Malas artes (33 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Malas artes
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—Sí; me doy cuenta de que eso había de ser lo más conveniente —dijo Brunetti. «Conveniente para sus propósitos», pensó—. ¿Y usted fue?

—No. Le dije que tenía confianza en él, que sabría ser fuerte. Pero, al cabo de unos días, me dijo que ella había vuelto a las andadas, que lo había… que lo había tocado otra vez, y que él no sabía cuánto tiempo podría resistir. —De nuevo se le quebró la voz, de horror por la indecencia de la muchacha.

—¿Y volvió a pedirle que fuera a hablar con ella?

—No; no fue necesario. Yo misma comprendí que debía ir a hablar con ella, para pedirle que lo dejase en paz y no volviera a tentarlo.

—¿Y?

—Y aquella noche fui a su casa —dijo ella poniendo las manos sobre la mesa con los dedos entrelazados.

—¿Y? —preguntó Brunetti.

—Usted ya sabe lo que ocurrió —dijo la mujer, con impaciencia y desdén por tantas formalidades.

—Lo siento,
signora,
pero debe usted decirlo.

—La maté —dijo ella con voz tensa—. Me abrió la puerta y empecé a hablarle. Tengo mi orgullo, y no le dije que Maxwell me lo había pedido. Le dije que se apartara de él.

—¿Y qué ocurrió?

—Ella me dijo que yo estaba equivocada, que mi marido no le interesaba, que me lo habían contado al revés, que era Maxwell quien la acosaba. —Aquí sonrió, confiada—. Pero él me había advertido que ella diría eso, y yo estaba preparada.

—¿Y entonces?

—Entonces ella empezó a decir cosas terribles de él, cosas que yo no podía escuchar.

—¿Qué cosas?

—Que sabía que eso de los papeles sobre Guzzardi era sólo un engaño de Maxwell y mi padre para conseguir dinero, que había advertido a Maxwell de que se lo diría a la
signora
Jacobs. —Aquí se interrumpió, y Brunetti notó cómo se le endurecía la voz al decir—: Y se inventó mentiras sobre otras chicas y sobre lo que decía de él la gente de la biblioteca.

—¿Y qué más?

—Y entonces dijo que la sola idea de tener relaciones sexuales con él le daba asco. —Su voz se ahogó en el límite del agudo, el paroxismo de la condena, y él comprendió, sin que ella se lo dijera, que era eso lo que la había empujado a la violencia.

—¿Y el arma,
signora
?

—Ella estaba comiéndose una manzana. El cuchillo estaba en la mesa.

Como en
Tosca,
pensó Brunetti, y se estremeció.

—¿Ella no gritó? —preguntó.

—No; estaba muy sorprendida para gritar. Se había vuelto un momento no sé por qué y cuando se puso otra vez de frente se lo clavé.

—Entiendo —dijo Brunetti. Decidió no pedir detalles; lo más urgente era dar la cinta a mecanografiar, para que ella firmara su confesión lo antes posible. Pero le pudo la curiosidad—. ¿Y la
signora
Jacobs?

—¿La
signora
Jacobs? —repitió ella, sinceramente sorprendida.

Brunetti desistió de seguir preguntando y, en aquel momento, desechó la sospecha de que la
signora
Jacobs hubiera sido asesinada.

—No pudo soportarlo —dijo la mujer, y agregó, para sorpresa de Brunetti—: Lamento que haya muerto.

—¿Lamenta también haber matado a la muchacha,
signora
?

Ella movió la cabeza varias veces en pausada y firme negativa.

—No; en absoluto. Me alegro de haberlo hecho.

Evidentemente, ya había olvidado, o perdonado, la supuesta traición de su marido de aquella misma tarde, una falsa traición que la había catapultado a traicionarse a sí misma.

Brunetti, abrumado por la enormidad del humano desvarío y la sordidez de las humanas miserias, se puso en pie, mencionó la hora, dijo que el interrogatorio había terminado y salió de la sala, para disponer la transcripción de la confesión.

Capítulo 27

Brunetti consiguió hacer firmar la confesión a la
signora
Ford. Se quedó en la oficina mientras la mecanógrafa la transcribía y la llevó a la mujer, que aguardaba en la sala de interrogatorios. Eleonora estampó su firma y puso la fecha. Acababa de hacerlo cuando llegó su marido, con un abogado, que entró protestando porque su cliente hubiera sido interrogada sin estar él presente. Era evidente que Ford había querido asegurarse los servicios de más de una categoría profesional, porque también traía a un médico. El doctor solicitó ver a su paciente y, después de un somero examen, dictaminó que debía ser hospitalizada inmediatamente. Aquellos dos hombres hacían a Brunetti el efecto de una pareja de recipientes para la sal y la pimienta: los dos eran altos y muy delgados; el médico, con el pelo blanco y la cara pálida; y el abogado, Filippo Boscaro, con cabellera oscura y gran bigote negro.

Brunetti preguntó cuál era la causa para la hospitalización, y el médico, que apoyaba una mano en el hombro de la
signora
Ford en actitud protectora, dijo que era evidente que su paciente sufría un shock y, por lo tanto, no se hallaba en condiciones de responder preguntas.

A eso, la
signora
Ford levantó la mirada hacia él y después hacia su marido, que se arrodilló a su lado, envolviéndole las manos con las suyas en ademán de amparo.

—No temas, Eleonora —le dijo—. Yo cuidaré de ti.

Ella se inclinó a susurrarle al oído unas palabras que Brunetti no pudo oír. Ford la besó suavemente en la mejilla y la mujer miró a Brunetti con una cara en la que resplandecía el amor triunfante. Brunetti no dijo nada, esperando a oír lo que sugeriría Ford.

El director de la biblioteca empezó a levantarse con dificultad, al no poder utilizar las manos, que tanto aprisionaban como eran aprisionadas por las de su mujer. Cuando estuvo de pie, la ayudó a levantarse a ella, sosteniéndola por la cintura. Entonces dijo al médico:

—Giulio, ¿te la llevas?

Antes de que el médico pudiera responder, Brunetti se adelantó:

—Lo siento, pero su esposa no puede marcharse, si no va con ella una agente femenina.

El médico, el abogado y el marido rivalizaron en las muestras de indignación, pero Brunetti abrió la puerta del corredor y dijo al agente que montaba guardia que hiciera subir inmediatamente a una agente femenina.

El abogado, al que Brunetti conocía de vista pero no sabía de él sino que era criminalista, dijo:

—Confío en que se dé cuenta, comisario, de que nada de lo que mi cliente haya dicho mientras estaba aquí podrá ser admitido como prueba.

—¿Prueba de qué? —preguntó Brunetti.

—¿Cómo dice? —dijo el abogado.

—¿Prueba de qué? —repitió Brunetti.

El abogado, desconcertado, sólo supo decir:

—De lo que fuere.

—¿Le parece,
avvocato,
que podría utilizarse como prueba de que ha estado aquí? —preguntó Brunetti afablemente—. ¿O como prueba de que sabe cuál es su nombre? —Brunetti comprendía que de nada serviría discutir con el abogado, pero no pudo resistirse a la tentación de buscarle las cosquillas.

—No sé de qué me habla, comisario —dijo Boscaro—, pero está claro que trata de provocarme.

Brunetti, que en eso no podía sino estar de acuerdo con él, miró entonces al médico:

—¿Me da usted su nombre,
dottore
? —preguntó.

—Giulio Rampazzo —dijo el hombre del pelo blanco.

—¿Es el médico de la
signora
Ford?

—Soy psiquiatra —dijo el doctor Rampazzo.

—Comprendo —dijo Brunetti—. ¿Hace tiempo que la
signora
Ford es paciente suya?

Aquí el marido se impacientó. Ciñendo a su mujer más estrechamente con el brazo, la condujo hacia la puerta.

—Nada de esto tiene sentido. Ahora mismo voy a sacar de aquí a mi mujer.

Brunetti comprendió que no debía oponerse, y menos, estando Ford acompañado de un médico y un abogado. Pero se alegró de ver en la puerta a una mujer uniformada.

—Agente, acompáñela.

Ella saludó y dijo:

—Sí, señor —sin preguntar adonde tenía que ir con la mujer ni lo que debía hacer en su compañía.

—¿A qué hospital la lleva,
dottore
? —preguntó Brunetti. Rampazzo dudaba, procurando no mirar a Ford en busca de una indicación. Al ver esto, Brunetti dijo—: Pediré una lancha para que los lleve al Ospedale Civile. —Hizo una seña al agente que seguía allí, y lo envió a pedir la lancha.

Mientras los precedía por la escalera hacia la entrada de la
questura,
Brunetti buscaba la mejor manera de manejar la situación. Con un médico a su lado, que decía que la mujer se hallaba en estado de shock, Ford no tendría dificultad para sacarla de la
questura,
y Brunetti comprendía que sería inútil tratar de impedirlo. Por otra parte, cuanto más normal y pacífica fuera su salida, más peso se daría a su confesión, durante la cual ella se había mostrado perfectamente lúcida y coherente.

La lancha de la policía esperaba, con el motor al ralentí. Brunetti se paró en la puerta, sin seguirlos fuera del edificio. El agente de uniforme ayudó a subir a bordo a las dos mujeres y los tres hombres y embarcó tras ellos. Cuando la lancha se alejó, Brunetti subió a su despacho a hacer las llamadas telefónicas que —por lo menos, así lo esperaba— impedirían que la
signora
Ford escapara del laberinto burocrático en el que su confesión la había metido.

Durante los meses siguientes, la atención de Venecia se concentró en aquel laberinto y en el perezoso
deambular
(valga la expresión, que aún sugiere una celeridad excesiva) por sus vericuetos de los casos del asesinato de Claudia Leonardo y los bienes de Hedwig Jacobs. Ambas noticias habían estallado ante la opinión pública como cometas, invadiendo las primeras planas de la prensa local y nacional. Otros delitos y conflictos fueron relegados al pie de la primera plana por la sensacional confesión de asesinato, hecha por la hija de uno de los más conocidos notarios de la ciudad y el descubrimiento de un fabuloso patrimonio en pinturas y otras obras de arte, en el pisito de una anciana de condición modesta.

Mucho se especuló sobre el primer caso: se hablaba de celos, pasión y adulterio, en tanto que los sentimientos que se asociaban con el segundo eran de carácter más apacible: lealtad, amor, fidelidad. Uno y otro caso fueron desapareciendo del horizonte de la actualidad en sincronía con sus protagonistas: la
signora
Ford fue devuelta a su casa y su historia pasó a las páginas interiores. La historia de la
signora
Jacobs fue enterrada, como había sido enterrada la anciana en el cementerio protestante, y no sin que Brunetti lamentara su error de pensar que había sido asesinada. A la anciana la mató la muerte de Claudia, no su asesina.

El llamado unas veces «caso Leonardo» y otras, «caso Ford» siguió su lento curso. La confesión fue puesta en tela de juicio, se quiso ver en ella otro ejemplo de las tácticas de acoso y derribo de las autoridades, pero, finalmente, tras seis meses de rifirrafes judiciales, se dio por válida. Para entonces el doctor Rampazzo y sus colegas habían certificado que aquella mujer no era consciente de sus actos y que había obrado ofuscada por los celos. Es decir, ni consciente ni responsable. Boscaro, con su alegato, demostró ser digno de su fama, y también de sus minutas, y el tribunal falló que la
signora
Ford no se hallaba plenamente lúcida cuando fue a ver a Claudia Leonardo. Lo que allí ocurrió… Como había dicho el
signor
Ford a su esposa: la carne es débil, y a veces la gente hace las cosas sin querer.

Brunetti, ocupado en otro caso, éste de una corrupción aún mayor en el casino, seguía el proceso a través de la prensa y de sus amigos de los tribunales, sabiéndose impotente para influir en el desenlace.

Los objetos del caso Jacobs fueron inventariados de nuevo, esta vez, por representantes del Ministerio de Hacienda y de la Sovrintendenza delle Belle Arti. Se declaró a la madre de Claudia heredera legal de su hija y, por consiguiente, de los bienes de
frau
Jacobs. La circunstancia de que se hallara en paradero desconocido determinó la apertura de un período de espera de siete años, transcurrido el cual sería declarada muerta a efectos jurídicos y la posesión de los bienes pasaría al Estado. Los cuadros, las cerámicas y los célebres dibujos que habían pertenecido —o no— al cónsul suizo y que ahora pertenecían —o no— a la madre de Claudia, fueron enviados a Roma. Allí quedaron depositados, y el período de siete años de espera empezó a contar.

Una noche, en la sala de estar, Paola levantó la mirada del libro que estaba leyendo y dijo:

—Jarndyce contra Jarndyce.
[1]

—¿Qué? —preguntó Brunetti, sorprendido.

Ella sostuvo su mirada, con unos ojos ligeramente agrandados por las gafas de leer.

—No, no es nada en realidad. Una cosa de un libro.

Seis meses después, Gianpaolo Filipetto moría plácidamente mientras dormía. Su funeral se celebró en la iglesia de San Giovanni in Bragora, de la que era feligrés, con toda la pompa y el ceremonial a que lo hacían acreedor su avanzada edad y su relevancia en la ciudad.

Brunetti llegó tarde a la misa de réquiem, pero aún pudo mezclarse con la gente que salía de la iglesia y se quedaba aguardando, en respetuoso silencio, la aparición del féretro y la familia del finado. Seis hombres portaban el oscuro ataúd de caoba, cubierto por un grueso manto de rosas rojas y blancas. Tras él, emergió de la penumbra de la iglesia el párroco, encorvado bajo el peso de casi tantos años como había contado el mismo difunto. Lo seguía la hija, que había sido autorizada a dejar el arresto domiciliario para asistir a las exequias, a la que su marido asía firmemente del brazo derecho. Durante aquellos meses, Ford había engordado, y respiraba salud y optimismo, todo lo contrario de su mujer, que estaba más angulosa y demacrada que nunca.

Mientras avanzaban, Ford no apartaba los ojos de la cara de su mujer, que mantenía los suyos fijos en el suelo. La multitud abría paso a los portantes que, solemnemente, salieron al
campo.
Un hombre se acercó con paso rápido al cortejo, procedente del
bacino,
donde estaba amarrado el barco que debía llevar el féretro al cementerio. El hombre dijo unas palabras al anciano párroco, que se volvió y señaló a Ford. El recién llegado hizo entonces una seña a Ford, y éste dijo en voz baja una palabra a su esposa y se fue a hablar con él.

Brunetti aprovechó la oportunidad para abordar a la mujer.

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