—No debemos tocar nada... hasta que llegue la policía.
La respuesta de Redfern se produjo mecánicamente.
—No... no, claro que no. —Y luego en un murmullo de agonía—: ¿Quién? ¿Quién? ¿Quién pudo hacer esto a Arlena? ¡No puede ser cierto!
Emily Brewster movió la cabeza, sin saber qué contestar.
—¡Oh, Dios, si tuviera entre mis manos al miserable que la mató! —le oyó decir entre dientes, conteniendo la rabia.
Emily Brewster se estremeció. Su imaginación sonó un asesino al acecho detrás de una de las rocas. Y entonces oyó su propia voz que decía:
—Quien lo hizo quizá se encuentra escondido por aquí. Hay que avisar a la policía. Quizá —titubeó— uno de nosotros debiera quedarse con... con el cadáver.
—Yo me quedaré —se ofreció Patrick Redfern.
Emily Brewster dejó escapar un pequeño suspiro de alivio. No era mujer capaz de confesar que sentía miedo, pero se alegraba secretamente de no tener que permanecer sola en aquella playa ante la posibilidad de haber un loco homicida escondido detrás de alguna roca.
—Bueno —dijo—, tardaré lo menos posible. Iré en el bote. Hay un alguacil en Leathercombe Bay.
Patrick Redfern murmuró mecánicamente:
—Sí, sí... lo que crea usted mejor.
Mientras remaba vigorosamente para alejarse de la orilla, Emily Brewster vio que Patrick se dejaba caer de rodillas junto a la muerta y hundía la cabeza entre las manos. Había algo de tan desesperado abandono en su actitud que sintió involuntaria simpatía. Era como un perro que contemplaba a su amo muerto. No obstante, el sentido común de
miss
Brewster empezó a musitarle al oído; «Es lo mejor que pudo suceder para él y para su mujer... pero no creo que el pobre diablo lo comprenda de ese modo.»
Emily Brewster era mujer que sabía razonar en caso necesario.
El inspector Colgate se mantuvo un poco apartado, esperando que el forense terminase de examinar el cadáver de Arlena. Patrick Redfern y Emily Brewster se situaron un poco más lejos.
El doctor Neasdon abandonó su posición de rodillas con un rápido y diestro movimiento.
—Estrangulada y por un poderoso par de manos —dijo—. No parece que ella ofreciera mucha resistencia. La cogieron por sorpresa. Hum... mal asunto.
Emily Brewster aventuró una mirada, pero desvió rápidamente los ojos del rostro de la muerta. Era horrible aquella expresión convulsa.
—¿A qué hora ocurriría la muerte? —preguntó el inspector Colgate.
—Sin conocer más detalles no puedo decirlo concretamente —contestó Neasdon con cierto malhumor—. Hay que tener en cuenta muchos factores. Veamos. Ahora es la una. ¿Qué hora era cuando la encontraron ustedes?
Patrick Redfern, a quien iba dirigida la pregunta, contestó vagamente:
—Un poco antes de las doce. No lo sé con exactitud.
—Eran exactamente las doce menos cuarto cuando descubrimos que estaba muerta —dijo Emily Brewster.
—Ah, y ustedes vinieron hasta aquí en bote. ¿Qué hora era cuando vieron por primera vez el cuerpo tendido en la playa?
Emily Brewster reflexionó unos momentos.
—Aseguraría que doblamos la punta unos cinco o seis minutos antes —se volvió a Redfern—. ¿Está usted conforme?
—Sí, sí... esa hora sería —dijo él vagamente. Neasdon preguntó al inspector en voz baja:
—¿Es el marido? ¡Oh! Comprendo mi equivocación. Me lo pareció al ver su estado de ánimo.
Levantó la voz y añadió en tono oficial:
—Pongamos las doce menos veinte minutos. No pudo ser muerta mucho antes. Las once menos cuarto es en mi opinión la hora límite más temprana.
El inspector cerró de golpe su cuaderno de notas.
—Gracias —dijo—. Eso— nos ayudaría considerablemente, Tendríamos que movernos dentro de límites muy estrechos... menos de una hora en total. Hasta ahora el asunto se presenta bastante claro —añadió dirigiéndose a
mistress
Brewster—. Usted es
miss
Emily Brewster, y este señor es
mister
Patrick Redfern, ambos hospedados en el Jolly Roger Hotel. ¿Identifican ustedes a esta señora como una compañera de hospedaje, esposa de un tal capitán Marshall?
Emily Brewster hizo un gesto afirmativo.
—Entonces, creo que debemos aplazar el interrogatorio hasta reunimos todos en el hotel —el inspector hizo seña a un agente—. Hawkes, quédese aquí y no permita que nadie entre en la ensenada. Más tarde enviaré a Phillips.
—¡Qué sorpresa encontrarle a usted aquí! —exclamó el coronel Weston.
Hércules Poirot correspondió al saludo del jefe de Policía de manera adecuada.
—¡Muchos años han pasado desde aquel asunto de Saint Loo!
—No lo he olvidado, sin embargo —dijo Weston—. La mayor sorpresa de mi vida. Lo que todavía no he comprendido es el modo que tuvo usted de aclarar aquel fúnebre asunto. Absolutamente fuera de regla todo él. ¡Fantástico!
—
Tout de même, mon colonel
—dijo Poirot—. Dio el resultado apetecido, ¿no fue así?
—Sí, sí; pero sigo sosteniendo que podríamos haber llegado al mismo final con métodos más ortodoxos.
—Es posible —convino Poirot diplomáticamente.
—Y otra vez le encuentro aquí como testigo casi presencial de otro asesinato —dijo el coronel—. ¿Tiene usted ya formada alguna opinión?
—Nada en concreto... pero el asunto es interesante —contestó lentamente Poirot.
—¿Nos echará usted una mano?
—¿Me lo permitiría usted?
—Me encantaría su colaboración, querido. Todavía no poseo suficientes elementos para decidir si es o no es un caso para Scotland Yard. A primera vista parece como si nuestro asesino se encontrase dentro de un radio muy limitado. Por otra parte, tuda esta gente es forastera. Para averiguar sus antecedentes y sus móviles habría que acudir a Londres, señor Poirot.
—Sí, es cierto —dijo el detective.
—En primer lugar —prosiguió Weston—, tenemos que averiguar quién vio viva por última vez, a la víctima. La camarera le entró el desayuno a las nueve. La muchacha del escritorio la vio atravesar el vestíbulo y salir a eso de las diez...
—Amigo mío —interrumpió Poirot—, sospecho que soy el hombre que usted busca.
—¿La vio usted esta mañana? ¿A qué hora?
—A las diez y cinco. La ayudé a botar su yola desde la playa.
—¿Y se alejó en ella?
—Sí.
—¿Sola?
—Sí.
—¿Vio usted qué dirección tomó?
—Remó hasta doblar aquella punta de la derecha.
—¿O sea en dirección a la Ensenada del Duende?
—Sí.
—¿Y qué hora era entonces?
—Afirmaría que abandonó la playa a las diez y cuarto.
—¿Cuánto tiempo cree que emplearía en llegar a la ensenada?
—Oh, no soy perito en la materia. Nunca me confío a un bote ni me juego la vida en una yola. ¿Qué le parece media hora?
—Eso es lo que yo había calculado —dijo el coronel—. No se daría mucha prisa, supongo. Si llegó allí a las once menos cuarto, se ajusta a lo que ya conocemos.
—¿A qué hora sugiere el forense que murió?
—Oh, Neasdon no quiere comprometerse. Es un hombre cauto. Las once menos cuarto, como más temprano, es el límite extremo que fija.
—Hay otro punto que debo mencionar —dijo Poirot—. Al marchar, me pidió
mistress
Marshall que no dijese que la había visto.
Weston le miró perplejo.
—Hum —rezongó—, ¿no le parece algo extraño?
—Sí —contestó Poirot—, eso me pareció también.
Weston se retorció el bigote.
—Mire, Poirot. Usted es un hombre de mundo. ¿Qué clase de mujer era
mistress
Marshall?
Apareció una leve sonrisa en los labios de Poirot.
—¿No se lo han dicho a usted todavía? —preguntó.
—Sé lo que dicen de ella las mujeres —contestó el coronel—. Lo que dudo es que digan la verdad. ¿Coqueteaba con ese tal Redfern?
—Indudablemente, sí.
—¿Vino siguiéndola hasta aquí?
—Existen razones para suponerlo.
—¿Y el marido? ¿Estaba enterado? ¿Qué dice?
—Es difícil saber lo que el capitán Marshall siente o piensa. Es un hombre que no deja traslucir sus emociones.
—Pero, así y todo, puede tenerlas —replicó vivamente Weston.
—Oh, sí, puede tenerlas —convino Poirot.
El coronel Weston empleó todo su tacto para interrogar a
mistress
Castle.
Mistress
Castle era la dueña y directora del Jolly Roger Hotel. Era una mujer de unos cuarenta años, muy corpulenta, cabellos color rojo arrebatado, y una refinada manera de hablar casi ofensiva.
—¡Qué haya sucedido tal cosa en mi hotel! —se lamentaba—. ¡Estoy segura de que siempre ha sido el lugar más tranquilo imaginable! La gente que viene aquí es toda muy diferente. Nada de alborotos... Ya comprenderá usted lo que quiero decir. No sucede en mi hotel lo que en los grandes establecimientos de Saint Loo.
—No lo dudo,
mistress
Castle —dijo el coronel Weston—, pero un accidente puede ocurrir también en el hotel mejor regentado.
—El inspector Colgate sabe —añadió
mistress
Castle, dirigiendo una suplicante mirada al policía— lo respetuosa que soy para con las leyes. ¡Jamás se ha descubierto en mi hotel ninguna irregularidad!
—No lo dudo, no lo dudo —repitió Weston—. No la censuraremos a usted en modo alguno,
mistress
Castle.
—Pero estos sucesos perjudican a mi establecimiento —dijo
mistress
Castle, enjugándose la frente—. Cuando pienso en los curiosos, me echo a temblar. Por supuesto que sólo a los huéspedes del hotel se les permite estar en la isla, pero de todos modos acudirá muchísima gente a curiosear desde la orilla.
El inspector Colgate vio su oportunidad para desviar la conversación por otros rumbos.
—Examinemos ese punto —dijo— el del acceso a la isla. ¿Cómo va usted a mantener alejada a la gente?
—Es algo con lo que no pienso transigir —afirmó la mujer.
—Sí, ¿pero qué medidas va usted a tomar? En verano la gente dominguera pulula por todas partes como moscas.
Mistress
Castle se estremeció ligeramente.
—Eso es culpa de las agencias de turismo —dijo—. Yo he visto dieciocho autocars estacionados a un tiempo en el muelle de Leathercombe Bay. ¡Dieciocho!
—¿Y cómo va usted a impedirles que vengan?
—He puesto cartelones prohibiendo la entrada. Y, además, en la marea alta, quedamos completamente aislados.
—Pero, ¿y la marea baja?
Mistress
Castle explicó las medidas adoptadas. En el extremo insular de la calzada había una verja y en ella un letrero que decía: «Jolly Roger Hotel. Particular. Única entrada al hotel». Las rocas que se elevaban del mar a uno y otro lado no eran fáciles de escalar.
Pero se puede tomar un bote —arguyó el inspector— y dar un rodeo remando hasta desembarcar en una de las calas que tanto abundan. Ustedes no podrán impedir que los curiosos lo hagan así. Hay derecho de acceso a la otra parte de la isla. No se puede Impedir que la gente se estacione en la playa entre la alta y la baja marea.
Pero esto, al parecer, sucedía raras veces. Se podían alquilar botes en el muelle de Leathercombe Bay, pero había que remar mucho desde allí hasta la isla y vencer además una fuerte corriente.
Existían también avisos parecidos tanto en la Ensenada de las Gaviotas como en la del Duende, junto a la escalerilla.
Mistress
Castle añadió que había siempre dos criados vigilando la playa de baños, que era la más próxima al continente.
—George y William. George vigila la playa y cuida de las ropas y de los patines. William es el jardinero y tiene a su cargo la limpieza de los senderos, de las pistas de tenis y todo lo demás.
—Bien, eso parece suficientemente aclarado —dijo impaciente el coronel Weston—. No se puede asegurar que nadie consiga penetrar en la isla desde el exterior, pero quien lo hiciera corre un riesgo: el de ser visto. Hablaremos con George y William ahora mismo.
—A mí no me agradan los excursionistas —prosiguió
mistress
Castle—. Son gente ruidosa que deja con frecuencia cáscaras de naranja y fundas de cigarrillos entre las rocas, pero nunca pude imaginarme que entre ellos pudiera encontrarse un asesino. ¡Oh, es demasiado terrible para expresarlo en palabras! Una señora como
mistress
Marshall asesinada y, lo que es más horrible, estrangulada..
Sólo con un supremo esfuerzo consiguió
mistress
Castle pronunciar la palabra.
—Sí, es algo espantoso —convino el inspector Colgate.
—Y los periódicos. ¡Mi hotel en los periódicos!
—En cierto modo, resulta un buen anuncio —se atrevió a insinuar el inspector.
—No es ésa la clase de anuncios que necesitamos,
mister
Colgate —protestó la robusta señora, con la cara roja de indignación.
El coronel Weston se apresuró a intervenir.
—Permítame una pregunta,
mistress
Castle: ¿tiene usted la lista de sus huéspedes que le pedí?
—Sí, señor.
El coronel Weston repasó el registro del hotel. De vez en cuando, mientras leía, lanzaba una mirada a Poirot, que formaba el cuarto miembro del grupo reunido en el despacho de la gerencia.
—En esto nos podrá usted ser muy útil probablemente —dijo a Poirot.
Terminó de leer los nombres.
—¿Que hay de la servidumbre? —preguntó.
Mistress
Castle sacó una segunda lista.
—Hay cuatro camareras, el jefe de comedor y tres hombres a sus órdenes, y Henry, que atiende el bar. William se encarga de limpiar el calzado. Tenemos también una cocinera y dos mujeres como ayudantes.
—¿Qué hay de los camareros?
Albert, el
maître
del hotel, me fue recomendado por el Hotel Vincent & Plimouth. Estuvo allí algunos años. Los tres hombres a sus órdenes llevan aquí tres años. Uno de ellos cuatro. Son buenos muchachos y muy respetuosos. Henry está a mi servicio desde que se abrió el hotel. Es toda una institución.
—No parece haber nada sospechoso —dijo Weston a Colgate—. De todos modos, comprobará usted los antecedentes de esta gente. Gracias,
mistress
Castle.
—¿No necesita usted nada más?
—Esto es todo por el momento.
Mistress
Castle abandonó el despacho.
—Lo primero que hay que hacer es hablar con el capitán Marshall —dijo Weston.