—¿Pero usted no los echó de menos realmente?
—No, porque no puse cuidado.
—Quizá sería otra cosa si lo mirase usted ahora, ¿verdad?
—Ciertamente, señor.
La camarera abandonó la habitación. Weston miró interrogadoramente a Poirot.
—¿A qué viene todo esto? —le preguntó.
—¡Es mi metódica imaginación que se preocupa de bagatelas! —contestó Poirot—.
Miss
Brewster estuvo esta mañana bañándose junto a las rocas antes de desayunar y dice que le arrojaron desde arriba un frasco que casi le dio. Y bien; quiero saber quién arrojó ese frasco y por qué.
—Mi querido amigo, cualquiera pudo arrojar ese frasco sin propósito alguno.
—No lo crea. Para empezar, sólo pudo ser arrojado desde una ventana de la parte Este del hotel, es decir, desde una de las ventanas de las habitaciones que acabamos de examinar. Y ahora pregunto yo: si usted tiene un frasco vacío en su tocador o en su cuarto de baño, ¿qué haría con él? Yo contestaría que arrojarlo al cesto de los papeles. ¡No se toma uno la molestia de salir al balcón para lanzarlo al mar! En primer lugar, se corre el riesgo de dar a alguien, y en segundo, seria tomarse demasiado trabajo. No; sólo se hace eso cuando
se quiere que alguien no vea ese frasco particular
.
Weston se le quedó mirando de hito en hito.
—Ya sé —dijo— que el inspector jefe Japp, a quien conocí no hace mucho tiempo, acostumbra a decir que tiene usted una imaginación tortuosa. ¿No me irá usted a decir ahora que Arlena Marshall no fue estrangulada, sino envenenada con un frasco misterioso que contenía una droga misteriosa?
—No; no creo que hubiese veneno en aquella botella.
—¿Qué había entonces?
—Lo ignoro. Eso es precisamente lo que me interesa.
Regresó Gladys Narracott, un poco agitada.
—Lo siento, señor —dijo—; pero no echo nada de menos. Estoy segura de que no falta nada de las habitaciones del capitán Marshall ni de
miss
Linda ni de la de los señores Redfern, y casi segura de que de la de
miss
Darnley no ha desaparecido nada tampoco. Pero no podría decir lo mismo de la de
mistress
Marshall. Como dije antes, en su tocador hay demasiados chirimbolos.
—No importa —dijo Poirot, encogiéndose de hombros—. Prescindiremos de ese detalle.
—¿Desea algo más el señor?—preguntó Gladys Narracott.
La muchacha paseó la mirada de uno a otro.
—No, muchas gracias —contestó Weston.
—Muchas gracias —dijo Poirot—. ¿Está usted segura de que no hay nada, nada en absolutos que haya olvidado decirnos?
—¿Acerca de la señora Marshall, señor?
—Acerca de cualquier cosa. Algo desacostumbrado, fuera de lo corriente, inexplicable, peculiar, curioso...
en fin
, algo que le haya hecho decirse a sí misma o a alguna de sus colegas: «¡Es extraño!»
—Pero, ¿a qué clase de cosas se refiere usted? —insistió la camarera.
—Nada importa n lo que me refiera —replicó Poirot—. ¿Es cierto o no que usted dijo hoy a una de sus compañeras: «¡Es extraño!»?
Poirot recalcó con cierta ironía las dos palabras.
—No era nada realmente —dijo Gladys—. Se trataba de que se oía correr el agua de un baño y yo dije a mi compañera Elsie que era extraño que alguien se estuviese bañando cerca de las doce.
—¿De qué baño se trataba? ¿Quién tomó el baño?
—Eso no podríamos decírselo, señor. Nosotras oímos correr el agua y nada más.
—¿Está usted segura de que era un baño? ¿No sería un lavabo?
—¡Oh, completamente segura, señor! No se puede confundir el ruido del agua que produce un baño al vaciarse con el de un lavabo.
Poirot no mostró nuevos deseos de retener a la camarera, y Gladys Narracott recibió permiso para retirarse.
—No creerá usted que ese detalle del baño sea importante, ¿verdad, Poirot? —preguntó Weston—. No había manchas de sangre ni nada por el estilo que lavar. Es una de las ventajas del.
—Sí, una de las ventajas del estrangulamiento —completó Poirot—. Ni manchas de sangre, ni armas, ni nada de que deshacerse o que ocultar. No se necesita más que fuerza física ¡
y tener alma de asesino
!
Su voz tuvo un tono tan vehemente, tan apasionado, que Weston se amoscó un poco. Hércules Poirot le sonrió disculpándose.
Hubo una pausa.
—Tiene usted razón —dijo—, lo del baño carece probablemente de importancia. Cualquiera pudo tomar un baño. La señora Redfern antes de bajar a jugar al tenis, el capitán Marshall,
miss
Darnley ¡cualquiera! El detalle no tiene nada de particular.
Un agente de policía llamó a la puerta y asomó la cabeza.
—Es
miss
Darnley, señor. Dice que desearía ver a ustedes un momento. Se le olvidó decirles algo que considera importante.
—Ahora bajamos —dijo Weston.
Al primero que vieron fue a Colgate. Su rostro tenía una expresión sombría.
—Un momento, señor.
Weston y Poirot le siguieron al despacho de
mistress
Castle.
—He estado comprobando con Heald lo de la máquina de escribir —dijo Colgate—. No cabe duda de que el trabajo no puede hacerse en menos de una hora. Y es bastante más, si hay que detenerse de vez en cuando para pensar. Lea ahora esta carta.
«Mi querido Marshall:
»Siento turbar tus vacaciones, pero ha surgido una situación completamente imprevista en el asunto de los contratos de Burley y Tender...»
—Etcétera, etcétera —añadió Colgate—. Está fechada el veinticuatro, es decir, ayer. El sobre lleva el cuño de ayer tarde, el de Londres, y el de Leathercombe Bay esta mañana. Utilizaron la misma máquina para el sobre y para la carta. Y por el contenido resulta claramente imposible que Marshall preparase la contestación de antemano. Las cifras que figuran en ésta son consecuencia del asunto de que trata la carta y... en fin, que todo el asunto es muy complicado.
—¡Hum! —rezongó Weston—. Al parecer habrá que descartar también a Marshall. Tendremos que investigar por otro lado. Ahora voy a ver a
miss
Darnley. Nos está esperando.
Entró Rosamund. Su sonrisa parecía pedir perdón por anticipado.
—No saben lo que siento molestarles —dijo—. Probablemente no valdrá la pena, pero olvidé decirles algo que, a mi juicio, tiene cierto interés.
—Usted dirá,
miss
Darnley —dijo Weston, indicando una silla.
—Oh, ni siquiera necesito sentarme —se excusó la joven—. Se trataba sencillamente de esto: yo les dije a ustedes que pasé la mañana en Sunny Ledge. No es del todo exacto. Olvidé decir que regresé una vez al hotel y volví a salir.
—¿A qué hora fue eso,
miss
Darnley?
—Alrededor de las once y cuarto.
—¿Y dice usted que volvió al hotel?
—Sí, había olvidado mis lentes ahumados. Al principio pensé que podría pasarme sin ellos, pero se me cansaron los ojos y decidí venir a buscarlos.
—¿Y fue usted directamente a su habitación?
—Sí. Es decir, no hice más que asomarme un momento a la habitación de Kenn... del capitán Marshall. Oí teclear en su máquina y pensé que era absurdo que se encerrase a escribir con un día tan hermoso. Me asomé para decirle que saliese.
—¿Y qué contestó el capitán Marshall?
Rosamund sonrió con cierto misterio.
—Cuando abrí la puerta estaba tan entusiasmado escribiendo y parecía tan abstraído en su trabajo, que decidí retirarme silenciosamente. No creo que ni siquiera me viese.
—¿A qué hora fue eso,
miss
Darnley?
—A las once y veinte aproximadamente. Al salir miré el reloj del vestíbulo.
—Esto acaba de poner la tapadera —comentó el inspector Colgate—. La camarera le oyó teclear hasta las once menos cinco.
Miss
Darnley le vio a los once menos veinte, y la mujer fue muerta a las doce menos cuarto. Él dice que pasó aquella hora escribiendo en su cuarto, y no hay nada que contradiga su afirmación. Esto excluye al capitán Marshall por completo.
Colgate hizo una pausa y miró a Poirot con curiosidad.
—
Mister
Poirot parece muy preocupado por algo —dijo.
—Me estoy preguntando —contestó Poirot— por qué se ha presentado tan repentinamente a hacer esta declaración extraordinaria.
—¿Le parece extraño? —preguntó Colgate, ya intrigado.
—¿Es que no cree usted en lo del olvido? Colgate reflexionó unos momentos.
—Vamos a examinar este incidente desde otro aspecto —dijo al fin—. Supongamos que
miss
Darnley no estuviese en Sunny Ledge como dijo. En ese caso su declaración es falsa. Supongamos ahora que después de haberla hecho se enteró de que alguien la había visto en alguna otra parte o de que alguien fue a Sunny Ledge y no la encontró allí. Discurrió entonces rápidamente esta historia y vino a contárnosla para justificar su ausencia. Observarían ustedes que tuvo buen cuidado de hacer resaltar que el capitán Marshall no la vio cuando Se asomó a su habitación.
—Sí, ya lo observé —murmuró Poirot.
—¿Quiere usted sugerir que
miss
Darnley está complicada en esto? —preguntó Weston con acento de incredulidad.
—Eso me parece absurdo. ¿Por qué iba a intervenir?
Colgate tosió para aclararse la garganta.
—Recordará usted lo que dijo la dama americana,
mistress
Gardener. Esa señora indicó que
miss
Darnley estaba enamorada del capitán Marshall. ¿No encuentra usted la explicación ahí, señor?
—Arlena Marshall no fue muerta por una mujer —replicó Weston, impaciente—. Es un hombre el que tenemos que buscar.
—Sí, es cierto, señor —suspiró Colgate—. Es preciso seguir ateniéndonos a nuestra primera hipótesis de asesino, hombre y nada más que hombre.
—Dedique un agente a comprobar un dato que necesito— ordenó Weston—; el tiempo que se emplea en ir desde el hotel, atravesando la isla, hasta lo alto de la escalerilla. Que calcule el tiempo corriendo y al paso. Otro agente comprobará el tiempo que lleve ir en esquife desde la playa de baños hasta la ensenada.
—Me ocuparé de todo eso, señor —prometió Colgate.
—Yo marcharé a visitar la ensenada ahora —declaró Weston—. Veremos si Philips ha descubierto algo. Allí está también la Cueva del Pirata, de la que tanto hemos oído hablar. Es preciso ver si encuentran en ella huellas de alguien que se hubiese escondido allí. ¿Qué le parece, Poirot?
—Muy bien. Es una posibilidad —contestó el detective.
—Si alguien consiguió penetrar inadvertido en la isla, encontraría allí un buen sitio para esconderse. Supongo que los habitantes de la localidad conocerán bien esa cueva.
—No creo que la conozca la generación más joven —repuso Colgate—. Ello es debido a que desde que se edificó este hotel, las ensenadas pasaron a ser propiedad privada. Allí no van ni pescadores ni excursionistas. Y la servidumbre del hotel no es de la localidad.
Mistress
Castle es londinense.
—Podemos hacer que nos acompañe Redfern —propuso Weston—. Él fue quien primero nos habló de la cueva—. ¿Vendrá usted,
mister
Poirot?
Hércules Poirot titubeó y terminó contestando con pronunciado acento extranjero:
—No. Digo lo que
miss
Brewster y
mistress
Redfern: no me gusta bajar por las escalerillas perpendiculares... a veces son peligrosas.
—Puede usted ir en bote.
Hércules Poirot lanzó un suspiro.
—Mi estómago no se siente muy feliz en el mar.
—¡Pero si hace un día hermoso! El mar está como un estanque. No puede usted abandonarnos.
Hércules Poirot iba a discurrir una nueva negativa cuando
mistress
Castle asomó por la puerta su complicado peinado.
—Espero que no les molestaré —dijo—, pero
mister
Lane, el clérigo que ustedes conocen, acaba de regresar, y pensé que quizá quisieran ustedes verle.
—¡Ah, sí, muchas gracias,
mistress
Castle! Le veremos ahora mismo.
Mistress
Castle penetró un poco más en la habitación.
—No sé si valdrá la pena mencionarlo —dijo con aire de misterio—, pero siempre he oído decir que no debe desperdiciarse el más ligero detalle...
—Sí, sí; así es —dijo Weston impaciente.
—Se trata de que a eso de la una estuvieron aquí una señora y un caballero. Vinieron del continente a almorzar, Les dijimos que había ocurrido un accidente y que, dadas las circunstancias, no se podían servir almuerzos.
—¿Tiene usted idea de quiénes eran?
—Lo ignoro. No me dieron el nombre, naturalmente. Me expresaron su decepción y revelaron cierta curiosidad por conocer la naturaleza del accidente. Yo no les conté nada, por supuesto. Por su aspecto me parecieron veraneantes de la mejor clase.
—Bien, gracias por el informe —dijo Weston con cierta brusquedad. Probablemente no tendrá importancia, pero ha hecho usted bien en decírmelo.
—¡Yo siempre cumplo con mi deber! —declaró solemnemente
mistress
Castle.
—Muy bien, muy bien. Diga a
mister
Lane que entre.
Stephen Lane entró en la habitación, caminando con su acostumbrado vigor.
—Soy el jefe de policía de este distrito —se anunció Weston—. Supongo que le habrán dicho lo que ha ocurrido aquí.
—Sí... ¡oh, sí, me enteré en cuanto llegué! Terrible... terrible. —Su recio armazón se estremeció—. Desde que estoy aquí —añadió abajando la voz—, he tenido la sensación de que nos iban cercando las fuerzas del Mal.
Sus ojos, ávidos y ardientes, se clavaron en Poirot.
—¿Recuerda,
mister
Poirot, nuestra conversación de hace unos días? ¿Sobre la realidad del Mal?
Weston estudiaba la alta y corpulenta figura del clérigo con cierta perplejidad. Encontraba difícil llegar a comprender a aquel hombre. La mirada de Lane volvió a él. El clérigo añadió con leve sonrisa:
—No sé por qué se me figura que le parezco a usted fantástico, señor. En nuestros días hemos abandonado la creencia en el Mal. ¡Hemos abolido el fuego del infierno! ¡Ya no creemos en el Diablo! ¡Pero Satán y los emisarios de Satán nunca fueron más poderosos que hoy en día!
—¡Oh, sí, es muy posible! —dijo Weston—. Pero todo eso,
mister
Lane, es de su ministerio. El mío es más prosaico... consiste en aclarar un caso de asesinato.