente o un asesinato. Nadie más que ella podía hacerlo.

La doctora aún se resistía a examinar el cuerpo de Simón. En parte, así lo entendía, por miedo a lo que pudiera decirle. Si la bestia que andaba suelta lo había matado, habría asestado una estocada mortal tanto a Simón, como a su decisión de continuar con la misión. Faltando éste, la responsabilidad era exclusivamente suya; sin él, Adelia no era más que un junco solitario, frágil y temeroso.

Pero el rabino, con quien sir Rowley había sostenido una discusión, no tenía intención de permitir que Adelia se acercara al cuerpo de Simón de Nápoles.

—No —refutaba—, de ningún modo, y mucho menos una mujer.


Dux femina facti
[15]
—intervino el prior Geoffrey, con sentido práctico.

—Señor, el prior tiene razón —suplicó Rowley—. En lo que atañe a este asunto, quien dirige nuestra empresa es una mujer. Los muertos le hablan, le dicen la causa de su muerte, y, en consecuencia, podremos deducir quién la provocó. Se lo debemos al difunto, pero también, y en nombre de la justicia, para saber si el asesino de los niños también fue el suyo. Por Dios, él investigaba en bien de vuestro pueblo. Si fue asesinado, ¿no queréis que su muerte sea vengada?


Exoriare aliquis nostris ex ossibus ultor
[16]
. —El prior seguía colaborando—.

«Álzate de mis huesos, oh vengador, destinado a perseguir con el fuego».

El rabino hizo una reverencia.

—La justicia es buena, señor, pero hemos descubierto que sólo en el otro mundo podremos lograrla. Pedís que lo hagamos en nombre de Dios, pero ¿puede complacer al Señor que no respetemos sus leyes?

—Testarudo el pordiosero —advirtió Gyltha a Adelia, sacudiendo la cabeza.

—Como es característico en un judío.

Adelia solía preguntarse cómo habían sobrevivido esa raza y la religión frente a la hostilidad universal, un hecho para ella inexplicable.

Exilio, persecución, degradación, intentos de genocidio; todos los castigos infligidos al pueblo judío no habían logrado sino aferrarlos aún más tenazmente a sus creencias. Durante la primera cruzada, los ejércitos cristianos —henchidos de fervor religioso y alcohol— habían asumido el deber evangélico de convertir a los judíos con los que se encontraban dándoles la alternativa de ser bautizados o morir. La elección tuvo como resultado la muerte de cientos de judíos.

El rabino Gotsce era un hombre razonable, pero prefería morir en los escalones de su torre antes que violar uno de los principios de su fe permitiendo que una mujer tocara el cadáver de un hombre, más allá del beneficio que pudiera reportar.

Una muestra más de que en lo referente a la inferioridad del sexo femenino, las tres religiones coincidían. De hecho, los judíos devotos agradecían diariamente a Dios no haber nacido mujer.

Mientras la mente de Adelia se ocupaba con estos pensamientos, una enérgica discusión tenía lugar, sobresaliendo entre todas la voz de sir Rowley, que en ese momento se dirigía hacia ella.

—Esto es todo lo que he podido obtener: el prior y yo estamos autorizados para observar el cuerpo. Vos tendréis que permanecer fuera y decirnos qué debemos buscar.

Absurdo, pero nadie había sido excluido, tampoco ella. Con considerable esfuerzo, los judíos habían llevado el cadáver a la sala de lo alto de la torre, la única desocupada, la misma donde ella, Simón y Mansur habían conocido al viejo Benjamín y a Yehuda.

Aparentemente preocupado por la posibilidad de que la joven invadiera la sala, el rabino la conminó, en un exceso de celo profesional, a esperar en el rellano de la escalera, con
Salvaguarda
a su lado. Oyó que la puerta se abría. El canto del viejo Benjamín irrumpió brevemente en el hueco de la escalera antes de que la puerta volviera a cerrarse.

Picot tenía razón. Simón no debía ser enterrado sin haber sido escuchado. El espíritu de ese hombre vería como una gran profanación que nadie oyera lo que su cuerpo tenía que decir.

Adelia se sentó en un escalón de piedra y trató de serenarse mientras se concentraba en recordar cuáles eran los síntomas de la muerte por ahogamiento. No sería fácil. Sin la posibilidad de cortar una sección de pulmón para ver si estaba hinchado, si contenía lodo o algas, el diagnóstico dependería en buena medida de la exclusión de otras causas de muerte. De hecho, era improbable que hubiera algún signo que les indicara que había sido asesinado. Quizás podría determinar si estaba vivo cuando cayó al agua, pero aun así quedaría otra pregunta sin responder: ¿había caído o le habían empujado?

Oyó la salmodia del viejo Benjamín y el ruido sordo de las botas del recaudador de impuestos, que bajaba la escalera en dirección a ella.

—Tiene un aspecto sereno. ¿Qué hacemos?

—¿Tiene espuma en la boca y en las fosas nasales?

—No. El cuerpo ha sido lavado.

—Presionad el pecho. Si sale espuma, secadla, y volved a presionar.

—No sé si el rabino me lo permitirá. Manos gentiles. Adelia se puso de pie.

—No le preguntéis, sencillamente, hacedlo. —Nuevamente se había convertido en la doctora de los muertos. Rowley subió apresuradamente la escalera.

«No tendrás que temer del terror de la noche, ni de la flecha que vuela por el día»
[17]
.

Adelia se apoyó en el triángulo de la saetera que tenía detrás, distraídamente acarició la cabeza de
Salvaguarda
y miró el conocido paisaje, el río, los árboles, y más allá, las colinas. Una poesía bucólica de Virgilio.

«Pero me aterroriza pensar en ese paisaje de noche», pensó. Sir Rowley estaba nuevamente junto a ella.

—Espuma —dijo, secamente—. Las dos veces. Rosada.

Se había caído al agua vivo. Un indicio, pero no una prueba. Podría haber sufrido un paro cardíaco que hizo que se cayera al río.

—¿Hay magulladuras?

—No veo ninguna. Tiene cortes entre los dedos. El viejo Benjamín dijo que encontraron tallos de plantas en ellos. ¿Eso significa algo?

Significaba que Simón estaba vivo cuando había caído al agua. En el terrible minuto —ése era el tiempo estimado— que tardó en morir había arrancado juncos y algas que quedaron dentro de sus manos cuando se cerraron en el espasmo fatal.

—Buscad moretones en la espalda, pero sin ponerlo boca abajo. Está prohibido.

En esta ocasión pudo oírse la discusión entre Rowley y el rabino. Las voces de ambos sonaban bruscas. El viejo Benjamín los ignoraba.

«Sobre los frescos pastos me lleva a descansar, y a las aguas tranquilas me conduce»
[18]
.

Sir Rowley ganó. Regresó a donde estaba Adelia.

—Hay moretones aquí y aquí —señaló, posando su mano sobre un hombro e indicando con la otra una línea que atravesaba la parte superior de la espalda—. ¿Fue golpeado?

—No. Sucede a veces. El esfuerzo por volver a la superficie rompe los músculos que rodean los hombros y el cuello. Se ahogó, Picot. Es todo lo que puedo deciros. Simón se ahogó.

—Hay otro moretón muy distinto —añadió Rowley. Esta vez se llevó el brazo a la espalda y dibujó un círculo con los dedos, entre los omóplatos—. ¿Qué pudo haberlo causado? —Al ver que la doctora fruncía el ceño, escupió en el escalón donde estaba parado y se arrodilló para delinear un pequeño círculo mojado en la piedra—. Algo así. Redondo, distinto, como os dije. ¿Qué puede ser?

—No lo sé. —La exasperación se apoderó de ella. Con sus nimias leyes y el temor a la impureza innata de las mujeres, estaban erigiendo una barrera entre médico y paciente. Simón la llamaba y ellos no le permitían escucharlo—. Perdonadme —dijo.

La doctora subió las escaleras y entró en la sala. El cuerpo yacía de lado. En un instante salió fuera otra vez.

—Fue asesinado —le anunció a Rowley.

—¿El mástil de una barca?

—Es probable.

—¿Le hundieron con él?

—Sí.

Capítulo 11

La muralla era una fortificación desde la cual los arqueros podían repeler — como sucedió durante la guerra entre Esteban y Matilda— un ataque al castillo. Ese día estaba silenciosa y vacía, salvo por el centinela que hacía su ronda y la mujer — cubierta por una capa y con un perro a su lado— que estaba de pie junto a una de las almenas, a quien saludó sin obtener respuesta.

Era una hermosa tarde. La brisa del oeste, que había desplazado la lluvia hacia el este, arrastraba unas nubes que parecían lana de cordero por el impecable cielo azul; inflaba los techos de lona de los puestos del mercado; agitaba los gallardetes de los barcos amarrados junto al puente; mecía las ramas de los sauces en una danza armónica y formaba en el río brillantes olas irregulares, tornando más bello y vivido el paisaje que Adelia despreciaba. Parecía no verlo.

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