Inmediatamente reconocí la enorme y desparramada masa del Kanchenjunga, la tercera montaña más alta de la Tierra, con sus 8.598 metros sobre el nivel del mar. Quince minutos después apareció el Makalu, el quinto pico más alto del mundo, y por último, el inconfundible perfil del Everest.
La negra cuña de su cima piramidal destacaba claramente por encima de los montes circundantes. El pico abría una brecha visible en el vendaval de ciento veinte nudos, produciendo un penacho de cristales de hielo que ondeaba hacia el este cual larguísimo pañuelo de seda. Mientras observaba aquella estela de vapor, se me ocurrió pensar que la cumbre del Everest estaba exactamente a la misma altura que el avión a reacción que me transportaba por los cielos. Que me propusiera subir a la altitud de crucero de un Airbus 300 me pareció, en ese instante, una idea cuando menos absurda. Tenía las manos frías y húmedas.
Cuarenta minutos después pisaba Katmandú. Al entrar en el vestíbulo del aeropuerto después de pasar por la aduana, un joven fornido y bien afeitado reparó en mis dos enormes bolsas de lona y se me acercó. «Usted debe de ser Jon, ¿no?» inquirió con su melodioso acento neozelandés mientras consultaba una hoja con las fotos de pasaporte de todos los clientes de Rob Hall. Me estrechó la mano, se presentó como Andy Harris, uno de los guías de Hall, y dijo que había venido para acompañarme al hotel.
Harris, que tenía treinta y un años, me explicó que en el mismo vuelo de Bangkok debía llegar otro cliente, un abogado de Bloomfield Hills (Michigan) llamado Lou Kasischke. Entre una cosa y otra, Kasischke tardó una hora de reloj en localizar su equipaje, así que, mientras esperábamos, Andy y yo estuvimos charlando sobre algunos picos difíciles que ambos habíamos escalado en el oeste de Canadá y comparando el esquí con el snowboard. Las ansias evidentes de Andy por escalar y su incombustible entusiasmo por las montañas me hicieron añorar la época de mi vida en que el alpinismo era lo más importante del mundo y yo trazaba la ruta de mi existencia en función de las cumbres que había coronado y las que un día esperaba conquistar.
Justo antes de que Kasischke —un hombre alto y atlético de sienes plateadas y circunspección patricia— saliera de la cola de aduanas, pregunté a Andy cuántas veces había estado en el Everest. «En realidad —confesó animadamente—, ésta será la primera, lo mismo que tú. Resultará interesante ver cómo se me da la cosa».
Hall nos había reservado habitaciones en el hotel Garuda, un acogedor y bullicioso establecimiento en el corazón de Thamel, el frenético barrio turístico de Katmandú, situado en una estrecha avenida atestada de rickshaws y vendedores ambulantes. Muy popular entre quienes participan en expediciones al Himalaya, el Garuda tenía sus paredes cubiertas de fotografías autografiadas de alpinistas famosos que habían parado allí a lo largo de los años: Reinhold Messner, Peter Habeler, Kitty Calhoun, John Roskelley, Jeff Lowe… Al subir a mi habitación vi en la escalera un póster a todo color en el cual, bajo el título «Trilogía del Himalaya», se veían el Everest, el K2 y el Lhotse —respectivamente, la primera, la segunda y la cuarta montaña más alta del planeta—. Ante las siluetas de estos picos, aparecía un hombre barbudo y sonriente ataviado con toda la parafernalia alpina. En el pie de foto se leía el nombre de Rob Hall. El póster, que era un reclamo de la agencia de Hall, Adventure Consultants, conmemoraba su gesta de 1994, cuando escaló los tres picos en el espacio de dos meses.
Una hora después conocí personalmente a Hall. Medía cerca de un metro noventa y era flaco como una estaca. A pesar de su rostro de querubín, aparentaba más años de los treinta y cinco que tenía; no sé si se debía a las marcadas arrugas en el rabillo de los ojos o al aire de autoridad que transmitía. Llevaba una camisa hawaiana y unos Levis descoloridos con un parche con el símbolo del yin-yang en una de las rodillas. Una mata rebelde de pelo castaño le asomaba a la frente. Su barba necesitaba un buen corte.
Gregario por naturaleza, Hall resulto ser un experto narrador dotado de un cáustico humor típicamente neozelandés. Al final de un larguísimo chiste sobre un turista francés, un monje budista y un yak particularmente lanudo, Hall pronunció la frase clave con un guiño travieso, hizo una pausa teatral y luego prorrumpió en sonoras y contagiosas carcajadas, de tanta gracia que le hacía la historia. Me cayó bien de inmediato.
Hall nació en el seno de una familia católica de clase obrera en Christchurch, Nueva Zelanda. Era el menor de nueve hermanos y aunque tenía una mente despierta y científica, al cumplir los quince dejó los estudios debido a un conflicto con un profesor especialmente déspota. En 1976 entró a trabajar en Alp Sports, un fabricante local de equipo para escalada. «Empezó haciendo un poco de todo, como coser a máquina —recuerda Bill Atkinson, consumado escalador y guía, que, a la sazón, también trabajaba en Alp Sports—. Pero debido a su innata capacidad organizadora, algo que ya se le notaba a sus dieciséis o diecisiete años, pronto llevó él solo la parte de producción de la empresa».
Hall había sido durante años un ávido montañero; por la misma época en que entró en Alp Sports, empezó también a escalar. Aprendía muy rápido, dice Atkinson, que se convirtió en su habitual compañero de escalada. «Tenía la habilidad de asimilar las técnicas de todo el mundo».
En 1980, con diecinueve años, Hall participó en una expedición que atacó la difícil arista Norte del Ama Dablam, un pico de 6.799 metros de incomparable belleza, veinticuatro kilómetros al sur del Everest. En ese viaje, el primero que hacía al Himalaya, Hall visitó también el campamento base del Everest y decidió que algún día subiría al techo del mundo. Le costó diez años y tres intentos, pero en mayo de 1990 coronó por fin la cima del Everest como jefe de una expedición en la que estaba Peter Hillary, el hijo de sir Edmund. Desde la cumbre, Hall y Hillary hicieron una transmisión por radio que fue seguida en directo por toda Nueva Zelanda, y a 8.848 metros de altitud recibieron la enhorabuena del primer ministro, Geoffrey Palmer.
Para entonces Rob Hall era ya un escalador profesional. Como la mayoría de sus colegas, echaba mano de patrocinadores para poder financiar las costosas expediciones al Himalaya, y era lo bastante listo para comprender que cuanto más hablaran de él los medios informativos, más fácil le sería engatusar a las empresas para que soltaran el dinero. A decir verdad, Hall resultó ser muy hábil a la hora de hacer que su nombre apareciese en la prensa y su cara en la tele. «Sí —concede Atkinson—, Rob tuvo siempre un cierto instinto para la publicidad».
En 1988 un guía de Auckland llamado Gary Ball se convirtió en el principal compañero de escalada de Hall y en su mejor amigo. Ball subió al Everest con Hall en 1990, y a poco de regresar a Nueva Zelanda ambos pergeñaron un plan para escalar las cumbres más altas de cada continente, un poco a lo Dick Bass, pero elevando el listón a siete escaladas en otros tantos meses
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Superado el Everest, la más difícil de las siete, Hall y Ball consiguieron el apoyo financiero de una gran empresa eléctrica, Power Build, y pusieron manos a la obra. El 12 de diciembre de 1990, apenas unas horas antes de que expirara su plazo de siete meses, conquistaron la aguja de la séptima cima —el monte Vinson, en la Antártida— con el subsiguiente revuelo en su país de origen.
A pesar del éxito conseguido, Hall y Ball estaban preocupados por las perspectivas a largo plazo del alpinismo profesional. «Si un escalador quiere seguir teniendo patrocinadores —explica Atkinson—, ha de adoptar la política del más difícil todavía. La próxima escalada ha de ser más espectacular que la anterior. La cosa se va complicando, hasta que al final ya no estás para esos trotes. Rob y Gary comprendieron que antes o después no estarían en condiciones para rizar el rizo, o que tendrían algún accidente y ahí acabaría todo.
»De modo que decidieron cambiar de enfoque y convertirse en guías especializados en alta montaña. Cuando trabajas de guía no realizas las escaladas que más te gustan; el reto consiste en hacer subir y bajar a los clientes sanos y salvos, lo que constituye un tipo de satisfacción diferente. Pero es una profesión más estable que el estar siempre detrás de los patrocinadores. Si sabes ofrecer un buen producto, la reserva de clientes es ilimitada».
Durante su caprichosa hazaña, Hall y Ball concretaron un plan para iniciar juntos un negocio que consistía en guiar escaladas a las Siete Cimas.
Convencidos de que existía un mercado virgen de soñadores con mucho dinero pero insuficiente experiencia para subir solos a las grandes montañas del mundo, Hall y Ball fundaron una empresa a la que bautizaron con el nombre de Adventure Consultants (Asesores de Aventura).
Muy pronto consiguieron un impresionante récord. En mayo de 1992 condujeron a seis clientes hasta la cumbre del Everest. Un año más tarde guiaron a otro grupo de siete hasta la cumbre, la misma tarde en que cuarenta personas coronaban la cima. De regreso a Nueva Zelanda, sin embargo, toparon con las inesperadas críticas de sir Edmund Hillary, quien censuró el papel de Hall en la creciente comercialización del Everest. Las masas de novatos que pagaban para ser conducidos a la cumbre, decía sir Edmund, «estaban engendrando una falta de respeto por la montaña».
Hillary es una de las figuras más reverenciadas de Nueva Zelanda; sus marcadas facciones todavía asoman en los billetes de cinco dólares. Hall se avergonzó de ser reprendido públicamente por aquel semidiós, el superescalador, que había sido uno de sus héroes infantiles.
«En Nueva Zelanda, Hillary es una especie de tesoro nacional —señala Atkinson—. Lo que él diga pesa mucho, y a Rob debió de dolerle que lo criticara. Incluso quiso hacer una declaración pública para defenderse, pero comprendió que oponerse en los medios de comunicación a tan venerado personaje era tener la derrota asegurada».
Cinco meses después de las invectivas de Hillary, Hall recibió un golpe aún más tremendo: en octubre de 1993, Gary Ball falleció de un edema cerebral —hinchazón del cerebro debida al exceso de altura— durante una escalada al Dhaulagiri, con sus 8.172 metros, el sexto pico más alto del mundo. Comatoso dentro de una pequeña tienda de campaña en lo alto del pico, Ball expiró en brazos de su amigo Rob Hall, quien al día siguiente lo enterró en una grieta del glaciar.
En entrevista concedida después de la expedición a la televisión neozelandesa, Hall describió con tintes tétricos cómo tomó la cuerda favorita de ambos y descolgó el cuerpo de Ball a las profundidades del glaciar. «Una cuerda de escalada se supone que sirve para unirte a tu compañero, y uno nunca la suelta —declaró—. Pero yo tuve que dejar que me resbalara entre las manos».
«La muerte de Gary dejó anonadado a Rob —explica Helen Wilton, que trabajó como responsable del campamento base en el Everest en 1993, 1995 y 1996—; pero supo llevarlo con mucha reserva. Así era Rob». Hall decidió seguir adelante en solitario con Adventure Consultants. Fiel a su estilo concienzudo y sistemático, fue puliendo la infraestructura y los servicios de la agencia… sin dejar de acompañar con éxito a clientes aficionados hasta las cumbres de montañas remotas.
Entre 1990 y 1995, Hall fue responsable de llevar a treinta y nueve escaladores a la cúspide del Everest, tres ascensiones más de las realizadas en los veinte años que siguieron a la conquista de sir Edmund Hillary. Justificadamente, Hall anunciaba Adventure Consultants como «la agencia líder en escalada al Everest, con más ascensiones que cualquier otra organización». El folleto que enviaba a posibles clientes rezaba:
¿Está usted sediento de aventura? ¡Bien! Tal vez sueña con visitar siete continentes o subir a la cima de una gran montaña. En general, poca gente se atreve a vivir sus sueños, y raramente se arriesga a compartirlos o confiesa albergar grandes anhelos.
Nuestra agencia se dedica a organizar y guiar aventuras de escalada. Conocedores de los aspectos prácticos que conlleva hacer realidad un sueño, le ayudamos a alcanzar su meta. No le arrastraremos pendiente arriba (tendrá usted que esforzarse mucho), pero la seguridad y el éxito de su aventura están garantizados.
Para quienes se atreven a encarar sus sueños, la experiencia ofrece algo especial que las palabras no pueden describir. Le invitamos a escalar su montaña con nosotros.
En 1996, Hall estaba cobrando 65.000 dólares por cabeza a quienes guiaba hasta el techo del mundo. Esto es mucho dinero —viene a ser la hipoteca de mi casa de Seattle—, y el precio no incluía el viaje hasta Nepal ni equipo alguno. Ninguna empresa tenía tarifas tan elevadas, algunos competidores incluso cobraban una tercera parte de lo que pedía Adventure Consultants. Pero gracias a su increíble historial de éxitos, Hall no tuvo problemas para completar la lista de su octava expedición al Everest. Si uno estaba empeñado en escalar el pico y se las ingeniaba para conseguir el dinero, Adventure Consultants era la opción más clara.
La mañana del 31 de marzo, dos días después de llegar a Katmandú, los miembros de la expedición de Adventure Consultants al Everest de 1996 cruzarnos el asfalto del aeropuerto internacional de Tribhuvan y subimos a bordo de un helicóptero Mi-17 de fabricación rusa al servicio de Asian Airlines. Reliquia de la guerra de Afganistán, el helicóptero era del tamaño de un autobús escolar, tenía capacidad para veintiséis pasajeros sentados y parecía haber sido montado por alguien en el patio de su casa. Después de atrancar la puerta, el piloto repartió algodones para los oídos, y el monstruoso aparato despegó con un estrépito capaz de reventarle a uno la cabeza.
El suelo estaba cubierto de bolsas, mochilas y cajas de cartón. El pasaje iba sentado en asientos plegables, mirando hacia el interior del aparato y con las rodillas contra el pecho. El ruido ensordecedor de las turbinas imposibilitaba toda conversación. No fue un viaje agradable, pero nadie se quejó.
En 1963, la expedición de Tom Hornbein inició el largo camino hacia el Everest en Banepa, a unos veinte kilómetros de Katmandú, e invirtió 31 días en llegar al campamento base. Como la mayoría de los modernos escaladores del Everest, nosotros habíamos preferido saltarnos buena parte de tan arduo y polvoriento trayecto; el helicóptero debía dejarnos en la remota aldea himalaya de Lukla, a 2.800 metros de altitud. Suponiendo que no nos cayéramos antes, el vuelo reduciría en unas tres semanas la tremenda caminata de Hornbein.