Sin saber si con el gesto el hombre le preguntaba si conocía las señas, si aún deseaba que lo acompañara o si quería ir ahora mismo, Brunetti asintió a todo. Sin la menor resistencia, y quizá incluso con curiosidad por ver en qué paraba todo aquello, el hombre sacó un manojo de llaves del bolsillo, salió de detrás del mostrador, cerró la tienda y se reunió con Brunetti, que lo esperaba en la calle.
Durante los pocos minutos que tardaron en llegar a
campo
San Stin, el
tabaccaio,
que se llamaba Mario Mingardo, contó que su esposa había encontrado a Salima cuando la mujer que hacía la limpieza en casa de su madre y en la de la
signora
Jacobs se fue a vivir a Treviso y tuvo que buscarle sustituta. No encontraba a nadie hasta que una vecina le habló de la mujer que limpiaba en su casa, que era negra, africana, pero muy limpia y trabajadora. De aquello hacía dos años y, desde entonces, Salima había entrado a formar parte de sus vidas.
—No sé mucho de ella —dijo Mingardo—, aparte de lo que dice mi suegra, y la
signora.
—¿Tiene familia?
—Creo que sí, en su país. Pero nunca habla de ellos.
Cruzaron el Rio di Sant'Agostin y enseguida salieron al
campo.
—Tiene que estar por ahí, a la derecha —dijo Mingardo torciendo por la primera callejuela—. Supongo que estará en su casa. No la he visto desde la muerte de la
signora,
y no sé si tendrá valor para buscarse otra casa por su cuenta. —Mingardo subió el peldaño del portal, miró los nombres de los timbres y llamó al de más abajo, junto al que Brunetti leyó «Luisotti», que no le pareció africano.
—¿Sí? —preguntó una voz de mujer.
—Soy yo, Salima, Mario. Es sobre la
signora.
Tuvieron que esperar mucho rato hasta oír pasos detrás de la puerta y más aún hasta que ésta empezó a abrirse. Mingardo extendió el brazo, la empujó, cruzó el umbral y se hizo a un lado para dejar paso a Brunetti.
Cuando la mujer vio a un segundo visitante, dio media vuelta antes de que Brunetti pudiera verle la cara y fue hacia una puerta situada a la mitad del corredor, que estaba entreabierta, y Mingardo gritó:
—Es un amigo, Salima. No temas.
La mujer se detuvo, todavía con un brazo extendido ante sí para darse impulso en su huida hacia lugar seguro. Lentamente, se volvió a mirar a los dos hombres, y Brunetti, al verla, ahogó una exclamación, sorprendido tanto por su belleza como porque Mingardo no la hubiera mencionado.
Era una mujer de veintitantos años. Tenía la cara y el cráneo alargados, la nariz finamente arqueada y los ojos almendrados; la armonía y delicadeza de sus facciones recordó a Brunetti el busto de Nefertiti que había visto en Berlín muchos años atrás. Las ojeras, más oscuras que el moreno encendido del resto de la cara, acentuaban el blanco de los ojos y de los dientes. «Ay, Dios —pensó él instintivamente—, ¿cómo nos verá a nosotros esa gente? ¿Mazacotes de patata con ojos redondos? ¿Pedazos de carne mal curada? ¿Cómo soportarán vivir rodeados de pálidos fantoches, y qué será contemplar desde esa belleza tanta birria descolorida?»
Mario dijo el nombre de Brunetti y dio un paso adelante con la mano extendida, confiando en que fuera la mano de la amistad y no de la traición.
—Me gustaría hablar con usted,
signora
—dijo Brunetti.
Mingardo miró el reloj y luego a la mujer.
—Puedes confiar en él, Salima —dijo—. Yo he de volver a la tienda, pero no tienes nada que temer. Es amigo mío. —Sonrió a la mujer, luego a Brunetti, dio media vuelta y se marchó andando de prisa y sin tender la mano a ninguno de los dos.
La mujer seguía sin pronunciar palabra, quieta, como clavada en el suelo, mirando a Brunetti, calculando el peligro que podía representar ese hombre, a pesar de que Mingardo decía que era un amigo.
Al fin, ella se relajó y acabó de volverse hacia su apartamento, dejando que Brunetti la siguiera. Al llegar a la puerta, la mujer se paró un momento e hizo una leve inclinación, como si éste fuera un ritual sagrado que no se debía omitir ni siquiera con un hombre que le traía no sabía qué peligros.
Brunetti pidió permiso y entró. Puso la mano en el picaporte y miró a la mujer, que le hizo seña de que podía cerrar la puerta. Él así lo hizo y se volvió hacia la habitación. Vio una sencilla estera de junco y, más allá, un diván cubierto con una tela bordada de color verde oscuro y varios almohadones con un bordado similar, una mesa pequeña con dos sillas y, junto a una pared, una cómoda de cinco cajones. En el centro de la mesa había un cuenco ovalado de madera con varias manzanas y, en la pared del fondo, un hornillo eléctrico y un pequeño fregadero sobre el que había un armario de dos puertas. La única puerta de la izquierda debía de ser la del cuarto de baño. La habitación estaba impregnada de un exótico aroma de especias, entre las que él creyó distinguir la del clavo y la canela, pero la mezcla era más penetrante. Brunetti calculó que todo el apartamento cabría en el dormitorio de su hija.
Se acercó a la mesa, apartó una de las sillas, se hizo a un lado y, con una sonrisa, invitó a sentarse a la mujer. Ella así lo hizo y él tomó la otra silla, que colocó lo más lejos posible de la mujer, y se sentó.
—Me gustaría hablar con usted,
signora.
—Ella no dijo nada y él agregó—: De la
signora
Jacobs.
Ella asintió para darle a entender que había comprendido, pero aún sin abrir la boca.
—¿Cuánto hacía que trabajaba para la
signora
Jacobs,
signora
?
—Dos años. —La frase era tan corta que no permitía descubrir en qué medida dominaba el italiano.
—¿Le gustaba trabajar para la
signora
?
—Era una buena persona —dijo Salima—. El trabajo no era mucho, y ella era conmigo todo lo generosa que podía.
—¿Le parece que era pobre?
Ella se encogió de hombros, como si todo concepto occidental de la pobreza tuviera que ser absurdo si no insultante.
—¿Por qué dice que era generosa?
—Me daba comida y, a veces, dinero extra.
—Supongo que no debe de haber muchas señoras generosas —observó Brunetti probando de vencer su reserva con el comentario.
Pero el intento era muy inocente, y ella hizo como si no le oyera y esperó en silencio la pregunta siguiente.
—¿Usted tenía llaves del piso?
Ella lo miró, y Brunetti vio que estaba sopesando el riesgo que suponía decir la verdad. Sintió el impulso de tranquilizarla, de asegurarle que no había peligro, pero sabía que sería mentira, y calló.
—Sí.
—¿Con qué frecuencia iba?
—A limpiar, una vez a la semana. Pero también iba a llevarle comida. No se alimentaba lo suficiente. Y siempre fumando. —Hablaba un italiano excelente, y Brunetti supuso que era de Somalia, un lugar en el que había luchado su padre, con una ametralladora contra hombres con lanzas.
—¿Alguna vez le habló de las cosas que había en su apartamento?
—Son
harram
—respondió ella—. La
signora
sabía que no me gustaba hablar de ellas, ni mirarlas.
—Perdone,
signora,
pero no sé qué quiere decir —confesó Brunetti.
—
Harram,
sucias. El Profeta dice que no debemos hacer imágenes de personas ni de animales. Es malo, es impuro.
—Gracias, comprendo —dijo él. Se alegraba de que ella se lo hubiera explicado, pero no concebía cómo alguien podía considerar impura a una de aquellas exquisitas bailarinas.
—¿Y nunca le hablaba de ellas?
—Me dijo que había mucha gente que las valoraría mucho, pero yo no quería mirarlas, por miedo a lo que eso pudiera hacerme.
—¿Conocía a la muchacha a la que la
signora
Jacobs llamaba nieta?
Salima sonrió.
—Sí; la vi tres o cuatro veces. Me llamaba
signora
y me hablaba con respeto. Un día, yo estaba limpiando el dormitorio y ella me llevó una taza de té. Y se acordó de echar mucho azúcar, porque yo le había dicho que es así como nos gusta a nosotros. Era una buena muchacha.
—¿Ya sabe que la mataron?
Salima cerró los ojos al pensar en aquella buena muchacha, muerta, los abrió y dijo:
—Sí.
—¿Tiene alguna idea de quién podía querer hacerle daño?
—¿Cómo podía haberlo sabido y no decirlo a la policía? —preguntó con sincera indignación, la primera emoción que había mostrado en toda la conversación.
—El
signor
Mario me ha dicho que usted tenía miedo de la policía.
—Lo tengo —dijo ella secamente—. Pero eso no hubiera importado. De haber sabido algo, lo hubiera dicho.
—¿Así que no sabe nada?
—No. Nada. Pero creo que eso es lo que mató a la
signora.
—¿Por qué lo dice?
—Ella sabía que iba a morir. Unos días después de la muerte de la muchacha, me dijo que estaba en peligro. —Su voz volvía a ser neutra, opaca.
—¿En peligro? —repitió Brunetti.
—Ésas fueron sus palabras. Yo sabía que estaba enferma del corazón y últimamente tomaba más comprimidos, muchos más comprimidos cada día.
—¿Dijo ella que ése era el peligro? —preguntó Brunetti.
Salima consideró largamente la pregunta, como exponiéndola a la luz y contemplándola desde diferentes ángulos.
—No; sólo dijo que estaba en peligro. No cuál era.
—¿Pero usted supuso que se refería al corazón?
—Sí.
—¿No podría haber sido otra cosa?
Ella tardó en responder.
—Sí.
—¿Le dijo a usted algo más?
La mujer apretó los labios, y entonces él vio asomar la punta de la lengua que los humedecía. Ella tenía las manos juntas y apoyadas en el borde de la mesa. Bajó la mirada hacia ellas, inclinó la cabeza y dijo unas palabras, en una voz tan baja que él no pudo oírlas.
—¿Cómo ha dicho,
signora
?
—Me dio una cosa.
—¿Qué le dio?
—Unos papeles, me parece.
—¿Sólo le parece?
—Es un sobre. Me dio un sobre y dijo que lo guardara.
—¿Hasta cuándo?
—Eso no lo dijo. Sólo que lo conservara.
—¿Cuándo se lo dio?
Él la vio calcular el tiempo.
—Dos días después de que muriera la muchacha.
—¿Dijo algo?
—No; pero me parece que tenía miedo.
—¿Qué le hace pensar eso,
signora
?
Ella alzó aquellos ojos perfectos hacia los de él y dijo:
—Yo sé lo que es el miedo.
Brunetti desvió la mirada.
—¿Aún lo tiene?
—Sí.
—¿Me lo enseña,
signora
?
—¿Es policía, verdad? —preguntó ella, con la cabeza inclinada, ocultándole el rostro, como si temiera lo que su belleza podía provocar en un hombre que tenía poder sobre ella.
—Sí. Pero usted no ha hecho nada malo,
signora,
y no debe temer nada.
El suspiro de la mujer fue tan hondo como la sima entre sus culturas.
—¿Qué quiere que haga? —preguntó con voz cansada, resignada.
—Nada,
signora.
Sólo déme esos papeles y me marcharé. Y no vendrán más policías a molestarla.
Ella aún dudaba, y él pensó que debía de estar tratando de hallar algo por lo que hacerle jurar, algo que fuera sagrado para ambos. Fuera lo que fuese lo que ella buscaba en aquel silencio, no pudo encontrarlo. Sin mirarlo, se levantó y fue hacia la cómoda.
Abrió el cajón de arriba y de encima de todo sacó un gran sobre marrón muy abultado. Sosteniéndolo cuidadosamente con ambas manos, lo pasó al comisario.
Brunetti lo tomó y le dio las gracias. Sin vacilar, tiró de las dos lengüetas metálicas que sujetaban la solapa. El sobre no estaba cerrado, y él no quiso insultarla preguntándole si lo había abierto.
Deslizó la mano derecha en el interior del sobre y palpó papel de seda que asomaba entre lo que resultaron ser dos cartones unidos. En el fondo había otro sobre, éste muy grueso. Sacó la mano y, utilizando sólo las yemas de los dedos, extrajo lo que estaba dentro de los cartones y lo puso en la mesa: era un rectángulo poco mayor que un libro mediano, quizá del tamaño de una revista pequeña. Había una nota sujeta al papel de seda con cinta adhesiva. En una caligrafía angulosa, apropiada para escribir una lengua más rotunda que el italiano, se leía: «Esto es un regalo para Salima Maffeki, un objeto que desde hace muchos años ha sido de mi propiedad personal.» Firmaba «Hedwig Jacobs» y estaba fechado tres días antes de su muerte.
Brunetti abrió las dos hojas del papel de seda que envolvía el objeto como si fueran las puertas de un calendario de Adviento.
—
Oddio
—exclamó al identificar el esbozo de la figura que estaba en brazos de su Madre. Tenía que ser un Tiziano, pero él no tenía conocimientos suficientes para decir más.
Ella lo miraba con curiosidad, no por el dibujo sino por su exclamación y, cuando él levantó la cabeza, la vio hurtar la cara a algo que no podía ser más
harram,
una imagen del falso dios de esta gente, tan falso que podía morir. Se retraía como ante una obscenidad.
Brunetti, sin decir nada, tapó cuidadosamente el dibujo con el papel de seda y lo introdujo entre las dos hojas de cartón unidas. Lo dejó a un lado y sacó el otro sobre. Tampoco estaba cerrado. Levantó la solapa y sacó un fajo de lo que parecían cartas, pulcramente dobladas en tres secciones apaisadas y sujetas con una goma.
Desdobló la primera y leyó: «Yo, Alberto Foa, vendo a Luca Guzzardi los cuadros que a continuación se detallan por la suma de cuatrocientas mil liras.» El documento estaba fechado el 11 de enero de 1943. Los cuadros detallados eran nueve, todos de pintores famosos. Desdobló otras dos hojas y vio que también eran contratos de venta a Luca Guzzardi, ambos con fecha anterior a la caída de Mussolini. Uno era de dibujos; y el otro, de pinturas y estatuas.
Brunetti contó las hojas restantes. Veintinueve. Con las tres que había leído, hacían un total de treinta y dos contratos de venta, sin duda, todos ellos, firmados, fechados y perfectamente legales. Ésa era la prueba de que los objetos en poder de la
signora
Jacobs eran de legítima propiedad de Luca Guzzardi, su amante loco, muerto hacía medio siglo.
Lo más interesante era que todo ello constituía la herencia de Claudia Leonardo, nieta de Guzzardi, que había muerto asesinada sin dejar testamento.