—Exactamente —repitió Hércules Poirot, y añadió, dirigiéndose ahora a Marshall—: Voy a describirle ciertas cosas que encontré en la habitación de su hija después del asesinato. En el hogar de la chimenea había una gran masa de cera fundida, un poco de pelo carbonizado, fragmentos de cartón y papel, y un alfiler ordinario. El papel y el cartón, quizá no tengan importancia, pero las otras tres cosas eran sugestivas... particularmente cuando descubrí escondido en un estante un volumen de la librería local, que trata de brujerías y sortilegios. Al cogerlo se abrió fácilmente por determinada página. En ella se describían diversos métodos de causar la muerte, moldeando una figura de cera que debía representar a la víctima. Esta figura debía tostarse después lentamente hasta que se fundiera... o atravesarle repetidamente el corazón con un alfiler. El resultado debía ser la muerte de la víctima. Más tarde me enteré por
mistress
Redfern que Linda Marshall había salido muy temprano aquella mañana, había comprado un paquete de velas y pareció muy confusa cuando se descubrió su compra. Sabido eso, ya no tuve duda de lo sucedido. Linda había hecho una tosca figura con la cera de las velas, adornándola posiblemente con un mechón de pelo de Arlena para darle fuerza mágica, le había perforado el corazón con un alfiler, y, finalmente, había fundido la figura haciendo arder debajo de ella trozos de cartón y papel.
»El procedimiento era burdo, infantil, supersticioso, pero revelaba una cosa: el deseo de matar.
»¿Existe la posibilidad de que hubiera más que un deseo? ¿Pudo Linda Marshall matar
realmente
a su madrastra?
»A primera vista parecía tener una coartada perfecta, pero en realidad, como acabo de indicar, la hora fue falseada por la misma Linda. Nada más fácil para ella que declarar que fue un cuarto de hora más tarde de lo que realmente era.
»Una vez que
mistress
Redfern abandonó la playa, fue completamente posible que Linda recorriese el estrecho sendero que conduce a la escalerilla, que bajase por ella, que encontrase allí a su madrastra, que la estrangulase y que volviera a subir antes de que el bote que llevaba a
miss
Brewster y a Patrick Redfern se presentase a la vista. Luego pudo regresar a la ensenada de las Gaviotas, tomar su baño y volver al hotel descansadamente.
»Pero eso implicaba dos cosas. Linda debía tener conocimiento terminante de que Arlena Marshall se encontraba en la Ensenada del Duende y tenía que ser, además, físicamente capaz de realizar el hecho.
»Lo primero era completamente posible... si Linda Marshall hubiese escrito una nota a la misma Arlena en nombre de otra persona. En cuanto a lo segundo, Linda tiene manos grandes y fuertes. Son tan grandes como las de un hombre. Respecto a la fuerza, la muchacha está en esa edad en que propende uno al desequilibrio mental. Y los trastornos mentales van con frecuencia acompañados por una fuerza desacostumbrada. Hay otro pequeño punto. La madre de Linda Marshall fue acusada de intento de asesinato.
Kenneth Marshall levantó la cabeza y replicó con resolución.
—Pero fue absuelta.
—Fue absuelta —convino Poirot.
—Tenga en cuenta lo que voy a decirle,
mister
Poirot —añadió Marshall—. Ruth, mi mujer, era inocente. Lo sé con completa y absoluta certeza. Yo no podía engañarme en la intimidad de nuestra vida. Era una víctima inocente de las circunstancias.
Hizo una pausa.
—Y no creo que Linda matase a Arlena. ¡Es ridículo... absurdo!
—¿Cree usted, entonces, que su carta es falsa? —preguntó Poirot.
Marshall alargó la mano y Weston le entregó el papel. Marshall lo estudió atentamente. Luego movió la cabeza.
—No —dijo involuntariamente—. Creo que Linda escribió esto.
—Pues si lo escribió —replicó Poirot—, sólo hay dos explicaciones. O lo escribió de buena fe, reconociéndose culpable, o...
lo escribió deliberadamente para proteger a otra
persona, a alguien de quien temía se sospechase.
—¿Se refiere usted a mí? —dijo Marshall.
—Es posible.
Marshall reflexionó unos momentos.
—La idea me parece absurda —dijo al fin—. Linda pudo darse cuenta de que yo fui considerado como sospechoso al principio. Pero ahora sabía definitivamente que ya no era así y que la policía había aceptado mi coartada y enfocado su atención hacia otra parte.
—Tenga en cuenta —repuso Poirot— que no tiene tanta importancia que ella pensase que se sospechaba de usted como que supiese que era usted culpable.
—¡Eso es absurdo! —Protestó Marshall, soltando una corta carcajada.
—Es lo que deseo aclarar —dijo Poirot—. Existen, como usted sabe, varias posibilidades sobre la muerte de
mistress
Marshall. Hay la hipótesis de que estaba siendo víctima de un
chantaje
, de que aquella mañana fue a entrevistarse con el
chantajista
y que éste la mato. Hay la teoría de que la Ensenada del Duende y la Cueva del Duende eran utilizadas para el contrabando de drogas y que
mistress
Marshall fue muerta porque se enteró accidentalmente de algo relacionado con el asunto. Y hay una tercera posibilidad: que fue asesinada por un maniático religioso. Y una cuarta... ¿No es cierto, capitán Marshall, que tenía usted que cobrar una buena cantidad de dinero a la muerte de su esposa?
—Acabo de decir a usted...
—Sí, sí... Convengo en que es imposible que usted pudiese matar a su mujer... actuando solo. Pero supongamos que alguien le ayudó.
—¿Qué diablos quiere usted decir?
El hombre flemático se sulfuraba al fin. Medio se levantó de su asiento. Su voz era amenazadora. Brillaban de ira sus ojos.
—Quiero decir —prosiguió Poirot— que este crimen no fue cometido por una sola mano. Intervinieron en él dos personas. Es completamente cierto que usted no pudo mecanografiar aquella carta y estar al mismo tiempo en la ensenada... pero habría habido tiempo para que usted escribiese aquella carta en taquigrafía y que
alguien
la mecanografiase en su habitación mientras usted se ausentaba para cumplir su criminal misión.
Hércules Poirot miró a Rosamund Darnley y añadió:
—
Miss
Darnley afirma que abandonó Sunny Ledge á las once y diez y le vio a usted escribir en su cuarto. Pero precisamente a aquella hora
mister
Gardener subió al hotel a buscar un ovillo de lana para su mujer. Y no encontró a
miss
Darnley ni la vio. Esto es algo extraño. Parece como sí
miss
Darnley nunca hubiese abandonado Sunny Ledge, o, si lo hizo, sería mucho más temprano y estuvo en la habitación de usted escribiendo afanosamente. Otro punto: usted afirmó que cuando
miss
Darnley se asomó a su habitación a las, once y cuarto la
vio usted, por el espejo
. Pero el día del asesinato su máquina de escribir y sus papeles se encontraban sobre una mesa en el otro ángulo de la habitación, mientras que él espejo estaba colgado ante las ventanas. Tal afirmación fue, pues, una deliberada mentira. Más tarde trasladó usted su máquina de escribir a la mesa colocada debajo del espejo como para justificar su historia... pero era demasiado tarde. Yo estaba enterado de que tanto usted como
miss
Darnley habían mentido.
—¡Qué diabólicamente ingenioso es usted! —exclamó. Rosamund Darnley..
—¡Pero no tan diabólico e ingenioso como el hombre que mató a Arlena Marshall! —replicó Poirot—. Retrocedamos con la imaginación. ¿Con quién pensé yo... con quién pensaron todos... que Arlena había ido a reunirse aquella mañana? Todos llegamos a la misma conclusión.
Patrick Redfern
. No era un
chantajista
quien la esperaba. Con sólo mirarla a la cara lo habría yo adivinado. ¡Oh, no!, iba a reunirse con su amante... ¡o al menos así lo creía ella!
»Estoy completamente seguro. Arlena Marshall fue a reunirse con Patrick Redfern. Pero un minuto después Patrick Redfern aparecía en la playa buscando a Arlena. ¿Qué había ocurrido, pues?
—Que algún malvado utilizó mi nombre —dijo Patrick Redfern con reprimida ira.
Poirot prosiguió:
—Usted estaba evidentemente inquieto y sorprendido por la ausencia de Arlena. Demasiado evidentemente, quizá. Teniendo todo esto en cuenta,
mister
Redfern, mi opinión, es que ella fue a la Ensenada del Duende a reunirse con
usted
, que allí se encontraron y que
usted, la mató como tenía planeado.
—¡Usted está loco! —exclamó Patrick con su jovial voz de irlandés—. Estuve con usted en la playa hasta que acompañé en el bote a
miss
Brewster y descubrimos el cadáver.
—Usted la mató —repitió Poirot— después de que
miss
Brewster se alejó en el bote para ir a avisar a la policía. Arlena Marshall no estaba muerta cuando ustedes llegaron a la playa. Esperaba oculta en la cueva a que se despejase la costa.
—¿Pero y el cadáver?
Miss
Brewster y yo vimos el cadáver.
—Un cuerpo sí, pero no un cadáver. El cuerpo
vivo
de la mujer que le ayudó a usted, pintados brazos y piernas con yodo y el rostro oculto por un sombrero de cartón verde. Cristina, su mujer (o posiblemente nada más que su amante), le ayudó a cometer este crimen como le ayudó a cometer aquel otro de hace años, cuando se descubrió el cuerpo de Alice Corrigan veinte minutos antes de que ésta muriese... asesinada por su marido Edward Corrigan ¡Usted!
—Ten cuidado, Patrick, no pierdas la serenidad —dijo la voz fría y aguda de Cristina—.
Mister
Poirot bromea.
—Les interesará saber —continuó Poirot— que tanto usted como su esposa Cristina fueron fácilmente reconocidos por la policía de Surrey en un grupo fotografiado aquí. Les identificaron a ustedes en seguida como Edward Corrigan y Cristina Deverill, la joven que descubrió el cadáver.
Patrick Redfern se puso en pie. Su bello rostro se transformó, congestionado de sangre, ciego de rabia. Era el rostro de un homicida... de una fiera.
—¡Maldito gusano! —rugió, arrojándose sobre Poirot y clavándole los dedos en la garganta.
Poirot se expresó de este modo:
—Una mañana, sentados en este mismo sitio, hablábamos de los cuerpos tostados por el sol, tendidos como reses sobre una losa, y fue entonces cuando se me ocurrió cuan poco diferencia hay entre un cuerpo humano y otro. La mirada atenta y valuadora distingue esta pequeña diferencia, pero no la mirada superficial y errante. Una joven moderadamente bien hecha es parecidísima a otra. Dos piernas morenas, dos brazos morenos y, entre unas y otros, un pequeño traje de baño: tal es un cuerpo tendido al sol sobre la arena. Cuando una mujer anda, cuando ríe, cuando habla, cuando vuelve la cabeza, hay en ella personalidad, individualidad. Pero en el ritual del sol, no.
»Fue aquel día cuando hablamos del Mal, de la
maldad bajo el sol
, como dijo
mister
Lane. Nuestro amigo es una (persona muy sensible; le afecta el Mal, percibe su presencia; pero aunque es un buen instrumento registrador, no supo exactamente dónde se encontraba el Mal. Para él, el Mal estaba concentrado en la persona de Arlena Marshall y casi todos los presentes se mostraron de acuerdo con esta opinión.
»Pero para mi imaginación, aunque la Maldad estaba presente, no estaba en modo alguno centralizada en Arlena Marshall. Estaba relacionada con ella, sí, pero de un modo totalmente diferente. Yo la vi en todo momento como una
víctima
eterna y predestinada. Porque era bella, porque tenía hechizo, porque los hombres volvían la cabeza para mirarla, suponía la gente que era ese tipo de mujer que destroza vidas y destruye almas. Pero yo la vi de un modo diferente. No era ella quien fatalmente atraía a los hombres... eran los hombres los que fatalmente la atraían a ella. Era el tipo de mujer de quien los hombres se enamoran fácilmente y de quien se cansan con la misma rapidez. Y todo lo que me contaron o pude averiguar no hizo más que afirmar mi convicción en este punto. Lo primero que se contaba de Arlena era que el hombre de cuyo divorcio fue causa rehusó casarse con ella. Fue entonces cuando el capitán Marshall, uno de esos hombres incurablemente caballeros, apareció en escena y la solicitó en matrimonio. Para un hombre tímido y reservado como el capitán Marshall, una humillación pública de cualquier clase es la peor de las torturas... De ahí su amor y compasión por su primera mujer, a quien se acusó y juzgó públicamente por un asesinato que no había cometido. Se casó con ella y encontró su mayor recompensa en la comprobación de la bondad de su carácter. Después de su muerte, otra bella mujer, quizá del mismo tipo, puesto que Linda, tiene cabellos rojos (que probablemente heredó de su madre), fue sacada a la pública ignominia. Y otra vez Marshall realiza un acto de redención. Pero esta vez no suficientemente recompensado. Arlena es estúpida, indigna de simpatía y de desinteresada protección... Pero aunque cesó de amarla y le atormentaba su presencia, continuó complaciéndola. Ella era para él como una chiquilla que no podía pasar de cierta página en el libro de la vida.
»Yo vi en Arlena Marshall, con su pasión por los hombres, una presa predestinada para un ser sin escrúpulos» En Patrick Redfern, con su buen tipo, su apostura, su innegable encanto para las mujeres, reconocí en seguida ese tipo de hombre. El aventurero que, de un modo u otro, vive a costa de las mujeres. Observando desde mi asiento en la playa, adquirí la certeza de que Arlena era la víctima de Patrick. Y asocié aquel foco de Maldad de que hablábamos con Patrick Redfern y no con Arlena Marshall.
»Arlena había entrado recientemente en posesión de una gran suma de dinero heredada de un viejo admirador que no tuvo tiempo de cansarse de ella. Arlena era de esas mujeres defraudadas invariablemente en su dinero por un hombre u otro.
Miss
Brewster mencionó un joven que se había «arruinado» por Arlena, pero una carta suya, encontrada en la habitación de la señora Marshall, aunque expresaba el deseo (cosa que no cuesta nada) de cubrirla de joyas, le acusaba recibo de un cheque por medio del cual aperaba escapar a determinada persecución, ¡Claro caso de un joven disipador que vive de una mujer! No tengo duda de que Patrick Redfern encontró sencillísimo inducir a Arlena a que de vez en cuando le entregase considerables sumas «para inversión». Probablemente la deslumbró con historias de grandes oportunidades que harían la fortuna de los dos. Las mujeres que viven solas y sin protección son fácil presa de esta clase de criminales... que generalmente escapan con el botín. No obstante, si hay un marido, un padre o un hermano, las cosas pueden tomar un giro desagradable para el embaucador. Cuando el capitán Marshall hubiese descubierto lo que había sido de la fortuna de su esposa, podía esperar poca clemencia por su parte.