—¡Oh, sí,
mister
Poirot! —convino
mistress
Gardener—. A mí me parece que nuestros muchachos y muchachas llevan hoy día una vida más natural y saludable. Se pasan todo el día juntos y... y... —
mistress
Gardener enrojeció ligeramente— y no piensan en nada de lo que pensaban antes.
—¡Ya lo sé y me parece deplorable! —dijo Hércules Poirot.
—¿Deplorable? —protestó
mistress
Gardener.
—¡Sí, deplorable suprimir toda ilusión, todo el misterio! ¡Hoy todo está
standardizado
! —indicó con una mano las recostadas figuras de los bañistas—. Eso me recuerda muchísimo La Morgue París.
—¡
Mister
Poirot! —exclamó
mistress
Gardener, escandalizada.
—¡Cuerpos tendidos sobre losas como reses de carnicero!
—Pero,
mister
Poirot, ¿no serán esas palabras demasiado rebuscadas?
—Sí, es posible —admitió Poirot.
—Así y todo —añadió
mistress
Gardener, manejando las agujas con energía— estoy de acuerdo con usted en un punto. Esas muchachas tendidas al sol se exponen a que les crezca pelo en piernas y brazos. Se lo he dicho así a Irene... a mi hija. «Irene, le dije, si te tiendes al sol de ese modo, te nacerá pelo por todas partes: pelo en los brazos, pelo en las piernas, y pelo en el pecho, ¿y qué parecerás entonces?» ¿Verdad, que se lo dije, Odell?
—Sí, querida —contestó
mister
Gardener.
Guardaron todos silencio, quizá representándose mentalmente a Irene cuando hubiese ocurrido la profecía.
—Se me ocurre una cosa —dijo
mistress
Gardener, enrollando su labor de punto.
—¿Qué, querida? —preguntó
mister
Gardener.
—¿Quiere venir a tomar un refresco,
miss
Brewster? —preguntó la dama.
—Ahora no, gracias.
Los Gardener se alejaron hacia el hotel.
—¡Los matrimonios americanos son admirables! —comentó
miss
Brewster.
El sitio de
mistress
Gardener fue ocupado por el Reverendo Stephen Lane.
Mister
Lane era un clérigo alto y vigoroso, de unos cincuenta años. Su rostro estaba tostado por el aire libre y sus pantalones de franela gris eran de un corte muy chabacano.
—¡Maravilloso país! —exclamó con entusiasmo—. He ido desde Leathercombe Bay hasta Hartford, y he vuelto por la escollera.
—Día de mucho calor hoy para caminar —dijo el mayor Barry, que nunca paseaba.
—Pero es un buen ejercicio —intervino
miss
Brewster—. Todavía no he hecho hoy mí sesión de remo. No hay nada como el remar para los músculos del estómago.
Los ojos de Hércules Poirot se posaron con cierta tristeza en la protuberancia que ocupaba el centro de su persona.
Miss
Brewster, al notar la mirada, añadió bondadosamente:
—Se desharía usted pronto de eso,
mister
Poirot, si remase usted un rato todos los días.
—¡Gracias,
mademoiselle
! ¡Detesto las embarcaciones!
—¿Las embarcaciones pequeñas?
—¡Las embarcaciones de todos los tamaños! —Cerró los ojos y se estremeció—. El movimiento del mar no es agradable para mí.
—¡Pero si el mar está hoy tan tranquilo como un estanque!
—En el mar no existe realmente eso que llaman calma —replicó Poirot con convicción—. Siempre hay movimiento.
—El mareo no es más que cuestión de nervios —opinó el mayor Barry.
—Usted tiene sangre de marinero —dijo el clérigo,, sonriendo.
—Sólo me mareé una vez... ¡y fue cruzando el Canal! No hay que acordarse de ello, es mi lema.
—El mareo es verdaderamente una cosa muy extraña —intervino
miss
Brewster—. ¿Por qué unas personas sienten sus efectos y otras no? Es un misterio. Además, en el asunto nada tiene que ver la salud ordinaria del sujeto. Personas muy enfermizas son buenos marineros. Alguien me dijo en cierta ocasión que el fenómeno guarda alguna relación con nuestra medula. Hay también personas que no pueden resistir las alturas. Para eso yo soy muy buena, pero
mistress
Redfern es todavía mucho peor. El otro día, en el sendero entre las rocas que conducen a Hartford, se aturdió por completo y tuvo que agarrarse a mí. Según me contó, en cierta ocasión se inmovilizó a mitad del camino en aquella escalera exterior de la catedral de Milán. Al subir no le había pasado nada, pero al bajar se sintió atacada de vértigo.
—Entonces hará bien en no bajar por la escalera de la Caleta del Duende —observó Lane.
Miss
Brewster hizo un gesto de espanto.
—Yo también me vería apurada para bajarla —declaró—. Aquello está bien para los jóvenes. Los hermanos Cowan y la señorita Masterman suben y bajan por allí y se divierten de lo lindo.
—Ahí viene
mistress
Redfern de tomar su baño —anunció Lane.
—A
mister
Poirot le será simpática —observó
miss
Brewster—. No es de las que toman baños de sol.
La joven
mistress
Redfern se había quitado el gorrito de goma y se ahuecaba el cabello. Era de un rubio ceniza y su piel tenía ese tono pálido que casa tan bien con aquel color. Sus piernas y brazos eran muy blancos.
—Parece un poco extraña entre las otras —dijo el mayor Barry con una risita ahogada.
Envolviéndose en su larga bata de baño, Cristina Redfern atravesó la playa y subió los escalones de la terraza. Su rostro tenía una expresión de seriedad poco natural a sus años. Sus manos y pies eran pequeños y delicados.
Al llegar a la terraza sonrió a todos y ocupó una de las hamacas.
—Ha conquistado usted la buena opinión de
mister
Poirot —dijo
mistress
Brewster—. No le gusta la gente tostada por el sol. Dice que son como reses puestas a secar o algo parecido.
Cristina Redfern sonrió melancólicamente.
—¡Ojalá pudiera tomar baños de sol! —dijo—. Pero no consigo ponerme morena. Sólo me salen rojeces por todo el cuerpo y pecas espantosas en los brazos.
—Mejor es eso que no que le salga a una pelo hasta en la planta de los pies, como le sucede a Irene, la hija de
mistress
Gardener —dijo
mistress
Brewster, y en contestación a la interrogadora mirada de Cristina, prosiguió—:
Mistress
Gardener ha estado en gran forma esta mañana. No ha parado de charlar un momento. «¿No es verdad, Odell?»
«Sí, querida.»
Hizo una pausa y continuó:
—Me hubiera gustado,
mister
Poirot, que le hubiese usted seguido la corriente un poco. ¿Por qué no lo hizo? ¿Por qué no le dijo usted que se encuentra aquí investigando un asesinato particularmente horrendo, y que el asesino, un —maniático homicida, se encuentra a no dudar entre los huéspedes del hotel?
Hércules Poirot suspiró.
—Mucho me temo que se lo hubiese creído —dijo.
El mayor Barry ahogó una risita:
—No tengo la menor duda.
—Yo no creo —intervino
miss
Brewster— que ni siquiera
mistress
Gardener hubiese creído en un crimen escenificado aquí. ¡Este no es lugar apropiado para encontrar un «cuerpo»!
Hércules Poirot se agitó ligeramente en su asiento.
—Pero, ¿por qué no,
mademoiselle
? —preguntó—. ¿Por qué no puede encontrarse lo que usted llama un «cuerpo» en la Isla de los Contrabandistas?
—No lo sé —dijo Emily Brewster—. No es este sitio apropiado para. —Se interrumpió, encontrando dificultad para expresar su pensamiento.
—Es un sitio romántico, si —convino Hércules Poirot—. Todo respira paz. Brilla el sol. El mar es azul. Pero olvida usted,
miss
Brewster, que la maldad se encuentra en todas partes bajo el sol.
El clérigo se agitó en su asiento. Se inclinó hacia delante. Sus ojos intensamente azules se iluminaron.
Miss
Brewster se encogió de hombros.
—Oh, naturalmente que me doy cuenta de eso, pero así y todo.
—¿Así y todo, esto sigue pareciéndole un lugar inapropiado para un crimen? Olvida usted una cosa, señorita.
—La naturaleza humana, supongo.
—Eso, sí. Eso, siempre. Pero no es eso lo que iba a decir. Iba a hacerle notar que aquí todos estamos de vacaciones. Emily Brewster le miró con expresión interrogadora.
—No comprendo —dijo.
Hércules Poirot agitó enfáticamente el dedo índice en el aire.
—Supongamos que tiene usted un enemigo. Si lo asesina usted en su piso, en su despacho, en la calle... tendrá usted que justificar el empleo de su tiempo. Pero aquí, a la orilla del mar, no es necesario que nadie justifique nada. Usted está en Leathercombe Bay, ¿por qué? ¡Caramba!, es agosto, uno va a la orilla del mar en agosto, está uno disfrutando sus vacaciones. Es muy natural que esté usted aquí, que
mister
Lane esté aquí, que el mayor Barry esté aquí y que
mistress
Redfern y su esposo estén aquí. Porque en Inglaterra es costumbre ir a la orilla del mar en agosto. No hay que dar más explicaciones.
—Bien —admitió
miss
Brewster—; esa es ciertamente una idea muy ingeniosa. ¿Pero qué me dice de los Gardener? Esos son americanos.
Poirot sonrió.
—Hasta
mistress
Gardener, como nos dijo, siente la necesidad de calmar los nervios. Y como viven ahora en Inglaterra no tiene otro remedio que pasar una quincena a la orilla del mar... como buenos turistas y nada más. Ella disfruta observando a la gente.
—¿A usted le gusta también?—murmuró
mistress
Redfern pausadamente.
—Confieso que sí, señora.
—Y me parece que sabe usted observar más que los demás —añadió ella, pensativa.
Hubo una pausa. Stephen Lane se aclaró la garganta y dijo con cierta solemnidad:
—Me interesa,
mister
Poirot, algo que dijo usted hace un momento. Fue casi una cita del
Ecclesiastés
. —Hizo una pausa y recitó con voz campanuda—: «Sí, también el corazón de los hijos de los hombres está lleno de maldad, y la locura está en su corazón mientras viven». —Su rostro se iluminó con un resplandor fanático—. Me alegré de oírle a usted decir que, en nuestros días, nadie cree en la maldad. Es considerada, a lo sumo, como una mera negación del bien. El mal, dice la gente, lo hacen aquellos que no conocen nada mejor, que son más dignos de lástima que de censura. Pero,
mister
Poirot, el mal es
real
. ¡Es un
hecho
! Y creo en el mal como creo en Dios. ¡Existe! ¡Es poderoso! ¡Recorre la tierra!
Se calló. Su respiración se había, hecho más premiosa. Se enjugó la frente con un pañuelo.
—Perdonen —dijo—. Me he dejado llevar por un arrebato.
—Comprendo sus sentimientos —dijo Poirot con calma—. Y estoy de acuerdo con usted hasta cierto punto. El mal recorre la tierra y puede ser reconocido como tal.
El mayor Barry se aclaró la garganta.
—Hablando de este asunto, recuerdo que algunos fakires de la India...
El mayor Barry llevaba en el Jolly Hotel el tiempo suficiente para que todos se pusiesen en guardia contra su fatal tendencia a embarcarse en largas historias indias. Tanto
miss
Brewster como
mistress
Redfern se apresuraron a interrumpirle:
—¿Es su marido aquel que nada,
mistress
Redfern? ¡Qué magnífica es su brazada! Es un estupendo nadador.
Mistress
Redfern, por su parte, exclamó:
—¡Oh, miren! ¡Qué botecito más encantador con las velas rojas! Es
mister
Blatt, ¿verdad?
El bote de las velas rojas cruzaba en aquel momento el extremo de la bahía.
—Fantástica idea la de las velas rojas —rezongó el mayor Barry; ahora se había alejado la amenaza de la historia del fakir.
Hércules Poirot miró con curiosidad al joven que acababa de llegar a la orilla nadando. Patrick Redfern era un magnífico ejemplar humano. Enjuto, bronceado, con anchas espaldas y estrechas caderas, emanaba de su persona una especie de satisfacción y alegría pegadizas... una nativa sencillez que le hacía querer de todas las mujeres y de la mayoría de los hombres.
Permaneció un momento en la orilla, sacudiéndose el agua y levantando una mano en alegre saludo a su esposa.
—¡Ven aquí, Pat! —le gritó ella.
—Allá voy.
Se alejó un poco para recoger la toalla que había dejado sobre la arena.
Fue entonces cuando pasó por delante de todos una mujer que bajaba del hotel a la playa.
Su llegada despertó toda la expectación de una entrada en escena.
Además, caminaba como si no lo supiese. Sin conciencia aparente. Parecía que estaba demasiado acostumbrada al invariable efecto que su presencia producía.
La mujer era alta y delgada. Llevaba una sencilla bata blanca, sin espalda, y lo que se veía de su piel tenía un bello bronceado. Era perfecta como una estatua. Sus cabellos eran de un llameante castaño rojizo, ligeramente rizados sobre el cuello. Su rostro tenía aquella leve dureza que aparece cuando han llegado y se han ido los treinta años, pero el efecto del conjunto de su persona era de juventud... de soberbia y de triunfante vitalidad. La expresión de su rostro tenía una inmovilidad de china, más acentuada por la inclinación de los azules ojos. Sobre la cabeza llevaba un fantástico sombrero chino de cartón verde jade.
Fue tal el efecto que produjo su persona, que todas las demás mujeres de la playa parecieron de pronto borrosas e insignificantes. Y con igual inevitabilidad, la mirada de todos los hombres presentes la siguieron.
Los párpados de Hércules Poirot aletearon, y su bigote tembló apreciablemente. El mayor Barry se incorporó y sus ojos saltones abultaron aún más con la excitación. A la izquierda de Poirot, el Reverendo Stephen Lane lanzó el aliento con un ligero silbido y se irguió nervosamente.
El mayor Barry musitó:
—Arlena Stuart, así se llamaba antes de casarse con Marshall... La vi en «Come and Go» poco antes de que abandonase la escena. Algo digno de admirarse, ¿verdad?
—Es bonita... sí —dijo Cristina Redfern, lentamente y con frialdad—. ¡Pero tiene algo de la belleza de la fiera!
—Hace poco hablaba usted de la maldad,
mister
Poirot —dijo bruscamente Emily Brewster—. ¡Esa mujer aparece ahora ante mi imaginación como una personificación del mal! Es mala si las hay. Sé, desgraciadamente, muchas cosas de esa mujer.