—Y ahora parece ser que los ha puesto en Patrick Redfern —dijo Rosamund—. Él es un hombre arrogante, un poco ingenuo, enamorado de su mujer y sin experiencia. Esa es la clase de caza que le gusta a Arlena. La señora Redfern me es muy simpática y es muy bonita a su manera. Pero... no creo que tenga la menor probabilidad de triunfar sobre una tigresa como Arlena.
—Creo lo mismo —suspiró Poirot.
—Me han dicho que Cristina Redfern fue maestra de escuela —añadió Rosamund—. Es de las que creen que el alma siempre vence a la materia. Va a ser un cruel desengaño para ella esta vez.
Linda Marshall se miraba con indiferencia el rostro en el espejo de su dormitorio. Le desagradaba su cara en extremo. En aquel momento le parecía que era casi todo huesos y pecas. Observó con disgusto su pesada mata de cabellos castaños rojizos (arratonados, como ella los llamaba en su imaginación), sus ojos grises verdosos, sus pómulos demasiado salientes y la larga y agresiva línea de la barbilla. La boca y los dientes no eran quizá tan feos... Pero, ¿qué eran los dientes después de todo? ¿Y qué era aquella mancha que le estaba saliendo en un lado de la nariz?
Decidió con un suspiro que no era una mancha, y pensó para sí: «Es espantoso tener dieciséis años sencillamente espantoso».
Uno sabe, generalmente, cómo es. Linda era tan desgarbada como un potro joven y tan pecosa como un erizo, pero se daba cuenta de su falta de gracia y de que no era ni niña ni mujer. En el colegio estaba aceptable. Pero ahora lo había abandonado. Nadie parecía saber lo que iba a ser después. Su padre hablaba vagamente de enviarla a París el próximo invierno. Linda no quería ir a París... pero no quería quedarse en casa tampoco. No se había dado cuenta hasta entonces de lo mucho que aborrecía a Arlena.
El joven rostro de Linda se puso serio y la mirada de sus verdes ojos se endureció. Arlena...
«Es una bestia... una bestia», pensó.
¡Madrastras! Era una desgracia tener una madrastra, todo el mundo lo decía. ¡Y era cierto! Y no era que Arlena fuese mala para ella. La mayor parte del tiempo ni siquiera se preocupaba de la joven. Pero cuando lo hacía, había una despectiva expresión en sus miradas y en sus palabras. La gracia y la armonía de los movimientos de Arlena destacaban aún más la torpeza de adolescente de Linda. Con Arlena al lado, la muchacha sentía toda la falta de madurez y todo el desgarbo de sus dieciséis años.
Pero no era aquello solamente. No era aquello todo.
Linda buscó torpemente en los rincones de su imaginación. No tenía habilidad para clasificar sus emociones y ponerles un nombre. Lo que buscaba era algo que expresase lo que Arlena «hacia» a la gente... a la casa... a su padre.
«Es mala, pensó con decisión, muy mala, muy mala».
Pero ni siquiera con esto expresaba su sentir. No podía limitarse a levantar la nariz con un respingo de superioridad moral y arrojar a aquella mujer de la imaginación.
Era algo que Arlena hacía a la gente. A papá. Papá era completamente diferente.
Desmenuzó aquel pensamiento. Papá, presentándose a sacarla del colegio. Papá llevándosela a realizar un viaje por mar. Papá se casa... con Arlena. Papá siempre reservado, pensativo...
«Y todo seguirá como ahora, pensó Linda. Día tras día... meses y meses... No podré resistirlo.»
La vida se extendía ante ella interminable, como una serie de días oscurecidos y amargados por la presencia de Arlena. Ella era todavía una chiquilla para tener un poco de sentido de la proporción. A Linda, un año se le antojaba una eternidad.
Una negra oleada de odio contra Arlena invadió su imaginación.
«Quisiera matarla, pensó. ¡Oh!, desearía que muriera...»
Apartó la mirada del espejo para mirar hacia el mar. Aquel sitio era realmente divertido. O podía serlo. Docenas de ellos por explorar. Y sitios donde podía uno esconderse sin que nadie pudiera encontrarle. Y había cuevas, también, como le habían dicho los muchachos de Cowan.
«Si Arlena desapareciese, yo podría divertirme», pensó Linda.
Su imaginación retrocedió a la noche de su llegada. Había sido emocionante. La marea alta cubría la calzada. Tuvieron que atravesarla en un bote. El hotel le había parecido desacostumbradamente atractivo. Y de pronto, en la terraza, una mujer alta y morena se había acercado a ellos exclamando:
—¡Qué sorpresa, Kenneth!
Y su padre, con aire de sorprendido, exclamó a su vez:
—¡Rosamund!
Linda consideró a Rosamund Darnley con esa mirada crítica y severa de los jóvenes. Y decidió que le agradaba Rosamund. Rosamund, pensó, era buena. Sus cabellos le sentaban admirablemente. Su traje era muy elegante. Y tenía en el rostro una expresión jovial, como si estuviera satisfecha de sí misma. Rosamund, en fin, le fue simpática a Linda. Y Rosamund no trató a Linda como si fuese una chiquilla tonta. La trató como si fuese un verdadero ser humano. Linda rara vez se sentía verdadero ser humano, y quedaba profundamente agradecida cuando alguien parecía considerarla como tal.
Papá pareció también muy contento de ver a
miss
Darnley.
Era chocante aquel aspecto tan diferente que presentó de pronto. Parecía... parecía... ¡parecía un joven! Reía con extraña risa juvenil. Ahora que recordaba, Linda rara vez le había oído reír.
Sintió una rara curiosidad. Era como si hubiese vislumbrado una persona del todo distinta en aquel señor que creía conocer tan a fondo.
«¿Cómo sería papá cuando tenía mi edad?», se preguntó.
Pero era demasiado difícil de averiguar y renunció a ello.
Una idea cruzó su imaginación.
¡Qué bien lo habrían pasado si hubiesen venido solos ella y papá... y hubiesen encontrado allí a
miss
Darnley!
Durante un minuto desfiló por delante de sus ojos un panorama luminoso. Papá, riendo juvenil,
miss
Darnley y ella cogidas de sus brazos, y luego todas las diversiones que podrían encontrarse en la isla, playas, baños, cuevas, ensenadas...
Las tinieblas borraron el panorama. Arlena. Uno no podía divertirse con Arlena al lado. ¿Por qué no? Bueno, Linda, no podía. No se puede ser feliz cuando hay una persona a quien... se aborrece. Sí, a quien se aborrece. Ella aborrecía a Arlena.
La negra ola de odio volvió a elevarse lentamente de su pecho. El rostro de Linda palideció intensamente. Se contrajeron las pupilas de sus ojos. Y sus dedos se crisparon...
Kenneth Marshall llamó a la puerta de su esposa. Cuando le contestó, abrió y entró decidido.
Arlena daba los últimos tientos a su tocado. Se había puesto un vestido de verde ostentoso, que le daba cierto aspecto de sirena. Estaba de pie ante el espejo, ensombreciéndose las pestañas.
—¡Oh, eres tú, Ken! —dijo.
—Sí. Quería saber si estás ya arreglada.
—Un minuto tan solo.
Kenneth Marshall se acercó a la ventana. Miró hacia el mar. Su rostro, como de costumbre, no expresaba la menor emoción.
—Arlena —dijo, volviéndose de pronto.
—¿Qué?
—¿Conocías a Redfern de antes?
—¡Oh, sí, querido! —contestó ella con toda naturalidad. —Lo conocí en una reunión. Me pareció un buen muchacho.
—¿Sabías que él y su mujer iban a venir aquí?
Arlena abrió desmesuradamente los ojos.
—¡Oh, no, querido! ¡Fue la mayor sorpresa para mí!
—Creí que sería eso lo que te sugirió la idea de que viniésemos aquí —dijo tranquilamente Kenneth—; tenías mucho interés.
Arlena dejó el tarro de crema, se volvió a su esposo y le lanzó una seductora sonrisa.
—Alguien me habló de este sitio —dijo—. Creo que fueron los Rayland. Me dijeron que era sencillamente maravilloso... ¡y sin explorar! ¿Es que no te gusta?
—No estoy muy seguro —contestó Kenneth.
—¡Pero, querido, si adoras el baño y la vida al aire libre! ¿Qué mejor sitio que éste para ti?
—En cambio no puedo comprender lo que tú llamas divertirse —replicó él.
Ella abrió los ojos un poco más. Le miró desconcertada.
—Supongo —prosiguió él— que tú dirías al joven Redfern que ibas a venir aquí.
—Querido Kenneth, ¿verdad que no vas a hacerme una escena ridícula?
—Mira, Arlena, te conozco bien. Esta es una joven pareja que parece feliz. El muchacho está realmente enamorado de su mujer. ¿Vas a turbar su dicha por una simple vanidad?
—No es justo que me censures —replicó Arlena—. No he hecho nada... nada en absoluto. Yo no tengo la culpa de que...
—¿De qué? —apremió él.
Los párpados de la mujer aletearon vivamente.
—Ya lo sabes: yo no tengo la culpa de que me persigan los hombres.
—¿Así es que confiesas que te persigue el joven Redfern?
—Comete esa estupidez.
Arlena dio un paso hacia su marido.
—¿Pero verdad, Ken, que sabes que sólo me interesas tú?;— preguntó con voz melosa.
Le miró a través de sus sombreadas pestañas. Fue una mirada maravillosa... una mirada que pocos hombres habrían resistido.
Kenneth Marshall la miró gravemente. Su rostro seguía imperturbable, su voz tranquila.
—Creo que te conozco bastante bien, Arlena...
Cuando se sale del hotel por la parte del sur, la playa de los baños y las terrazas se encuentran inmediatamente debajo. Hay también un sendero que rodea la escollera por la parte sudoeste de la isla. Un poco más allá, unos peldaños conducen a una serie de escondrijos cortados en la roca y rotulados en el mapa del hotel con el nombre de Sunny Ledge. Aquellos huecos tienen asientos tallados en la misma piedra.
Poco después de cenar, llegaron a uno de ellos Patrick Redfern y su esposa. Era una noche clara y serena de brillante luna.
Los Redfern se sentaron. Guardaron silencio largo rato.
—Maravillosa noche, ¿verdad, Cristina? —dijo al fin Patrick Redfern.
—Sí.
Algo en su voz la intranquilizó. No se atrevió a mirarla.
—¿Sabías que esa mujer iba a venir aquí? —preguntó Cristina en voz baja.
Se volvió él vivamente.
—No sé a quién te refieres —dijo.
—Ya lo creo que lo sabes.
—Mira, Cristina, yo no sé lo que te sucede de poco tiempo a esta parte...
—¿Lo que me sucede? —interrumpió ella con voz temblorosa por la pasión—. ¿No será lo que te sucede a ti?
—A mí no me sucede nada.
—¡Oh, Patrick, no me mientas! Insististe en venir aquí. Te mostraste casi grosero. Yo quería volver a Tintagel, donde... donde pasamos nuestra luna de miel. Tú te empeñaste en venir aquí.
—Bien, ¿y por qué no? Es un sitio fascinador.
—Quizá. Pero tú quisiste venir aquí porque «ella» iba a venir también.
—¿Ella? ¿Quién es ella?
—
Mistress
Marshall. Te tiene loco...
—Por amor de Dios, Cristina, no digas tonterías. Nunca fuiste celosa.
Su serenidad era un poco fingida, exagerada..
—¡Hemos sido tan felices! —murmuró ella.
—¿Felices? ¡Claro que lo hemos sido! Y lo somos. Pero no lo seguiremos siendo si no podemos hablar de otra mujer sin que empieces a disparatar.
—No se trata de eso.
—Sí, de eso se trata. Los matrimonios tienen que tener amistades con otras personas. Tu actitud de suspicacia es completamente ridícula. Yo no puedo hablar con... con una mujer bonita sin que tú llegues a la conclusión de. que estoy enamorado de ella...
Se calló y se encogió de hombros.
—Tú estás enamorado de ella... —insistió Cristina Redfern.
—¡Oh, no digas tonterías, Cristina! Me he limitado a hablar un rato.
—Eso no es cierto.
—¡Por amor de Dios, no cojas la costumbre de tener celos de todas las mujeres bonitas con quienes nos cruzamos!
—¡Esa no es una mujer bonita! —protestó Cristina Redfern—. Esa es ¡la mujer diferente! Es una mala mujer. Te traerá desgracia, Patrick. Renuncia a ella, por favor. Vámonos de aquí.
Patrick Redfern sacó la barbilla, desafiador.
—No seas ridícula, Cristina. Y no riñamos por esto.
—Yo no quiero reñir.
—Entonces compórtate como un ser humano, sé razonable. Volvamos al hotel.
Se puso en pie. Hubo una pausa y Cristina Redfern se levantó también.
En el nicho inmediato, Hércules Poirot movió lentamente la cabeza con gesto de pesar. Otra persona se habría alejado escrupulosamente de allí para no oír la conversación. Pero no así Poirot. El no tenía escrúpulos de aquella clase cuando llegaba la ocasión.
—Además —explicaba a su amigo Hastings, algún tiempo después—, se trataba de un asesinato.
—Pero el asesinato no había ocurrido todavía —replicó Hastings.
—Pero ya,
mon cher
, estaba clarísimamente indicado —suspiró Hércules Poirot.
Y Hércules Poirot dijo, con un suspiro, repitiendo lo dicho en cierta ocasión en Egipto, que si una persona está decidida a cometer un asesinato, no es fácil impedírselo. El no se censuraba por lo que había sucedido. Fue, según él, cosa inevitable.
Rosamund Darnley y Kenneth Marshall estaban sentados sobre la mullida hierba del risco que dominaba la Ensenada de la Gaviota. Esta se encontraba en la parte oriental de la isla. La gente acudía allí, a veces por la mañana, para bañarse cuando quería encontrarse sola.
—Es una delicia poder aislarse de la gente —dijo Rosamund.
—¡Oh, sí! —murmuró Marshall en tono casi inaudible. Se apoyó en un codo y olisqueó la hierba—. Huele bien —dijo—. ¿Recuerdas el césped de Shipley?
—Ya lo creo.
—¡Qué hermosos aquellos días!
—¡Oh, sí!
—Tú no has cambiado mucho, Rosamund.
—Por el contrario, he cambiado enormemente.
—Has triunfado, eres rica y famosa, pero eres la misma Rosamund de otros tiempos.
—¡Ojalá lo fuese! —murmuró Rosamund.
—¿Por qué lo dices?
—Por nada. ¿No es una lástima, Kenneth, que no podamos conservar la bella ingenuidad y los hermosos ideales que teníamos cuando éramos jóvenes?
—No recuerdo la bella ingenuidad de que me hablas, querida. Sólo recuerdo que te daban unas rabietas espantosas. En cierta ocasión casi me ahogaste en uno de tus arrebatos de furia.
Rosamund se echó a reír.
—¿Recuerdas el día que llevamos a
Toby
a cazar ratas de agua? —preguntó.
Pasaron algunos minutos recordando viejas aventuras.