»Sin embargo, aquello no le importaba, porque contaba con hacer desaparecer a Arlena cuando lo juzgase necesario, con la misma facilidad que había hecho desaparecer a una joven con quien se casó con el nombre de Corrigan y a quien persuadió de que hiciese un seguro de vida por una gran cantidad a su favor.
»Le ayudó en sus planes una joven que pasaba aquí por su esposa y a quien profesaba verdadero afecto. Era una joven lo más diferente del tipo de sus víctimas que puede imaginarse: fría, tranquila, desapasionada, pero resueltamente leal a su amante y actriz consumada. Desde su llegada aquí, Cristina Redfern desempeñó un papel; el papel de «la pobre mujercita», débil, ingenua, más bien intelectual que atlética. Recuerden las cualidades que fue mostrando sucesivamente. Su repugnancia a tostarse al sol, y su consiguiente piel blanca. Sus ataques de vértigo en las alturas, aquella historia de su repentina paralización en la catedral de Milán, etcétera. Tanto hizo notar su fragilidad y su delicadeza, que casi todo el mundo hablaba de ella como de una «mujercita». En realidad, era tan alta como Arlena Marshall, pero con manos y pies pequeños. Hablaba de sí misma como de una antigua maestra de escuela, procurando dar la impresión de mujer instruida y falta de cualidades atléticas. Era realmente cierto que había trabajado en un colegio... pero con el empleo de profesora de gimnasia, pues era una joven extremadamente activa que podía trepar como un gato y correr como una atleta.
»El crimen mismo, fue perfectamente planeado y calculado. Fue, como dije antes, un crimen a base de astucia y cálculo. Su adaptación al tiempo es la obra de un genio.
»En primer lugar, hubo ciertas escenas preliminares: una representada en el acantilado, conocedores ellos de que yo ocupaba el nicho inmediato, escena que consistió en un diálogo convencional entre una esposa celosa y su marido. Más tarde la mujer representó el mismo papel en una escena conmigo. En aquel momento tuve la vaga sensación de haber leído todo aquello en algún libro. No parecía
real
. Y es que, naturalmente, no lo era. Luego llegó el día del crimen. Era un hermoso día... detalle esencial. El primer acto de Redfern fue deslizarse muy temprano por la puerta del balcón, que abrió desde dentro. (De encontrarse abierta se habría pensado únicamente que alguien había salido por allí a tomar un baño). Bajo su albornoz ocultaba un sombrero chino de color verde, réplica del que Arlena tenía la costumbre de usar. Redfern cruzó luego la isla, descendió por la escalerilla y escondió el sombrero en un determinado lugar detrás de unas rocas. Primera parte.
»La noche anterior había quedado citado con Arlena. Tenían que tomar muchas precauciones para sus entrevistas, pues Arlena empezaba a tener miedo de su marido. Convinieron, pues, en dirigirse a la Ensenada del Duende muy temprano. Nadie acostumbraba a ir allí por la mañana. Redfern se reuniría con ella en aquel sitio, procurando no ser visto. Si Arlena Oía que alguien bajaba por la escalerilla o se presentaba algún bote a la vista, debía esconderse en la Cueva del Duende, cuyo secreto le había él comunicado, y esperar allí hasta que quedase libre la costa. Segunda parte.
»Entretanto, Cristina fue a la habitación de Linda a una hora en que suponía que la joven habría salido para tomar su baño matinal. Alteró entonces el reloj de Linda adelantándolo veinte minutos. Existía, naturalmente, el peligro de que Linda se diese cuenta de que su reloj marchaba mal, pero la contingencia no tenía gran importancia. La verdadera coartada de Cristina estaba en el tamaño de sus manos que la imposibilitaba físicamente para cometer el crimen. No obstante, era conveniente otra coartada adicional. Una vez en la habitación de Linda, advirtió el libro sobre magia y sortilegios, lo abrió por determinada página y lo leyó, y cuando Linda regresó y dejó caer un paquete de velas, se dio cuenta de lo que Linda llevaba en la imaginación. Aquello le inspiró nuevas ideas. El proyecto primitivo de la pareja culpable fue hacer recaer las sospechas sobre Kenneth Marshall: de aquí la sustracción de la pipa, un fragmento de la cual tenía que ser colocado al pie de la escalerilla de la ensenada.
»Al regreso de Linda, Cristina consiguió fácilmente que la joven la acompañase a la Ensenada de las Gaviotas. A continuación, Cristina regresó a su habitación, sacó de un maletín un frasco de tintura, se la aplicó cuidadosamente y arrojó por la ventana el frasco vacío, estando a punto de herir a Emily Brewster, que se bañaba en la playa. Tercera parte, realizada felizmente.
»Cristina se puso luego un traje de baño blanco y sobre él un par de pantalones de playa, una larga chaqueta que le cubría por completo los brazos y piernas recientemente bronceados.
»A las diez y cuarto Arlena partió para su cita, y uno o dos minutos después Patrick apareció en la playa dando vivas muestras de sorpresa y ansiedad. La misión de Cristina no podía ser más fácil. Fingiendo que había olvidado su reloj, preguntó a Linda, a las once y veinticinco, qué hora era. Linda consultó su reloj y contestó que las doce menos cuarto. La joven se metió entonces en el mar y Cristina recogió sus bártulos de dibujo. Tan pronto como Linda volvió la espalda, Cristina cogió el reloj de la joven, que había tenido que abandonar forzosamente para meterse en el agua, y lo retrasó hasta que marcó la hora verdadera. Luego subió apresuradamente por el sendero del acantilado, cruzó corriendo la estrecha faja de tierra hasta lo alto de la escalerilla, ocultó su pijama y su caja de dibujo detrás de una roca y descendió rápidamente por la escalerilla como una perfecta gimnasta.
»Arlena se encuentra en la playa preguntándose por qué Patrick tarda tanto. Ve u oye que alguien baja por la escalerilla, observa disimuladamente y descubre con sobresalto que se trata... ¡de la esposa! Abandona entonces apresuradamente la playa y se esconde en la Cueva del Duende.
»Cristina saca el sombrero de su escondite; un falso bucle de pelo cuelga por detrás, y Cristina se tiende en la playa en la apropiada actitud, con el sombrero y el bucle cubriéndole el rostro y el cuello. El ajuste del tiempo es perfecto. Uno o dos minutos después aparece a la vista el bote que lleva a Patrick y Emily Brewster. Recuerden que es Patrick quien se inclina y examina el cuerpo, ¡Patrick quien se muestra destrozado, anonadado por la muerte de su amada! Su testigo había sido cuidadosamente elegido.
Miss
Brewster perdería— la serenidad, no intentaría subir por la escalerilla, regresaría en bote y dejaría, naturalmente, que Patrick se quedase con el cadáver, «no fuese que el asesino anduviera todavía por allí».
Miss
Brewster se aleja a fuerza de remos para ir a avisa a la policía. Cristina, tan pronto como desaparece el bote, se pone en pie, corta el sombrero en trozos con las tijeras que Patrick ha llevado, los oculta en su traje de baño, sube por las escalerillas, vuelve a ponerse su pijama de playa y corre al hotel. Tiempo justo para tomar un baño ligero, quitarse la aplicación de tintura y ponerse su traje de tenis. Cristina quema después los trozos del sombrero de cartón verde y el bucle de pelo en la chimenea de Linda, añadiendo la hoja de un calendario para que se la asocie con el cartón. De este modo no es un
sombrero
lo que se ha quemado, sino un calendario. El monigote de cera y el alfiler, abandonados en la chimenea, demuestran que Linda ha estado ensayando también sus procedimientos mágicos...
»Luego baja a la pista de tenis y llega la última, pero sin dar muestras de agitación o apresuramiento.
»Y entretanto, Patrick va a la cueva. Arlena no ha visto nada y ha oído muy poco —un bote y voces— y ha permanecido prudentemente escondida. Pero ahora es Patrick quien la llama.
»—Estamos solos, querida —y ella sale y las manos de él le agarrotan el cuello... y aquél es el fin de la infeliz y bella Arlena Marshall...»
Se extinguió la voz de Poirot.
Reinó por un momento el silencio, que interrumpió Rosamund Darnley.
—Nos ha hecho usted verlo todo —dijo con un ligero estremecimiento—. Pero esa es la historia de lo ocurrido. Nunca nos ha dicho usted cómo llegó al conocimiento de la verdad.
Hércules Poirot reanudó su explicación.
—Le dije a usted en cierta ocasión que yo tenía una imaginación muy simple. Siempre, desde un principio, me pareció que la
persona más probable
, era la que había matado a Arlena Marshall. Y «la persona más probable» era Patrick Redfern. Era el tipo
par excellence
... el tipo de hombre que explota a las mujeres como Arlena, y el tipo de homicida, del criminal que se lleva los ahorros de la mujer y le corta el cuello en recompensa. ¿Con quién tenía Arlena que encontrarse aquella mañana? Por la expresión de su rostro, por su sonrisa, por las palabras que me dirigió... ¡con Patrick Redfern! Y, por tanto, siguiendo la lógica de las cosas, tenía que ser Patrick Redfern quien la mató.
»Pero en seguida tropecé, como le dije a usted, con la imposibilidad. Patrick Redfern no pudo matarla, puesto que estuvo en la playa, y en compañía de
miss
Brewster hasta el descubrimiento del cadáver. Me dediqué, pues, a reflexionar en busca de otras soluciones... y encontré varias. Arlena pudo ser muerta por su marido... con
miss
Darnley como cómplice. (Los dos habían mentido también en un punto que parecía sospechoso.) Arlena pudo ser muerta como consecuencia de haber sorprendido el secreto de contrabando de drogas. Pudo ser muerta, como he dicho, por un maniático religioso, y pudo ser muerta por su hijastra. En aquel momento ésta me pareció la verdadera solución. La actitud de Linda en su primera entrevista con la policía fue significativa. Una conversación que yo sostuve con ella después me convenció plenamente de una cosa: Linda se consideraba culpable.
—¿Quiere usted decir que Linda se imaginaba que había matado realmente a Arlena? —preguntó Rosamund en tono de incredulidad.
—Sí —contestó Poirot—. Recuerde que es poco más que una chiquilla. Leyó aquel libro de hechicería y medio se lo creyó. Aborrecía a Arlena. Modeló deliberadamente el muñeco de cera, le comunicó el hechizo, le clavó el alfiler en el corazón, lo fundió...
Y aquel mismo día murió Arlena
. Gente más vieja y más culta que Linda ha creído fervientemente en la magia. Linda creyó, naturalmente, que todo era verdad... que utilizando el sortilegio había conseguido matar a su madrastra.
—¡Oh, pobre criatura, pobre criatura! —exclamó Rosamund—. Yo creí... me imaginé algo completamente diferente... que ella sabía algo que...
Rosamund se detuvo.
—Sé lo que pensaba usted —dijo Poirot—. Realmente la actitud de usted asustó a Linda todavía más. Ella creía que su acción había ocasionado en realidad la muerte de Arlena y que usted lo sabía. Cristina Redfern contribuyó también a atemorizarla y acabó por imbuirle la idea de que las tabletas para dormir eran el medio más rápido e indoloro de expiar su crimen. Y es que, una vez que el capitán Marshall probó su coartada, era de importancia vital que apareciese un nuevo sospechoso. Y como ni Cristina ni su marido conocían lo del contrabando de drogas, se fijaron en Linda como víctima propiciatoria.
—¡Qué maldad! —exclamó Rosamund.
—Sí, tiene usted razón —asintió Poirot—. Cristina es una mujer de una crueldad y una sangre fría extraordinarias. En cuanto a mí, me encontré con una gran dificultad. ¿Era Linda culpable solamente del infantil ensayo de un sortilegio, o la había llevado su odio todavía más lejos? Traté de hacérselo confesar. Pero fue inútil. En aquel momento me encontré en grave incertidumbre. El jefe de policía se sentía inclinado a aceptar la explicación del contrabando de estupefacientes, cosa que a mí no me satisfacía. Volví a repasar los hechos: cuidadosamente. Tenía en mi poder una colección de piezas de un rompecabezas, detalles aislados, hechos concretos. El conjunto debía acoplarse hasta formar un mosaico armonioso y completo. Existían unas tijeras encontradas en la playa, un frasco arrojado por una ventana, un baño que nadie quería confesar haber tomado... detalles todos perfectamente inofensivos en sí mismos, pero transformados en significativos por el hecho de que nadie se prestaba a reconocerlos. Sin embargo
debían
tener un significado. Ninguno de ellos encajaba en la hipótesis de la responsabilidad del capitán Marshall, o de Linda, o de la banda de contrabandistas. Y, sin embargo, tenían que tener un significado. Volví entonces a mi primera solución, a la de que Patrick Redfern había cometido el asesinato. ¿Existía algo que lo apoyase? Si, el hecho de que faltaba una gran suma de dinero de la cuenta corriente de Arlena. ¿Quién se había llevado aquel dinero? Patrick Redfern, naturalmente. Arlena era el tipo de mujer fácilmente explotable por un hombre joven y apuesto... pero en modo alguno el tipo de mujer que se presta al
chantaje
. Su conducta era demasiado transparente para que ella pretendiera guardar su secreto. La hipótesis del
chantaje
nunca entró en mi imaginación. Y, sin embargo, alguien había sorprendido aquella conversación. ¿Pero quién?
La mujer de Patrick Redfern
. Fue una historia inventada por ella, sin el apoyo de su prueba exterior. ¿Por qué la inventó? La respuesta vino a mí como un rayo. ¡Para justificar la ausencia del dinero de Arlena!
»Patrick y Cristina Redfern. Los dos obraron de perfecto acuerdo. Cristina no tenía la fuerza física para estrangular a Arlena. Tuvo que hacerlo Patrick. ¡Pero aquello era imposible! Cada minuto de su tiempo hasta el hallazgo del cuerpo estaba justificado.
»Cuerpo... la palabra cuerpo removió algo en mi imaginación: cuerpos tendidos en la playa...
Todos semejantes
. Patrick Redfern y Emily Brewster fueron a la ensenada y vieron
un cuerpo
tendido allí. Un cuerpo... ¿y si no fue el de Arlena, sino el de otra persona? El rostro estaba oculto por el gran sombrero chino.
»Pero había solamente un cuerpo muerto: el de Arlena. ¿Sería entonces un
cuerpo vivo
?... ¿El de alguien que fingiese estar muerto? ¿Sería el de la misma Arlena, inducida por Patrick a realizar aquella especie de broma? Mi razón me contestó que no. Era demasiado arriesgado. Un cuerpo vivo... ¿de quién? ¿Existía alguna mujer capaz de ayudar a Redfern? Claro que sí... ¡su esposa! Pero ella era una criatura delicada, de piel blanca... ¡Ah, sí!, pero se venden tinturas que sirven para teñirse, frascos de tintura... frascos, frascos... Uno de ellos figuraba entre las piezas de mi rompecabezas. Sí, y
después
, naturalmente, un baño para quitarse la tintura y poder bajar a jugar al tenis. ¿Y las tijeras? ¡Pues para cortar aquella reproducción del sombrero era preciso que desapareciesen!, y en el apresuramiento por destruirlo quedaron olvidadas las tijeras... única cosa que la pareja de asesinos olvidó.