Maldad bajo el sol (25 page)

Read Maldad bajo el sol Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: Maldad bajo el sol
2.7Mb size Format: txt, pdf, ePub

»¿Pero dónde estuvo Arlena durante todo aquel tiempo? Aquello estaba perfectamente claro. O Rosamund Darnley o Arlena Marshall habían estado en la Cueva del Duende, ya que el perfume que ambas usaban me lo había revelado así. Era seguro que Rosamund no había estado. Luego fue Arlena la que se ocultó allí, hasta que la costa quedó libre de enemigos.

»Cuando Emily Brewster se alejó en el bote, Patrick quedó dueño de la playa y en plena oportunidad para cometer el crimen. Arlena Marshall fue muerta a las doce menos cuarto, pero el testimonio del forense nos habla solamente de la hora más temprana posible en que pudo cometerse el crimen. Que Arlena fue muerta a las doce menos cuarto fue lo que le dijeron al doctor, no lo que él dijo a la policía.

»Quedan dos puntos más por aclarar. La declaración de Linda Marshall proporcionó a Cristina Redfern una coartada. Pero aquella declaración se fundaba a su vez en el testimonio del reloj de pulsera de Linda Marshall. Todo lo que se necesitaba probar para desmentirlo era que Cristina había tenido dos oportunidades de manipular en el reloj. Yo las encontré fácilmente. Cristina había estado sola en la habitación de Linda aquella mañana... y eso era una prueba indirecta. A Linda le oímos decir que «tenía miedo de llegar tarde», pero que cuando bajó al vestíbulo vio en el reloj colgado allí que no eran más que las diez y veinticinco. La segunda oportunidad de manipular en el reloj la tuvo Cristina tan pronto como Linda volvió la espalda para meterse en el mar.

»Queda también la cuestión de la escalerilla. Cristina había declarado siempre que no tenía cabeza para las alturas. Otra mentira cuidadosamente preparada.

»Yo tenía ya mi mosaico con cada pieza bellamente colocada en su sitio. Pero desgraciadamente no tenía pruebas concretas. Todo estaba en mi imaginación.

»Fue entonces cuando se me ocurrió una idea. El crimen había resultado tan bien, tan perfecto, que no me cabía dudar de que Patrick Redfern lo repetiría en lo futuro. ¿Pero qué decir del pasado? Era remotamente posible que éste no fuese su primer asesinato. El método empleado, estrangulación, estaba en armonía con la manera de ser de Patrick, criminal por placer, tanto como por provecho. Si había sido ya asesino, era seguro que habría utilizado los mismos me—, dios. Pedí al inspector Colgate una lista de las mujeres víctimas de estrangulación. El resultado me llenó de esperanza. La muerte de Nellie Parsons, encontrada estrangulada en unos matorrales solitarios, pudo ser o no ser obra de Patrick Redfern, pero la de Alice Corrigan respondía exactamente a lo que yo estaba buscando. El mismo método en esencia. Escamoteo del tiempo; un asesinato cometido no a la hora que indican las apariencias, sino después; un cuerpo que se supone descubierto a las cuatro y cuarto; un marido que prueba su coartada hasta las cuatro y veinticinco.

»¿Qué sucedió realmente? Se dijo que Edward Corrigan llegó a Pine Ridge, se encontró con que su esposa no estaba allí y
salió y se puso a pasear arriba y abajo
. Pero en realidad echó a correr a toda velocidad hacia el lugar de la cita, el bosque Caesar (que recordarán ustedes está muy cerca), la mató y regresó al café. La muchacha excursionista que informó del crimen era Una joven respetabilísima, profesora de gimnasia en un acreditado colegio de señoritas. Aparentemente no tenía relación alguna con Edward Corrigan. Tuvo que recorrer alguna distancia para dar cuenta de la muerte. El médico de la policía no examinó el cadáver hasta las seis menos cuarto. Como en nuestro caso, la hora de la muerte fue aceptada sin discusión.

»Hice una prueba final. Yo tenía que saber definitivamente si
mistress
Redfern era una embustera. Organicé una pequeña excursión a Dartmoor. Quien no puede resistir las alturas nunca se siente muy seguro al cruzar un estrecho puente sobre el agua.
Miss
Brewster, verdadera enferma en este aspecto, dio señales de vértigo. Pero Cristina Redfern, descuidada, atravesó el puente corriendo, sin un titubeo. Era un pequeño detalle, pero constituía una prueba definitiva. Y si había dicho una mentira innecesaria... todas las otras mentiras eran posibles. Entretanto Colgate había recibido la fotografía identificada por la policía de Surrey. Yo jugué entonces mi baza de la única manera que ofrecía algunas probabilidades de éxito. Una vez conseguido que Patrick Redfern se creyese seguro, me revolví contra él e hice todo lo posible para hacerle perder el dominio de sí mismo. El conocimiento de que había sido identificado como Corrigan le hizo perder la cabeza por completo.

Hércules Poirot se tocó la garganta.

—Lo que hice —añadió con aires de importancia— fue extremadamente peligroso, pero no lo lamento. ¡Triunfé! No padecí en vano.

Hubo un momento de silencio.
mistress
Gardener dejó escapar un profundo suspiro.

—Le felicito,
mister
Poirot —dijo—. Ha sido maravilloso escucharle cómo llegó a tan magníficos resultados. Su explicación ha sido tan fascinadora como una conferencia sobre criminología. ¡Y pensar que mi ovillo color púrpura y aquella conversación sobre los rayos del sol iban a influir en el descubrimiento de un crimen! No encuentro palabras con que expresar mi admiración, y estoy segara de que a
mister
Gardener le sucede lo mismo, ¿verdad, Odell?

—Sí, querida —contestó
mister
Gardener.


Mister
Gardener me ayudó también mucho —dijo Poirot—. Yo necesitaba la opinión de un hombre inteligente sobre
mistress
Marshall, y se la pedí a
mister
Gardener.

—¿De veras? —dijo la señora Gardener—. ¿Y qué dijiste de la pobre mujer, Odell?

Mister
Gardener tosió antes de contestar.

—Verás, querida, ya sabes que nunca me preocupé gran cosa de ella.

—Eso es lo que dicen siempre los hombres a sus esposas —comentó
mistress
Gardener—. Hasta
mister
Poirot se inclina a la indulgencia con la belleza, y la llama víctima natural, y todo lo demás Pero la verdad es que era una mujer sin cultura, y como el capitán Marshall no está ahora aquí, no me importa decir que siempre me pareció una estúpida. Así se lo dije siempre a
mister
Gardener, ¿no es verdad, Odell?

—Sí, querida —confirmó
mister
Gardener.

2

Linda Marshall estaba sentada con Hércules Poirot en la playa de las Gaviotas.

—Claro que me alegro de no haberme muerto —dijo Linda—. Pero, ¿verdad,
mister
Poirot, que lo que hice fue exactamente como si hubiese matado a mi madrastra?

—No hay nada de eso —contestó Poirot enérgicamente—. El deseo de matar y la acción de matar son dos cosas completamente diferentes. Si en vez de una figurilla de cera hubiese usted tenido en su dormitorio a su madrastra atada de pies y manos, y hubiese usted esgrimido un puñal en vez de un alfiler, ¡no se lo habría usted clavado en el corazón! Algo dentro de usted habría dicho «no». A mí me pasa lo mismo cuando me enfurezco contra un imbécil. «Me gustaría darle un puntapié», me digo, y en su lugar doy un puntapié a la mesa. «Esta mesa es el imbécil, y por eso la golpeo», pienso. Y entonces, si es que no me he hecho demasiado daño en el pie, me siento mucho más tranquilo, y la mesa, por lo general, no ha sufrido grandes deterioros. Pero si el imbécil mismo estuviera en mi presencia, yo no le daría el puntapié Hacer figuritas de cera y clavarles un alfiler es una tontería, una chiquillada si se quiere, pero tiene su utilidad también.

»Usted se sacó el odio que ardía en su pecho y lo puso en aquella figurilla. Y con el alfiler y el fuego destruyó usted no a su madrastra, sino el odio que le tenía. Después, aun antes de enterarse de su muerte, se sintió usted purificada, más alegre, más dichosa ¿No es cierto?

—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó ingenuamente Linda. —Eso es precisamente lo que sentí.

—Entonces no repita esas tonterías. Hágase el propósito de no odiar a su próxima madrastra.

—¿Cree usted que voy a tener otra madrastra? —preguntó Linda, perpleja—. ¡Oh, ya veo que se refiere usted a Rosamund! ¡Esa no me importa! —Titubeó y añadió—: Es una mujer sensible.

No era el adjetivo que Poirot habría elegido para Rosamund Darnley, pero se dio cuenta de que Linda lo consideraba como el mayor elogio.

3

—Rosamund, ¿cómo pudo metérsete en la cabeza la idea de que yo maté a Arlena? —preguntó Kenneth Marshall.

—Confieso que fue una tontería —dijo Rosamund, avergonzada—. Pero tú tienes la culpa por ser tan reservado. Yo nunca supe lo que realmente sentías por Arlena. No sabía si la aceptabas tal como era o si... bueno, o si creías en ella ciegamente. Y pensé que si era esto último y te enterabas de pronto de su traición, enloquecerías de rabia. Me he enterado de muchas cosas de ti. Te muestras siempre tranquilo, pero a veces te enfureces de un modo terrible.

—Y por eso pensaste que la agarré por el cuello y...

—Sí, es cierto; eso es exactamente lo que pensé. Y tu coartada me pareció un poco endeble. Por eso decidí echarte una mano y discurría aquella estúpida historia de haberte visto tecleando en tu habitación. Y cuando me enteré de que tú habías dicho que me viste asomar la cabeza, bueno, aquello acabó de afirmarme en mis sospechas. Aquello y la extraña conducta de Linda.

—No te diste cuenta —repuso Kenneth Marshall con un suspiro— de que yo dije que te había visto por el espejo con objeto de apoyar tu declaración. Pensé... pensé que necesitabas que alguien corroborase.

Rosamund se le quedó mirando, estupefacta.

—¿Pero es que creíste que yo había matado a tu mujer?

Kenneth Marshall se agitó intranquilo.

—No te extrañe, Rosamund. ¿No recuerdas que en cierta ocasión, cuando muchacho, estuviste a punto de ahogarme porque cogí a tu perro? Me agarraste por la garganta y tuve que soltarlo.

—Pero eso fue hace muchos años.

—Si, lo sé...

—Y, además, ¿qué motivos pensaste que tenía yo para matar a Arlena?

Marshall rezongó algo ininteligible.

—¡Kenneth, eres un presumido! —exclamó Rosamund—. Tú pensaste que la maté por altruismo, en tu beneficio, ¿no es cierto? ¿O creíste qué la maté porque te quería para mi sola?

—Nada de eso. —protestó Kenneth, indignado—. Pero recuerda lo que me dijiste aquel día sobre la felicidad de Linda, y parecías interesarte por la mía también.

—Siempre me ha preocupado vuestro bienestar —replicó Rosamund.

—No lo niego. Ya sabes, Rosamund, que no me gusta hablar mucho de estas cosas, pero me agradaría aclarar este asunto. A mí no me interesaba Arlena; solamente un poco al principio, y el convivir con ella, día tras día, fue una prueba terrible para mis nervios. Mi vida llegó a ser un infierno, pero sentía profunda compasión por aquella mujer. Reconocía con pesar sus defectos, pero no me sentía con valor para darle el empujón final. Me había casado con ella y me correspondía la misión de guiarla y defenderla a través de la vida como a una chiquilla indefensa. Sé que ella me guardaba gratitud... y yo no aspiraba a más.

—Te comprendo, Kenn, te comprendo —dijo suavemente Rosamund.

Kenneth Marshall llenó cuidadosamente una pipa, sin atreverse a mirar a su amiga.

—Siempre fuiste muy comprensiva, Rosamund —murmuró.

Una débil sonrisa curvó la irónica boca de Rosamund.

—¿Me vas a pedir ahora que me case contigo o prefieres esperar seis meses? —preguntó con ironía.

A Kenneth Marshall se le cayó la pipa de los labios y se estrelló contra las rocas.

—¡Maldición! ¡Es la segunda pipa que pierdo aquí! —exclamó—. Y el caso es que no traigo otra. ¿Cómo diablos sabes que he decidido esperar seis meses?

—Lo supuse porque es el tiempo correcto. Pero me agradaría que acordásemos ahora algo concreto, porque en esos meses puede interponerse alguna otra mujer perseguida, que tú te apresurarías a salvar de caballerosa manera.

Marshall se echó a reír.

—Tú serás esta vez la dama perseguida, Rosamund. Pero tienes que renunciar a tu negocio de modas y resignarte a vivir en el campo.

—¿Pero no sabes que mi negocio me proporciona magníficos ingresos? ¡No te das cuenta de que es
mi
negocio... el que yo creé e hice prosperar, y del que me siento orgullosa! Y ahora tienes el valor de presentarte y decirme: «Renuncia a todo, querida».

—Tengo ese valor, no lo niego —insistió Marshall.

—¿Y crees que me interesas tanto como para acceder a complacerte?

—Si no lo haces, es que no me quieres.

Rosamund le cogió las manos con loco arrebato.

—¡Oh, amor mío, con lo que yo he soñado en vivir contigo en el campo toda la vida! Y el sueño va a convertirse ahora en realidad...

Other books

After the Rain by John Bowen
SoHo Sins by Richard Vine
Legacy Of Terror by Dean Koontz
Grimm Consequences by Kate SeRine
The Phantom Freighter by Franklin W. Dixon
Gingham Bride by Jillian Hart
A Walk With the Dead by Sally Spencer
An Imperfect Circle by R.J. Sable