Read Maestra en el arte de la muerte Online
Authors: Ariana Franklin
De Gaza a Chipre. De Chipre a Rodas; había zarpado en el barco siguiente, pero una tormenta separó al cazador de su presa y Rowley no volvió a encontrar rastros de él hasta Creta. De allí a Siracusa, y siguiendo la costa de Apulia, a Salerno...
—¿Vivíais entonces allí? —preguntó Rowley.
—Sí, allí estaba.
A Nápoles, a Marsella, y por tierra a través de Francia. Ningún hombre había hecho una travesía tan curiosa en un país cristiano, le dijo, porque los cristianos no tuvieron un papel importante. Quienes lo ayudaron fueron los despreciados: árabes y judíos, orfebres, fabricantes de baratijas, prestamistas y dueños de tiendas de empeño, gente que trabajaba en recónditos callejones donde hombres y mujeres cristianos enviaban a sus sirvientes con objetos para reparar. Moradores de los guetos, la clase de personas a quien un asesino perseguido y desesperado, con una joya para vender, estaba obligado a acudir para conseguir dinero.
—No era la Francia que conocía, era como estar en un país completamente distinto. Me sentía como un ciego a merced de que ellos me indicaran el rumbo.
«¿Por qué perseguís a ese hombre?», me preguntaban. Y yo les respondía: «Mató a un niño». Eso bastaba. Sí, el primo, la tía, la cuñada o el hijo habían oído que en el pueblo vecino un extranjero tenía una chuchería para vender, y a un precio irrisorio porque debía venderlo rápido. —Rowley hizo una pausa—. ¿Os habéis dado cuenta de que todos, los judíos y árabes de la cristiandad parecen conocerse entre sí?
—Es preciso que así sea —confirmó Adelia. Rowley se encogió de hombros.
—De cualquier modo, nunca permanecía en un lugar el tiempo suficiente para alcanzarlo. Cuando llegaba al pueblo vecino, había escapado hacia el norte. Siempre hacia el norte. Sabía que se dirigía a algún lugar en particular. —Había otras escalas horrendas en el camino—. Había cometido otro crimen en Rodas antes de que yo llegara. Una niña cristiana fue encontrada en una viña. Toda la isla estaba enfervorizada.
En Marsella causó otra muerte; aquella vez la víctima había sido un niño mendigo secuestrado junto al camino. Su cadáver apareció tan mutilado que incluso las autoridades, que no solían preocuparse por el destino de los vagabundos, habían ofrecido una recompensa a quien encontrara al asesino.
En Montpellier, otro niño, de sólo cuatro años.
—«Por sus frutos los conoceréis», dice la Biblia. Yo lo conocía. Él iba sembrando mi mapa de cuerpos de niños, como si no pudiera pasar más de tres meses sin saciarse. Cuando le perdía el rastro, sólo tenía que esperar el grito de un padre resonando de una ciudad a otra. Entonces montaba a caballo para seguirlo.
También había encontrado a las mujeres que Rakshasa iba dejando como estela.
—Atrae a las mujeres. Sólo el Señor sabe por qué. No las trata bien. Todas las criaturas golpeadas a las que interrogaba se negaban a colaborar con mi búsqueda. Aparentemente esperaban y deseaban que volviera. No importaba, para entonces yo estaba siguiendo al pájaro que llevaba consigo.
—¿Un pájaro?
—Un miná. En una jaula. Supe que lo había comprado en un zoco de Gaza. Podría deciros incluso cuánto pagó por él. Pero
por qué
lo llevaba consigo... tal vez fuera su único amigo. —En el rostro de Rowley se dibujó una sonrisa—. Eso le distinguía, gracias a Dios. Más de una vez recibí noticias acerca de un hombre alto que llevaba un pájaro enjaulado en su montura. Y por fin, averigüé adonde se dirigía. Se aproximaban al valle del Loira. Sir Rowley se había desviado porque en Angers estaba el hogar de los huesos que transportaba.
—¿Debía perseguir a Rakshasa, como había jurado? ¿O cumplir mi promesa a Guiscard y permitir que descansara en su última morada? —Estaba en Tours cuando el dilema lo llevó a la catedral para rezar pidiendo consejo—. Y allí Dios Todopoderoso, en su maravilla y gracia, y viendo que mi causa era justa, me tendió su mano. —Porque cuando Rowley salía de la catedral por el pórtico oeste, parpadeando hacia la luz del sol, oyó el graznido de un pájaro que llegaba desde un callejón. La jaula estaba colgaba en la ventana de una casa—. Lo miré, y él a mí. Dijo buenos días en inglés. Pensé: «El Señor me ha guiado hasta este callejón por algún motivo, veamos si es la mascota de Rakshasa». Entonces llamé a la puerta y una mujer me abrió. Pregunté por su esposo. Dijo que había salido, pero yo podía percibir que estaba allí y que era él. La mujer era similar a las otras, desaliñada y asustada. Desenvainé mi espada y traté de abrirme paso pero me golpeaba mientras trataba de subir la escalera, colgada de mi brazo como un gato, no dejaba de chillar. Desde la habitación de arriba oí los gritos de él y luego un golpe muy fuerte. Había saltado por la ventana. Bajé, pero la mujer me impidió el paso y cuando llegué al callejón ya se había marchado. —Rowley se pasaba las manos por el cabello espeso y rizado, desesperado, mientras describía la infructuosa persecución que había tenido lugar a continuación—. Por fin regresé a la casa. La mujer no estaba, pero en la habitación de arriba encontré la jaula, con el pájaro revoloteando en su interior, en el lugar donde había caído cuando él saltó. La levanté y el ave me dijo dónde lo encontraría.
—¿Cómo? ¿Os lo dijo?
—Bueno, no me dijo en qué casa vivía. Me miró con sus ojos vivaces, rodeados de pliegues, y dijo que yo era un lindo niño, un niño inteligente, lo habitual. Si bien eran banalidades, me impresionó oírlo porque sabía que era la voz de Rakshasa. Él lo había adiestrado. No había nada llamativo en lo que decía, sino en cómo lo decía. El acento. Hablaba con el deje de Cambridgeshire. El pájaro había copiado el habla de su amo. Rakshasa era un hombre de este condado. —El recaudador de impuestos se santiguó en señal de agradecimiento al Dios que había sido bondadoso con él—. Dejé que el pájaro recitara su repertorio. Tenía tiempo suficiente para llevar a Guiscard hasta Angers. Sabía hacia dónde se había dirigido Rakshasa. Volvía a su lugar de origen, para establecerse con lo que le quedaba de las joyas de Guiscard. Eso hizo, y esta vez no se me escapará. —Rowley miró a Adelia—. Todavía tengo la jaula.
—¿Qué pasó con el pájaro?
—Le retorcí el pescuezo.
Los hombres que cavaban la tumba habían partido sin que Adelia y Rowley lo advirtieran. Habían terminado su trabajo. La larga sombra que el muro proyectaba en el final del jardín había alcanzado el banco de hierba.
Adelia tembló con el aire helado del anochecer. En ese momento se dio cuenta de que llevaba un rato sintiendo frío. Aún le quedaban muchas cosas por saber, pero no se vio con ánimo de continuar. Tampoco él.
—Debo ocuparme de los preparativos —declaró Rowley. Otros lo habían hecho por él.
Un alguacil, un árabe, un recaudador de impuestos, un prior agustino, dos mujeres y un perro permanecieron en la entrada del jardín, de pie en el peldaño más alto, mientras Simón de Nápoles, en su ataúd de sauce, precedido por hombres con antorchas y seguido por todos los hombres judíos del castillo, era enterrado debajo del cerezo silvestre, en el otro extremo del jardín. No los invitaron a acercarse más. Bajo una luna casi llena, las siluetas del cortejo fúnebre se veían muy oscuras, y los capullos del cerezo muy blancos, como una ráfaga de nieve suspendida en el aire.
El alguacil se mostraba inquieto. Mansur puso sus manos en los hombros de Adelia y ella se recostó sobre él. Aunque no comprendía las palabras, escuchaba la sucesión de notas graves que emitía el rabino al recitar el Salmo 91.
Acostumbrados a que el castillo fuera un lugar ruidoso, todos ignoraron las voces que se alzaban junto a la puerta principal, las de aquellos a quienes el padre Alcuin había hecho llegar su descontento.
Después de escuchar al sacerdote, Agnes había abandonado su choza para dirigirse a la ciudad, mientras Roger de Acton trataba de persuadir a los guardias de que el entierro secreto de un judío en el terreno del castillo era una profanación.
Bajo el cerezo, los hombres del cortejo fúnebre percibieron sus protestas. Sus oídos estaban habituados a los conflictos.
—
«El male rachamim...
—la voz del rabino Gotsce no decayó—
sho chaim bahmro...».
Señor, pleno de maternal compasión, concede el absoluto y perfecto descanso bajo tus alas protectoras, en el firmamento radiante, espacioso, sagrado y puro, a nuestro hermano Simón y a las almas de todos los hombres de nuestro pueblo dentro o fuera de las tierras por donde pasó Abraham, nuestro antecesor...
«Palabras», pensó Adelia. Un pájaro inocente puede repetir las palabras de un asesino. Otras palabras pueden pronunciarse en homenaje a una de sus víctimas y ser un bálsamo para el alma.
Los hombres arrojaron puñados de tierra sobre el ataúd. La procesión cruzó el jardín para salir por el arco y, aunque Adelia no era judía y para ellos era sólo una mujer, todos la bendijeron al pasar junto a ella, que seguía de pie en el peldaño más alto.
«Hamakom y'nachem etchem b'toch sh'ar availai tziyon ee yerushalayim»
. Que Dios te consuele entre los dolientes de Sión y Jerusalén.
El rabino se detuvo e hizo una reverencia al alguacil.
—Os agradecemos vuestra bondad, señor, y esperamos que no os cause problemas.
Luego, todos desaparecieron.
—Bien —intervino el alguacil Baldwin alisándose la ropa—. Debemos volver al trabajo, sir Rowley. Si es verdad que el demonio les encuentra ocupación a las manos ociosas, no descubrirá ninguna aquí esta noche.
Adelia le expresó su gratitud.
—¿Podré visitar la tumba mañana? —Supongo que sí. Y traed con vos al doctor. Todas estas preocupaciones me han producido una fístula que me incomoda al sentarme. —El alguacil miró hacia la entrada—. ¿Qué es ese tumulto, Rowley?
Eran unos diez hombres armados con distintos pertrechos domésticos — horquetas de sus jardines, cuchillos de cocina— con Roger de Acton a la cabeza, todos ellos poseídos por una rabia mucho tiempo reprimida. Corrían hacia el jardín gritando tantos insultos que apenas podía distinguirse «asesino de niños» de «judío».
Acton se dirigía hacia los peldaños, blandiendo en una mano una antorcha y en la otra una horqueta.
—El judío debe desaparecer del foso que han cavado, porque el Señor nos ha salvado de su inmundicia. Hemos venido a arrojarlo fuera de nuestras posesiones. Oh, temblad ante el nombre del Señor, traidores —gritaba, mientras escupía saliva. Detrás de él, un hombre blandía un temible cuchillo de carnicero. Los otros hombres se dispersaron en su búsqueda—. Encontrad la tumba, hermanos, para que podamos descargar nuestra furia sobre su cadáver. Porque se os ha prometido que aquel que castigue a los infieles no será castigado.
—No —espetó Adelia—. Han venido a desenterrarlo. Han venido a desenterrar a Simón. No.
—Mujerzuela. —Mientras Acton subía los peldaños apuntaba con la horqueta a la doctora—. Vos y vuestra lujuria habéis acompañado al asesino de niños, pero ya no toleraremos esa vergüenza.
Uno de los hombres estaba junto al cerezo, gritando y gesticulando hacia los demás.
—Aquí, es aquí.
Adelia esquivó a Acton, bajó los escalones y comenzó a correr hacia la sepultura. No sabía qué haría al llegar. Sólo podía pensar en que tenía que detener ese horror.
Sir Rowley Picot corrió tras ella y Mansur los siguió. Roger de Acton les pisaba los talones y los otros intrusos trataban de interceptarlos. Todos se confundieron en una maraña de choques, aullidos, puñetazos, puñaladas, pisotones. Adelia cayó bajo el tumulto.
Semejante violencia la desconcertaba. No tanto por la intención de castigar, sino por la irracionalidad salvaje de los hombres.
Una bota le rompió la nariz. Se cubrió la cabeza, sobre ella el mundo se fragmentaba en trozos dentados.
Desde algún lugar una voz firme e imperiosa dominó la situación: la voz del prior.
Poco a poco los fragmentos fueron cayendo. Después nada. Más tarde logró ponerse de pie y ver siluetas que se apartaban del lugar donde Rowley Picot yacía con un cuchillo de carnicero clavado en la ingle. La sangre manaba profusamente a su alrededor.
—¿Estoy muerto? —preguntó sir Rowley al aire.
—No —le respondió Adelia.
La mano débil y pálida del recaudador hurgó debajo de las sábanas. Se oyó un grito de cruda agonía.
—Oh, Jesús, ¿dónde está mi verga?
—Si os referís a vuestro pene, aún está allí. Bajo los apósitos.
—Oh. —Volvió a abrir los ojos—. ¿Funcionará?
—Estoy segura de que funcionará satisfactoriamente en todos los sentidos — replicó Adelia con claridad.
—Oh.
Sir Rowley cayó nuevamente en un estado de sopor. La breve conversación lo había reconfortado, aunque no tenía conciencia de que hubiera tenido lugar.
Adelia se inclinó sobre él y acomodó las sábanas.
—Pero estuvo a punto de desaparecer —murmuró suavemente.
No sólo había corrido el riesgo de perder su membrum virilis sino también la vida. El cuchillo había tocado una arteria. Si Adelia no hubiera presionado la herida con el puño mientras trasladaban a Rowley al interior del edificio, se habría desangrado y muerto antes de que ella pudiera utilizar la aguja y el hilo de bordar de lady Baldwin. Aun así —aunque lo ignoraran todos los que la rodeaban, ansiosos—, la sangre había brotado de tal forma que, si las suturas estaban en el lugar correcto era, sencillamente, porque la suerte había estado de su lado.
Con todo, la batalla todavía no estaba ganada. Había logrado extraer los restos de la túnica que el cuchillo había hundido en la herida; pero para saber qué cantidad de detritus de la hoja había quedado dentro, habría que lanzar los dados. Un cuerpo extraño podía corromper los tejidos —habitualmente así sucedía— y, en consecuencia, provocar la muerte. Recordaba la descomposición característica de los cadáveres gangrenosos y, también, que había buscado con una curiosidad distante el lugar donde se había originado la fatalidad.
En esta ocasión, no permanecía distante. Cuando la herida de Rowley se inflamó y comenzó a delirar a causa de la fiebre rezó como nunca lo había hecho, mientras humedecía su frente con agua fría y dejaba caer gotas de una pócima refrescante entre sus labios, fláccidos y cadavéricos.
¿A quién había dirigido sus rezos? A todo, a la nada. Había suplicado, rogado, exigido que la ayudaran a traerlo de vuelta a la vida. Maldición. ¿Qué les había prometido a todos los dioses a los que había apelado? ¿Fe? Entonces ya era seguidora de Jehová, Alá y la Santísima Trinidad, sin olvidar a Hipócrates, y había llorado de agradecimiento cuando el rostro del paciente pareció relajarse y su respiración dejó de ser un estertor para convertirse en un suave ronquido. Cuando Rowley despertó de nuevo, Adelia lo vio explorar instintivamente con su mano. ¡Qué seres tan primitivos eran los hombres! —Aún está ahí —dijo, y cerró los ojos con alivio.