Mal de altura (6 page)

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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Aventuras, Biografía, Drama

BOOK: Mal de altura
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Mientras echaba un vistazo al amplio interior del helicóptero, traté de grabar en mi memoria los nombres de mis compañeros de equipo. Además de los guías Rob Hall y Andy Harris estaba Helen Wilton, de treinta y nueve años y madre de cuatro hijos, que volvía al Everest en su tercera temporada como responsable del campamento base. Caroline Mackenzie, consumada escaladora que aún no había cumplido los treinta, era también el médico de la expedición y, al igual que Helen, no se movería del campamento base. Lou Kasischke, el cortés abogado al que conociera en el aeropuerto, había escalado seis de las Siete Cimas, lo mismo que Yasuko Namba, de cuarenta y siete años, taciturna jefa de personal en la sucursal de Tokio de Federal Express. Beck Weathers, de cuarenta y nueve años, era un parlanchín patólogo de Dallas. Stuart Hutchison, de treinta y cuatro y ataviado con una camiseta estampada de Ren & Stimpy, era un cardiólogo canadiense, cerebral y un tanto inseguro, que había pedido una excedencia en su beca de investigación. John Taske, el miembro más viejo del grupo con cincuenta y seis años, era un anestesista de Brisbane, Australia, que se había aficionado a la escalada una vez retirado del ejército. Frank Fischbeck, de cincuenta y tres, un pulcro y apacible editor de Hong Kong, había intentado escalar el Everest en tres ocasiones con un competidor de Hall; en 1994 había conseguido llegar a la cima Sur, a sólo cien metros por debajo de la cumbre. Doug Hansen, de cuarenta y seis años, era un empleado de Correos estadounidense que había ido al Everest con Hall en 1995 y que, al igual que Fischbeck, había tenido que contentarse con la Antecima.

No sabía qué pensar de mis compañeros de aventura. En actitud y experiencia poco o nada tenían que ver con los alpinistas de línea dura que había conocido en mis escaladas; pero parecían gente simpática y no había ningún gilipollas integral (al menos, ninguno que lo hubiera mostrado a esas alturas de la expedición). Con todo, yo no tenía casi nada en común con ninguno de ellos a excepción de Doug. Era un tipo nervudo cuya cara prematuramente curtida hacía pensar en una pelota de fútbol vieja. Había sido empleado de Correos durante más de veintisiete años y me contó que se había pagado el viaje trabajando en el turno de noche y haciendo de albañil durante el día. Como yo me había ganado la vida como carpintero antes de dedicarme a escribir —y puesto que por nuestros ingresos formábamos una categoría aparte de los otros clientes—, enseguida me sentí a gusto con él, y de un modo distinto de como me sentía con los demás.

En general, atribuía mi creciente inquietud al hecho de que nunca había escalado formando parte de un grupo tan numeroso y compuesto por desconocidos. Sin contar el viaje a Alaska que había hecho veintiún años atrás, todas mis expediciones habían sido en solitario o con la compañía de uno o dos amigos de confianza.

En la escalada es muy importante que uno pueda fiarse de sus compañeros. Lo que haga un alpinista puede afectar a la totalidad del grupo. Las consecuencias de un nudo mal hecho, un tropezón, una roca que se desprende o cualquier otro descuido afectan tanto a quien lo provoca como a sus colegas de cordada. No es de extrañar, pues, que los escaladores sean reacios a embarcarse con aquellos cuya autenticidad no les ha sido demostrada.

Pero la confianza en el compañero es un lujo que les está vedado a quienes se apuntan a una ascensión guiada; por el contrario, hay que confiar únicamente en el guía. Mientras el helicóptero volaba hacia Lukla, sospeché que todos y cada uno de mis compañeros esperaban con el mismo fervor que yo que Hall hubiera descartado a los clientes de dudosa habilidad, y que tuviera los medios para protegernos a todos de las flaquezas de unos y de otros.

PHAKDING
- 31 de marzo de 1996 -
2.801 metros

Para los que no nos entreteníamos, nuestras caminatas diarias terminaban a primera hora de la tarde, pero casi nunca antes de que el calor y el dolor de pies nos obligaran a preguntar a cada sherpa que pasaba: «¿Cuánto falta para el campamento?» La respuesta, como no tardamos en averiguar, era siempre la misma: «Sólo tres kilómetros más, sahib…» El resto de la tarde pasaba apaciblemente, mientras el humo se posaba en el aire atenuando el crepúsculo, unas luces titilaban en la cresta donde acamparíamos al día siguiente y las nubes difuminaban el perfil del camino a seguir. Una excitación creciente dirigía mis pensamientos una y otra vez hacia la arista Oeste [… J

También había soledad, cuando el sol se ponía, pero las dudas sólo regresaban en contadas ocasiones. Luego sentía una especie de abatimiento, como si toda mi vida quedara atrás. Una vez en la montaña sabía que eso daría paso a la concentración absoluta en la tarea más inmediata, o al menos confiaba en que así fuese. Pero a veces me preguntaba si no había hecho un viaje muy largo para acabar descubriendo que lo que en realidad buscaba era algo que había quedado atrás.

Thomas E Hornbein

Everest: The West Ridge

Desde Lukla, el camino al Everest iba hacia el norte a través del cañón del Dudh Kosi, un río repleto de cantos rodados cuyas aguas bajaban de un glaciar. Pasamos la primera noche en la aldea de Phakding, un grupo de seis o siete casas y refugios apiñados sobre una repisa de terreno llano en una ladera que domina el río. El aire se volvió invernal al caer la noche y, a la mañana siguiente, mientras marchábamos sendero arriba, una capa de escarcha cubría las hojas de los rododendros. Pero la región del Everest se encuentra a 28 grados latitud norte —justo encima de los trópicos— y en cuanto el sol ascendió lo suficiente para calentar las profundidades del cañón, la temperatura subió notablemente. A mediodía, después de cruzar una tambaleante pasarela suspendida a gran altura sobre el río —era la cuarta vez que lo atravesábamos ese día— el sudor me goteaba de la barbilla y tuve que quedarme en camiseta y pantalón corto.

Pasado el puente, el camino de tierra abandonaba las márgenes del Dudh Kosi y zigzagueaba por la escarpada pared del cañón, ascendiendo entre aromáticos grupitos de pinos. Las cúspides de hielo espectacularmente estriadas del Thamserku y el Kusum Kanguru horadaban el cielo a más de tres kilómetros de altitud respecto a nuestra posición. El paisaje era majestuoso y su topografía tan imponente como la que más, pero no era un yermo ni lo había sido durante bastantes siglos.

En cada palmo de tierra cultivable podían verse bancales plantados de cebada, trigo sarraceno o patatas. Banderines con ofrendas votivas aparecían colgados de parte a parte de la ladera, y antiguos chorten
[8]
budistas y muros de piedra mani
[9]
exquisitamente labrada montaban guardia incluso en los desfiladeros más altos. A medida que se alejaba del río, el camino se fue llenando de senderistas, caravanas de yaks
[10]
, monjes budistas y sherpas descalzos que se afanaban bajo increíbles fardos de leña y latas de queroseno o de refrescos.

Una hora y media después de dejar el río, coroné una amplia cresta, pasé junto a un laberinto de corrales abiertos en la roca y, de pronto, me vi en el centro de Namche Bazar, el eje social y comercial de la sociedad sherpa. Situado a 3.445 metros sobre el nivel del mar, Namche ocupa una gran depresión inclinada que recuerda una gigantesca pantalla parabólica. Más de un centenar de edificios se apiñan en la rocosa pendiente, unidos entre sí por un laberinto de trochas y pasarelas. Cerca de la parte baja del pueblo localicé el refugio Khumbu, aparté la manta que hacía las veces de puerta y encontré a mis compañeros bebiendo té con limón en torno a una mesa.

Al acercarme, Rob Hall me presentó a Mike Groom, el tercer guía de la expedición. Australiano de treinta y tres años, con el pelo color zanahoria y la complexión enjuta de un corredor de fondo, Groom era un fontanero de Brisbane que trabajaba como guía sólo de vez en cuando. En 1987, forzado a hacer un duro vivac mientras descendía de la cima del Kanchenjunga, se le helaron los pies y tuvieron que amputarle todos los dedos. Pero este contratiempo no había frenado su carrera en el Himalaya, pues posteriormente escaló el K2, el Lhotse, el Cho Oyu, el Ama Dablam y, en 1993, el Everest sin oxígeno adicional. Hombre circunspecto y absolutamente tranquilo, Groom era un compañero agradable, aunque raramente hablaba a menos que le dirigiesen la palabra y siempre respondía lacónicamente, con voz apenas audible.

Mientras él continuaba hablando en su cenagoso tonillo texano sobre las absurdidades del Estado del bienestar, yo me levanté y abandoné la mesa para no ponerme en evidencia. Cuando volví al comedor, me acerqué a la propietaria y le pedí una cerveza. La menuda y graciosa sherpa estaba tomando el pedido a un grupo de senderistas estadounidenses.

—Nosotros tener hambre —le gritaba en pidgin un tipo rubicundo, parodiando el acto de comer—. Querer pa-ta-tas. Ham-bur-gue-sa de yak. Co-ca Co-la. ¿Haber?

—¿Desean ver el menú? —preguntó la sherpa en un inglés diáfano con ligero acento canadiense—. Tenemos una gran variedad de platos. Y creo que aún queda un poco de pastel de manzana recién salido del horno, si les apetece de postre.

El estadounidense, incapaz de comprender que aquella montañesa de piel morena estaba hablándole en perfecto inglés, siguió echando mano de su cómico argot:

—Menú. Estupendo. Sí, sí, nosotros querer ver menú.

Los sherpas siguen siendo un enigma para el común de los extranjeros, quienes tienden a verlos bajo un prisma romántico. La gente que no está familiarizada con la demografía del Himalaya suele suponer que todos los nepaleses son sherpas, cuando de hecho no hay más de 20.000 de éstos en todo Nepal, una nación que supera los veinte millones de habitantes y cuenta con unos cincuenta grupos étnicos distintos. Los sherpas son gente de las montañas, budistas devotos cuyos antepasados emigraron al sur desde Tíbet hace cuatro o cinco siglos. Hay aldeas sherpas diseminadas por todo el Himalaya al este de Nepal, y aunque pueden encontrarse comunidades de sherpas en Sikkim y Darjeeling, en India, el corazón del país sherpa es el Khumbu, un puñado de valles que desaguan la falda meridional del Everest. Se trata de una región pequeña y asombrosamente accidentada, en la que no se encuentran carreteras ni coches ni vehículos de ruedas.

Cultivar la tierra es difícil en los elevados, fríos y angostos valles, de modo que la economía tradicional sherpa siempre estuvo ligada al yak y al comercio entre Tíbet e India. Luego, en 1921, los británicos pusieron en marcha la primera expedición al Everest, y su decisión de contratar nativos como ayudantes transformó de forma radical la cultura sherpa.

Dado que el reino de Nepal mantuvo cerradas sus fronteras hasta 1949, el primer reconocimiento del Everest y las ocho expediciones siguientes tuvieron que hacer su aproximación desde el norte, cruzando Tíbet, de modo que no tocaron la región del Khumbu. Pero esas nueve primeras incursiones procedían de Darjeeling, adonde muchos sherpas habían emigrado y donde se habían ganado entre los colonos fama de ser afables, inteligentes y muy trabajadores. Por otro lado, como habían vivido durante generaciones en aldeas situadas entre los 2.000 y los 4.200 metros de altitud, los sherpas estaban fisiológicamente adaptados a los rigores de las grandes alturas. Por recomendación de A. M. Kellas, un médico escocés que había escalado y viajado en compañía de sherpas, la expedición al Everest de 1921 contrató a un buen contingente de éstos como porteadores y ayudantes de campamento, práctica que desde entonces ha venido siguiendo la gran mayoría de las expediciones posteriores.

Para bien o para mal, durante las dos últimas décadas la economía y la cultura del Khumbu se han visto vinculadas irrevocablemente a la creciente afluencia de senderistas y escaladores, de los que unos quince mil visitan anualmente la región. Los sherpas que han aprendido técnicas de escalada y han subido hasta lo más alto de los picos —sobre todo los que han coronado el Everest— gozan de gran estima en sus comunidades, pero los que alcanzan el estrellato corren también el riesgo de perder la vida: desde el año 1922, cuando siete sherpas resultaron muertos en un alud de nieve durante la segunda expedición británica, un número desproporcionado de ellos ha perdido la vida en el Everest; en total, cincuenta y tres, lo que significa un tercio de todas las víctimas que se ha cobrado el Everest.

Pese a los riesgos, existe una dura competencia entre los sherpas por los doce a dieciocho puestos de trabajo de una típica expedición. Los empleos más buscados son la media docena de vacantes para escaladores experimentados, que pueden esperar unas ganancias de entre 1.400 y 2.500 dólares por dos meses de duro trabajo, un sueldo apetecible en una nación sumida en la pobreza y con una renta anual per capita de 160 dólares.

El creciente tráfico de alpinistas y senderistas occidentales ha hecho surgir nuevos lodges y casas de té por toda la región del Khumbu, pero donde el auge de la construcción resulta más evidente es en Namche Bazar. Camino de éste me crucé con un sinfín de porteadores que venían de los bosques con vigas de madera recién cortada, que debían de pesar más de 45 kilos; por ese trabajo abrumador cobraban unos tres dólares diarios.

Quienes han visitado a menudo el Khumbu lamentan el auge del turismo y el cambio que éste ha producido en lo que los primeros escaladores occidentales consideraban un paraíso terrenal, un Shangri-La. Valles enteros han sido deforestados para hacer frente a la enorme demanda de leña. Los adolescentes que rondan por el centro de Namche es más probable que vistan tejanos y camisetas de los Chicago Bulls que las prendas tradicionales. En las casas, la gente pasa el rato viendo la última de Schwarzenegger en vídeo.

La transformación de la cultura en el Khumbu no ha traído consigo una mejora general, pero no oí que muchos sherpas se quejaran de los cambios. Las divisas que aportan el deporte de la escalada, así como las subvenciones de organizaciones internacionales de beneficencia, han servido para crear escuelas y hospitales, reducir la mortalidad infantil, construir puentes y llevar la energía hidroeléctrica a Namche y otros pueblos. Resulta un tanto paternalista por parte de los occidentales lamentar la pérdida de aquellos buenos viejos tiempos en que todo era mucho más simple y pintoresco en el Khumbu. La mayoría de la gente que habita esta accidentada región no parece tener deseos de que la excluyan del mundo moderno o del aluvión del progreso humano. Los sherpas no quieren, por nada del mundo, que los conserven como especímenes en un museo antropológico.

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