Mala hostia (16 page)

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Authors: Luis Gutiérrez Maluenda

Tags: #Policíaco

BOOK: Mala hostia
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Se habían formado los corrillos habituales en este tipo de eventos, grupos pequeños que se reunían atendiendo a grados de parentesco, de amistad o de relación laboral. En ocasiones, simplemente por no conocer a nadie se acercaban a quien viesen tan aislado como ellos mismos. En un par de corros más densamente poblados que los demás, creí ver a un político ocupando el centro, aunque no lo podría jurar, tengo tendencia a confundir a los políticos con los presentadores de televisión, no sé por qué me sucede, tal vez debido a que ambos mienten. Aunque los presentadores cobran bastante menos por hacerlo.

Yo iba recogiendo los retazos de conversaciones que surgían a mi paso:

—La esposa no ha podido venir, parece que está destrozada.

—Sí, creo que incluso han tenido que internarla de forma preventiva.

—¿Estaban muy unidos?

—Parece que sí, imagina el golpe.

—¿La hija? Sí, es aquella de allá, junto a la puerta de la capilla, la que se apoya en la pared.

—Parece a punto de desmayarse.

—Sí, fíjate cómo la mira su hermano, él está mucho más sereno.

—Sí, realmente parece dominarse mucho mejor.

—Claro que la procesión debe de ir por dentro.

—Oye, ¿tenía motivos, Borja, para suicidarse?

—No, que yo sepa.

—No sé, no sé. Yo hace tres días estuve hablando con él, parecía preocupado, claro que no me dio la impresión de estar pensando en algo tan dramático como el suicidio.

—¿Habéis hablado con Carmen?

—No, ella está muy mal, solo he podido hablar un momento con Raimon y María. Están muy afectados, para ellos ha sido un golpe.

—Se hará cargo de los negocios Raimon, ¿verdad?

—Supongo, es un chaval con iniciativa, muy maduro para su edad.

—No somos nada.

—Ya lo puedes decir, un día estás y al otro, ya ves.

Las últimas palabras me tranquilizaron. Un funeral no es lo mismo sin una frase profunda y original.

Aquella lo era del carajo.

—Y esos dos chicos que están junto a los hermanos, ¿quiénes son?

—Serán amigos de la familia, vete a saber.

Los miré. Matones, parecían matones, dos tipos altos y fuertes, clónicos de los dos que yo me había cargado. A pesar del desodorante el sobaco todavía les debía de oler a ejercicio de musculación. Llevaban el pelo corto para que no se lo pudiesen agarrar en caso de pelea cuerpo a cuerpo. La corbata, ceñida a un cuello demasiado ancho para ser abrochada, les sentaba como a Santa Teresa de Jesús una pipa de cocaína. Miraban hacia todos los lados y parecía que buscaban a alguien. No me gustó pensar que tal vez me buscasen a mí.

Palpé disimuladamente la pistola en mi cintura.

La llevaba.

Claro que liarse a disparar allí dentro…

Tanta señora despeinada del susto, ¿verdad? Yo buscaba a un tipo delgado, de alrededor de treinta años, pelo castaño y ojos azules.

Conté siete, ninguno de ellos pareció dedicarme la menor atención. Me faltaba hacerles sonreír y comprobar si tenían acento catalán.

Pasamos a la misa de difuntos, el tipo de la puerta me dio el pésame con cara de sentirlo sinceramente.

—Lo siento —me dijo.

—Yo también —le contesté.

No creí apropiado comentarle que el mundo del tenis no había perdido nada importante.

La música, previsible: «Las cuatro estaciones», de Vivaldi.

Yo hubiera escogido un tango.

Lo mío y los tangos se estaba convirtiendo en una enfermedad.

Adiós muchachos, compañeros de mi vida,

barra querida de aquellos tiempos;

me toca a mí hoy emprender la retirada

debo alejarme de mi buena muchachada.

Adiós muchachos, ya me voy y me resigno,

contra el Destino nadie la talla.

Mucho más apropiado que Vivaldi, especialmente en Barcelona y en los tiempos que corren.

Sentado a mi lado, en la última fila, un tipo con cara de víctima vocacional, de los que cuando se enamoran de una mujer piensan en ella como en su viuda, se persignaba enfervorizado. Con toda seguridad, cuando acabase aquel funeral, esperaría al próximo. Es el tipo que te encuentras en todos los funerales dando el pésame a gente que no le ha visto nunca, y nunca le volverá a ver.

A la salida, todos los asistentes expresaron sus condolencias a los deudos y de nuevo se formaron los corros. Me acerqué a Raimon y María Tutusaus. Desde un ángulo distinto al que yo seguía me llegó la voz de una mujer que decía:

—Heribert, cuánto tiempo.

Seguí la dirección de la voz, una mujer de mediana edad que olía a casa pareada y restaurante dos estrellas en la Guía Michelin, cruzó frente a mí acercándose a un tipo elegante, alto, pelo castaño, ojos azules y alrededor de la treintena. Tomó confiadamente a la mujer del brazo y se la llevó sonriendo hacia el punto donde yo me dirigía, allí donde se encontraban los hermanos Tutusaus.

Me camuflé detrás de dos parejas que comentaban el panegírico que el sacerdote había hecho de la figura de Borja Tutusaus.

Yo solo me había enterado de que le llamaba hermano cada dos por tres y aseguraba que allí donde estaba en aquellos momentos era feliz. No recordé que en ningún momento apoyase sus afirmaciones en nada concreto. Supuse que el buen hombre, al no haber escuchado nunca a un muerto quejarse, presuponía que no debía de ser tan malo lo de morirse.

Al cabo de un par de minutos, la mujer que había llamado Heribert al tipo elegante se alejó del grupo que formaba con los dos hermanos. Él se quedó comentando con ellos alguna cosa, tenía la cabeza baja y con la puntera del zapato frotaba el suelo suavemente.

Me acerqué al grupo, tomé la mano de la chica y musité:

—Lamento mucho la muerte de su padre, hace tres días hablé con él y no me comentó que tuviese problemas tan graves como para tomar una decisión tan lamentable, es cierto que no se sentía feliz por cómo iban las cosas, pero… La chica me miró con una curiosidad envuelta en un sentimiento mucho más profundo, que con toda seguridad era dolor y confusión. Tenía los ojos algo enrojecidos y apretaba los labios intentando contener el dolor.

El tipo elegante miró sin demasiado disimulo a los dos gorilas que se mantenían a una distancia prudente, luego le dijo a Raimon:

—¿Serías tan amable de presentarme al señor?

Me adelanté a Raimon Tutusaus, que me miraba a punto de preguntarme quién era yo:

—Mi nombre es Atila, no sé si eso les dice algo.

—Estamos encantados de conocerle, señor Atila, ¿sabe usted quién soy?

—Déjeme pensar, ¿Heribert Costa, por casualidad?

—Muy bien, muy bien, ¿qué te parece el señor Atila, Raimon?

—Un hombre inteligente. María, por favor, deberías atender a tía Susana, la pobrecilla está perdida entre tanta gente; nosotros tenemos que tratar algún asunto con el señor Atila. —La expresión de Raimon Tutusaus era de claro desconcierto.

María murmuró una despedida y se marchó cabizbaja hacia algún lugar entre la gente. Su mirada, que mientras había estado posada en la mía mostraba sentimientos, se hizo ausente mientras se alejaba caminando lentamente.

—Está usted en posesión de algo que nos gustaría tener a nosotros. Supongo que debe de tener algún precio. —Quien hablaba era Heribert Costa.

—¿Debo incluir en el precio los destrozos de mi casa?

—No sé a qué destrozos se refiere, pero puede hacerlo si lo considera necesario. —La simple mención de mi casa había provocado un rictus de desprecio en la boca de Heribert Costa.

Ahora estaba seguro de que él era el hijo de puta que había destrozado mi leonera. Sentía unos intensos deseos de romperle un par de huesos.

Me contuve. La presencia de los dos gorilas, que nos miraban con curiosidad, ayudó bastante.

—Imaginemos por un momento que yo tengo eso que ustedes creen que tengo y desean. Pongamos, solo como un ejemplo, que es un juego de fotografías, un libro de poemas o el vestido de novia de mi madre.

—Muy ingenioso, señor Atila, pero no nos haga perder el tiempo.

—Considere el tiempo que pierdan conmigo como una parte del pago, señor Costa, y déjeme continuar. ¿Qué están ustedes dispuestos a darme a cambio de ese libro de poemas?

—¿Cuánto quiere?

—¿Cuánto, dice usted? ¿Estamos hablando de dinero? Yo no había pensado en algo tan prosaico.

—Pensé que el dinero le haría feliz.

—Después de ver dónde vivo, quiere usted decir.

La expresión de Heribert Costa se había convertido en una máscara inexpresiva. Yo empezaba a divertirme.

—Y usted, señor Tutusaus, ¿no dice nada?

—Tengo plena confianza en Heribert, estoy convencido de que él me dará las explicaciones oportunas cuando estemos solos.

—Claro, veamos, ¿cuál podría ser mi precio?

Uno de los gorilas se estaba acercando, procuraba escuchar algo de lo que decíamos. Decidí darle un poco más de ritmo a la conversación.

—Pongamos que mi precio es una chica.

—¿Qué chica?

—Galina.

Yo no tenía ni idea de lo que estaba diciendo pero puesto a hacer el fantasma me daba lo mismo arrastrar las cadenas por las mazmorras del castillo que por el puente levadizo. Aquel tipo había destrozado mi casa buscando unas fotografías que según todos los indicios eran de la chica, así que el farol podía resultar productivo. Y si no era así, esperaba que no le quedara más remedio que hacer algo que descubriese su juego.

—Galina —repitió Heribert Costa—. ¿Qué le hace pensar que yo le puedo facilitar a esa tal Galina?

—¿Qué le hace pensar que yo le puedo facilitar esas fotografías?

—De acuerdo, déjeme usted un teléfono al que yo le pueda llamar.

Le di mi número de teléfono móvil.

En cuanto lo tuvo, me hizo una ligera inclinación de cabeza y me dio la espalda de forma ostentosa, tomó de los hombros con delicadeza a Raimon Tutusaus y se alejó con él unos pasos.

A la menor oportunidad le rompería la cara a aquel fulano.

Me caía mal.

Muy mal, en realidad.

Antes de abandonar el funeral, eché un vistazo a mi alrededor, Raimon y Heribert hablaban con la cabeza baja en un ángulo del patio. Por su parte, María, con la mirada perdida en un paisaje de su exclusiva propiedad, se abandonaba en brazos de una mujer de aspecto maternal que le susurraba frases de consuelo.

Los dos gorilas me observaban con relativo interés, estaban bien educados, solo mordían siguiendo instrucciones del dueño.

No tenía apetito. En lugar de pasar por alguno de los restaurantes selectos a los que solía acudir para conseguir un menú de seis euros, postre y café incluido, fui a casa, me tumbé en la cama y abrí un paquete de galletas saladas y otro de dátiles, una de las ofertas permanentes del supermercado del paki.

Una combinación horrible, si he de serles sincero.

En el telediario del mediodía dijeron que en el caso de los dos muertos de la urbanización de la Costa Brava, los Mossos d’Esquadra tenían una nueva pista que esperaban diese, a no tardar, frutos que permitiesen llegar al autor del doble crimen. No dieron más detalles.

Telefoneé a mi amigo en la comisaría central de los Mossos y le pregunté, con acento de morboso desocupado, de qué pista se trataba.

—Atila, ¿a qué viene ese interés?

—Nada especial, una amiga que tiene una casa en la urbanización de al lado, en Cala Cañellas. La chavala no para de preguntarme acerca del caso; al ser detective privado pues, ya sabes, está convencida de que sé más cosas de asuntos turbios que el resto de los mortales, y si le cuento algo que no salga en los papeles me apunto un tanto. Está durilla la cosa, por guapo no me la beneficio, a ver si por enteradillo…

Esa fue una explicación estúpida, pero fue la clase de estupidez que cualquier hombre es capaz de entender.

—Te puedo decir muy poca cosa, Atila. Una investigación de asesinato no es algo banal, así que nada más te voy a decir esto: la pistola empleada parece ser la misma con que atracaron hace dos meses la oficina del Banco de Santander de Calella de la Costa, allí también hubo un muerto. Y ahora hazme tú a mí un favor.

—Claro, lo que quieras.

—Llámame el próximo mes, es mi cumpleaños y podrás regalarme algo bonito; por ejemplo, podrías dejar de tocarme los huevos.

Y colgó.

La información era todo lo que yo necesitaba saber de momento. Metí la pistola en una bolsa y me largué a la oficina de la compañía Transmediterránea. Compré un pasaje para Palma de Mallorca en el barco de aquella misma noche.

Luego me acordé que tenía el estómago casi vacío.

En el bar de la terminal cambié mi dinero por un bocadillo de jamón del país que tenía el aspecto triste de haber hecho el viaje de ida y vuelta en el barco del día anterior, y no haber conseguido amigos. Me lo comí igualmente.

Antes de subir al barco, me bebí dos Coca–Colas.

Y todavía tuve tiempo de vomitarlo todo antes de tomar posesión de mi asiento de cubierta. Me sentía tan seguro como un derviche suní en una convención de chiíes armados.

En cuanto zarpamos me senté en una butaca de popa, miré cómo se alejaban las luces de Barcelona y dejé que el aire del mar, cada vez más fresco, me tonificase.

Cerré los ojos y maldije al Morlaco.

Luego caí en un duermevela nervioso.

Cuando desperté tiritando de frío, las luces de Barcelona se habían apiñado en una sola mancha luminosa, que se iba haciendo cada vez más difusa a causa de la distancia y la contaminación que flotaba sobre la ciudad.

Recordé lo sucedido en la urbanización de la Costa Brava, la secuencia de hechos parecía teñida de una pátina de irrealidad, una bruma ligeramente luminosa como las ya casi inapreciables luces de Barcelona en la lejanía.

Pero había algo poco discutible, aquellos dos tipos estaban muertos y las balas que habían acabado con su vida habían salido de la pistola que yo cargaba en la bolsa que llevaba en la mano.

En una de las máquinas expendedoras de bebidas compré dos latas de Coca–Cola, las metí en la bolsa en la que guardaba la pistola y la cerré cuidadosamente, luego me dirigí de nuevo a popa.

Apoyados en la barandilla, protegidos por la noche, una pareja intentaba demostrarse que el hecho de no tener camarote no era motivo suficiente para no pasárselo bien durante el viaje. Aproveché el momento en que él la hizo apoyar en la barandilla mirando hacia el mar y se situó a su espalda, para lanzar la bolsa con la pistola por la borda. La bolsa describió una amplia parábola y se hundió en la estela del barco.

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