Maestra en el arte de la muerte (31 page)

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
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—¿Vos? —preguntó Adelia.

—Yo —asintió Rowley—. Al mismo tiempo, Enrique me nombró caballero porque sería el encargado de transportar la espada. La propia Leonor la sujetó con una correa a mi espalda y desde ese día hasta que la dejé nuevamente en la tumba del pequeño Guillermo, nunca me aparté de ella. Por la noche, cuando me la quitaba, dormía con ella al lado. Y así, partimos hacia Jerusalén. —El nombre de esa ciudad se apoderó del jardín y de ellos dos, invadiendo el aire con la adoración y la agonía de tres religiones que mantenían una relación hostil, como astros que emiten su propia vibración mientras se precipitan hacia el choque—. Jerusalén —volvió a decir Rowley y citó a la reina de Saba—: «Yo no creía en ello hasta que he venido y lo han visto mis ojos. En realidad, no se me dijo ni la mitad»
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.

Sobrecogido, había pisado las mismas piedras que el Salvador había santificado, había avanzado de hinojos a lo largo de la Vía Dolorosa, se había postrado, llorando, en el Santo Sepulcro. En aquel entonces agradeció que ese núcleo de máxima virtud hubiera sido liberado de la tiranía de los infieles por los hombres de la primera cruzada, para que los peregrinos cristianos pudieran volver a venerarlo, como él hacía. No encontraba palabras para expresar su admiración por ellos.

—Aún hoy no comprendo cómo lo lograron. —Sir Rowley meneaba la cabeza, como si continuara preguntándoselo—. Moscas, escorpiones, sed, calor; los caballos morían mientras los jinetes cabalgaban y no era posible tocar la maldita armadura sin ampollarse los dedos. Fueron diezmados por las enfermedades. Dios nuestro padre estaba con ellos. De otro modo no podrían haber recuperado la morada de su hijo. Al menos, eso pensaba entonces.

También había otros placeres, más profanos. Los descendientes de los primeros cruzados se habían adaptado a la tierra que llamaban Ultramar. En efecto, era difícil distinguirlos de los árabes, cuyo modo de vida imitaban.

El recaudador de impuestos describió los palacios de mármol, los patios con fuentes e higueras, los baños.

—Os lo juro, los grandes baños moriscos están bajo el nivel del suelo.

El aroma intenso y punzante de la seducción impregnaba el pequeño jardín.

Si bien a todos los caballeros de la expedición les cautivó la peculiar, extravagante y exótica santidad del lugar, a Rowley le había fascinado especialmente su carácter difuso y complejo.

—Era desconcertante. Todo estaba enmarañado. No hablo sólo de cristianos contra sarracenos, nada es tan sencillo. Creía, Dios santo, que un hombre era mi enemigo porque creía en Alá. Y, oh, Dios, que aquel que se arrodillaba delante de una cruz era un cristiano y debía estar de mi lado. Pero nada era necesariamente así, aunque ese hombre, en efecto, fuera un cristiano. Era igualmente probable que se hubiera aliado con un príncipe musulmán.

Por lo que Adelia sabía, los mercaderes italianos habían comerciado alegremente con sus pares musulmanes de Siria y Alejandría mucho antes del año 1096, cuando el papa Urbano llamó a liberar los Santos Lugares del dominio de los mahometanos. Habían maldecido la expedición salvadora, y volvieron a hacerlo en 1147, cuando los hombres de la segunda cruzada llegaron nuevamente a Tierra Santa sin más claridad que sus predecesores acerca del mosaico de culturas que invadían el lugar. De ese modo, habían deteriorado el rentable intercambio que había existido entre diferentes religiones a lo largo de generaciones.

Mientras Rowley describía la mezcla que lo había subyugado, Adelia se angustiaba. Sus últimas defensas se derrumbaban ante él. Siempre dispuesta a calificar y descalificar, encontraba en ese hombre una capacidad de percepción inusual para un cruzado. No. No. Ese capricho debía desaparecer. No debía admirarlo. No quería enamorarse.

Rowley, ignorante de sus tribulaciones, continuó con su relato.

—En principio me asombró que el apego de judíos y musulmanes por el Santo Templo fuera tan ferviente como el mío. Para ellos era un lugar igualmente sagrado.

Si bien en un primer momento esa certeza no había abierto paso a la duda acerca de la causa de los cruzados —eso «llegaría más tarde»—, comenzó a disgustarle la intolerancia, manifiesta e intimidatoria, de la mayoría de los recién llegados. Prefería el modo de vida y la compañía de aquellos que eran descendientes de cruzados, que se habían adaptado a ese crisol de culturas. Gracias a su hospitalidad, el aristocrático Guiscard y su séquito habían podido disfrutar de esa diversidad. No tenían motivo para regresar a casa. Aprendían árabe, se bañaban en agua aromatizada con aceites, cazaban junto a sus anfitriones con pequeños y feroces halcones de Berbería, vestían cómodas túnicas y disfrutaban de la compañía de mujeres complacientes, bebidas refrescantes, almohadones mullidos, sirvientes negros, comidas condimentadas con especias. Cuando se preparaban para la batalla, cubrían su armadura con ropones para protegerse del sol. De ese modo, salvo por la cruz que exhibía su escudo, no se diferenciaban de los sarracenos.

Guiscard y su pequeño ejército entraron en guerra. Los peregrinos se transformaron en cruzados. El rey Amalarico había alistado urgentemente a todos los francos para evitar que el general árabe Nur al Din —que había marchado hacia Egipto— lograse unir a los musulmanes para luchar contra los cristianos.

—Un gran guerrero, Nur al Din, y un gran bastardo. En aquel momento nos parecía que al unirnos al ejército del rey de Jerusalén nos uníamos al Rey de los Cielos.

Y así partieron hacia el sur.

Adelia advirtió que pese a que había hecho un relato minucioso, dibujando para ella domos blancos y dorados, grandes hospitales, calles repletas de gente, inmensos desiertos, los hechos inherentes a la cruzada eran exiguos.

—Una sagrada locura. —Aparentemente era todo lo que Rowley tenía que decir sobre la guerra, aunque agregó—: Aun así, hubo caballerosidad por parte de ambos bandos. Cuando Amalarico enfermó, Nur al Din decidió interrumpir la lucha hasta que se restableciera.

Pero el ejército cristiano estaba formado por la escoria de Europa. Como consecuencia del perdón que el Papa otorgaba a pecadores y criminales, en tanto estuvieran dispuestos a seguir el camino de las cruzadas, habían llegado a Ultramar hombres que mataban indiscriminadamente, con la certeza de que sin importar lo que hicieran, Jesús los recibiría en sus brazos.

—Eran como ganado —precisó—, que apestaba tanto como los corrales de donde provenían. Habían escapado de la servidumbre, querían tierras y riquezas.

Masacraban a griegos, armenios y coptos, cristianos más antiguos que ellos, porque pensaban que eran infieles. Judíos y árabes, versados en la filosofía de griegos y romanos, y avanzados en matemáticas, medicina y astronomía, ciencias que los semitas habían legado a Occidente, caían ante hombres que no sabían leer ni escribir, ni veían motivo alguno para aprender a hacerlo.

—Amalarico trató de mantenerlos bajo control —repuso Rowley—, pero continuaban acechando como buitres. Al volver a nuestras líneas descubrimos que habían abierto la barriga a los cautivos porque pensaban que los musulmanes se tragaban las piedras preciosas para ponerlas a salvo. Mujeres, niños, no importaba nadie. Algunos no llegaron a formar parte del ejército, organizaron bandas que vagaban por los caminos para saquear las caravanas que transportaban mercancías. Incendiaban y saqueaban, y si eran capturados decían que lo hacían por la inmortalidad de su alma. Probablemente sigan haciéndolo. —El cruzado hizo una pausa—. Y nuestro asesino era uno de ellos.

Adelia levantó rápidamente la cabeza para mirarlo. —¿Lo conocéis? ¿Estuvo allí?

—Nunca lo vi, pero sí, estaba allí. —El petirrojo había regresado. Revoloteó sobre un arbusto de lavanda y miró un instante a los dos seres silenciosos del jardín antes de emprender el vuelo detrás de un acentor—. ¿Sabéis lo que estamos consiguiendo con nuestras grandiosas cruzadas? —preguntó sir Rowley. Adelia meneó la cabeza. La decepción no era una expresión propia del rostro de ese hombre, pero apareció en ese momento, envejeciéndole. Supuso que la amargura yacía escondida, oculta bajo la máscara de su jovialidad—. Os diré qué están logrando. El odio que están suscitando en los árabes supera en mucho el que sus distintos pueblos solían tenerse entre sí. Conseguirán que se alíe contra la cristiandad una fuerza tan poderosa como jamás se ha visto. El islam.

Rowley se dirigió a la casa. Ella lo observó alejarse. Ya no le parecía rechoncho.

¿Cómo había podido pensar algo semejante? Era corpulento.

Le oyó pedir cerveza.

Picot regresó con jarras en ambas manos y le ofreció una.

—La confesión da sed —señaló.

¿Era así? Adelia tomó la jarra y bebió de ella, incapaz de apartar los ojos del hombre. Intuía con espantosa claridad que, cualquiera que fuera el pecado que tuviera que confesar, lo absolvería.

Rowley estaba de pie, mirando a la doctora.

—Llevé a la espalda la espada de Guillermo Plantagenet durante cuatro años. Durante las batallas, la colocaba bajo mi cota de malla para que no se dañara. Me dejó una marca tan profunda en la piel que todavía conservo una cicatriz con forma de cruz, semejante a la del asno que llevó a Jesús a Jerusalén. La única cicatriz de la que estoy orgulloso. —Rowley entornó los ojos—. ¿Queréis verla?

Adelia le sonrió.

—Tal vez en otro momento.

La doctora se reprochó ser una mujer fácil, seducida hasta el enamoramiento por el relato de un soldado. Ultramar, valentía, cruzadas, una fantasía romántica. Debía recuperar la compostura.

—Muy bien, en otro momento —concedió Rowley. Bebió de su cerveza y se sentó—. ¿Dónde estaba? Oh, sí. En ese momento íbamos hacia Alejandría. Debíamos evitar que Nur al Din construyera sus embarcaciones en los puertos de la costa de Egipto. Los sarracenos no habían comenzado la guerra naval, pero lo harían algún día. Y como dice el proverbio árabe, es mejor oír las flatulencias de los camellos que los rezos de los hombres. De modo que allí estábamos, luchando en medio del Sinaí. Arena, calor y el viento que los musulmanes denominan
jamsin
azotaban nuestros ojos. Arqueros escitas a caballo atacaban desde todos los ángulos. Malditos centauros, las flechas caían sobre nosotros como una plaga de langostas. Hombres y caballos terminaban como erizos. La sed. Y en medio de todo aquello, Guiscard enfermó gravemente. En toda su vida apenas si había enfermado y de pronto se sintió aterrorizado por la idea de su finitud. No quería morir en tierra extranjera.

«Llevadme a casa. Prometedme que me llevaréis hasta Anjou», imploró. Se lo prometí. En nombre de su amo enfermo, Rowley había tenido que rogar de rodillas al rey de Jerusalén que le concediera autorización para regresar a Francia.

—A decir verdad, me alegré. Estaba hastiado de tanta muerte. Me preguntaba constantemente si Jesucristo había venido a la tierra para eso. Y la idea del niño que en la tumba esperaba su espada empezaba a quitarme el sueño. Aun así... —Sir Rowley terminó su cerveza y luego meneó la cabeza, cansado—. Aun así, al decir adiós me sentí culpable, un traidor. Os lo juro, jamás habría partido antes de ganar la guerra si Guiscard no me hubiera elegido para llevarlo de vuelta a casa.

No, pensó Adelia. No lo habría hecho. Pero ¿por qué se disculpaba? Estaba vivo, y también los hombres a los que habría podido matar si hubiera permanecido allí. ¿Por qué le avergonzaba más haber abandonado una guerra como aquélla que haberla continuado? Tal vez fuera la bestia que habita en todos los hombres, y por todos los cielos, se dijo. «Mi emoción se debe sin duda a la mala bestia que hay en mí».

—Comencé a organizar el viaje de regreso. Sabía que no sería fácil. Estábamos en medio del Desierto Blanco, en un lugar llamado Bahariya, un asentamiento grande por ser un oasis, pero me sorprendería que Dios alguna vez hubiera oído hablar de él. Intenté volver hacia el oeste, para dar con el Nilo y navegar en dirección a Alejandría, que todavía no había caído en manos enemigas. Desde allí podríamos cruzar a Italia. Pero además de la caballería escita, de los asesinos escondidos detrás de cada maldito arbusto y los pozos envenenados, estaban nuestros propios bandoleros cristianos en busca del botín, y a lo largo de los años Guiscard había adquirido tantas reliquias, joyas y sedas que nos veíamos obligados a viajar con una caravana de mulas de dos yardas de largo, que no hacía más que incitar al saqueo. Por eso llevábamos rehenes.

Adelia sacudió la jarra.

—¿Rehenes?

—Por supuesto. —Rowley estaba irritado—. Allí es algo normal. Como comprenderéis, no buscábamos exigir un rescate, como se hace en Occidente. En Ultramar, los rehenes son un resguardo. Eran una garantía, un contrato, una forma viviente de buena voluntad, una promesa de que el acuerdo sería respetado; formaban parte del intercambio diplomático y cultural entre razas. Princesas de los francos, de sólo cuatro años de edad, eran retenidas para garantizar una alianza entre sus padres, cristianos, y los captores moros. Los hijos de grandes sultanes vivían en los hogares de los francos, en ocasiones durante años, como garantía de que la conducta de su familia sería la correcta. Los rehenes evitan derramar sangre. Son un buen recurso. Es como estar en una ciudad sitiada y tratar de llegar a un acuerdo con quienes imponen el sitio. Se necesitan rehenes para garantizar que los bastardos no entren en la ciudad violando y matando, y que aquellos que se rinden no adopten represalias. En el caso de que alguien deba pagar un rescate y no reúna inmediatamente la suma exigida, tiene la posibilidad de ofrecer rehenes como garantía por la parte que adeuda. Los rehenes se utilizan para casi todo. Cuando el emperador Nicéforo quiso que un poeta árabe fuera a su corte, entregó rehenes al califa Harun al Rashid, a cuyo servicio estaba el poeta, como garantía de que el hombre sería reintegrado al califa según lo pactado. Es algo semejante a empeñar bienes.

Adelia meneaba la cabeza, asombrada.

—¿Y funciona?

—A la perfección. —Rowley meditó sobre lo que había dicho—. Bueno, casi siempre. Nunca advertí que un rehén saliera mal parado, aunque me han contado que los primeros cruzados fueron bastante rudos. —Picot estaba ansioso por tranquilizar a Adelia—. Es un método excelente. Preserva la paz, facilita el entendimiento entre bandos. Sin ir más lejos, esos baños moriscos... Nosotros, hombres de Occidente, jamás habríamos sabido de ellos si algún rehén de noble cuna no hubiera exigido a su regreso que los instalaran.

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