—No sé a qué te refieres —me contestó sonriendo.
—Pues al bonito truco de fingir que compras tabaco después de mandar a una tía por delante sólo para poder mirarla bien el culo.
—Eres lista —dijo entre carcajadas.
—Y tú, un salido, y un imbécil.
Entonces me cogió del brazo, como si tuviera miedo de que me escapara, aunque no parecía enfadado.
—Ahora te merecerías que yo te dijera que, nada más verte, adiviné que eras la clase de chica que se iría de aquel bar a las dos de la mañana con el primer tío que se lo propusiera.
Hasta aquel momento, todos mis forcejeos habían sido puro teatro, pero aquellas palabras me hicieron daño, y me sentí ofendida, herida de verdad. No me costó mucho trabajo desasirme de su brazo, dar la vuelta, y echar a andar sin volver la cabeza. Supuse que allí se había terminado todo, pero él corrió para alcanzarme, y me inmovilizó contra una pared sujetándome con las dos manos.
—¡Oh, no! Pero si tú no eres así… ¿Eres así?
Me miraba con una expresión desconcertada, sincera, pero incapaz de conmoverme lo suficiente como para inducirme a contestar.
—Está bien, lo siento mucho, perdóname, soy una bestia. ¿Ya?
Estuve a punto de decir que no, pero en el último momento decidí seguir callada, porque me di cuenta de que mi silencio tenía la virtud de impacientarle más concienzudamente que cualquier negativa.
—No me hagas esto, tía… —el tipo duro se resquebrajaba, casi podía oír sus crujidos, presentir el eco tremendo de su derrumbamiento, escuchaba ya los primeros acordes de una salmodia mágica a cuyos feroces efectos jamás he logrado escapar—, no te rajes ahora, por favor. Por favor… —su mano derecha se coló dentro de mi abrigo, y su pulgar recorrió mi pecho izquierdo con el gesto de un alfarero que elimina la arcilla sobrante de la superficie de una vasija recién hecha, de arriba abajo, y luego en sentido inverso, moviéndose despacio, el pulso tranquilo—, no te vayas, ahora que ya has hecho lo más difícil…
Se llamaba Agustín, era periodista, se dedicaba a escribir guiones de radio y, bien a su pesar, sólo me sacaba ocho años, aunque se empeñaba en comportarse como si su edad doblara la mía. Era un individuo excepcionalmente brillante y lo sabía, y actuaba en consecuencia, extrayendo ventajas insospechadas de sus defectos, y creando con habilidad las situaciones en las que más intensamente destacaban sus virtudes, una elocuencia pasmosa, una lucidez demoledora, una corrosiva aptitud para el sarcasmo, contravalores de aquel físico cruel que pronto dejó de parecérmelo. Solamente tenía un punto débil, y ése era el punto que más le favorecía, porque nunca he conocido un misógino defensivo más radical, un hombre que se protegiera con más ardor de la pasión —a su juicio, absolutamente intolerable por lo excesiva— que le inspiraban esos seres a quienes se obligaba a despreciar en estricta defensa propia, aun sabiendo que tenía la guerra perdida desde antes de empezar a luchar. Si se decidía a sucumbir a tiempo a esa certeza, se convertía en un amante irresistiblemente dulce, y siempre, incluso cuando se proponía permanecer entero e impasible durante toda la función, se venía abajo en algún momento, y por muy breves que fueran las señales de su derrota, yo me daba cuenta de que se había roto, y de que ya estaría roto hasta el final, y eso era lo más grande que podía hacer por los dos. Y sin embargo, no me enamoré de él.
Si las cosas hubieran marchado de otra manera, el amor, coartada suprema, habría bastado para encubrir la verdad, pero, aunque llegué a quererle mucho, aunque me encantaba acostarme con él y, de alguna forma, sentía que me era necesario, sabía que no estaba enamorada de Agustín y no le mentí, ni intenté mentirme, porque ni él ni yo nos lo merecimos nunca. Nos veíamos de vez en cuando, un par de veces a la semana, a veces más, pero siempre para ir a alguna parte, que casi siempre se encontraba en las listas que los dominicales de los periódicos recomendaban bajo el rótulo de «sitios de moda», y aquello también me gustaba, porque no experimentaba la necesidad de encerrarme con él en un lugar escondido, pequeño, secreto, como el secadero de Rosario. No estaba enamorada de él, pero había algo más, aunque tardé algún tiempo en descubrirlo.
—¿Tienes previsto algo mejor que yo para el jueves por la noche?
La antelación de aquella oferta no me sorprendió tanto como la hora en que me lo encontré al otro lado del teléfono.
—No. ¿Por qué, vas a casarte?
—¿Yo?
—No sé, como todavía es lunes, y son las diez y cuarto de la mañana… Normalmente llamas media hora antes de quedar, a las ocho y media como muy pronto.
—¿Sí?
—Sí.
—Pues no me había dado cuenta —mentía tan descaradamente que terminó echándose a reír—. Bueno, acabo de llegar a la radio. El jueves por la noche hay una fiesta a todo meter, después del estreno de una película que patrocina la cadena… No sé por qué, el amo debe de estar liado con la protagonista, una ternera joven, con alguno de esos nombres patéticos, Jazmín, o Escarlata, no me acuerdo.
—¿Está buena?
—Más o menos, pero alcanza a decir cómo se llama con cierta dificultad —entonces me reí yo, y no sólo por la sofisticada esencia de aquella maldad, sino por pura satisfacción, porque Agustín era el único tío que había conocido hasta entonces, y no sé si he vuelto a conocer a otro igual, que se confesaba incapaz de desear a una mujer tonta—. El caso es que van a pasar lista, lo que significa que yo tengo que ir, y quiero que vengas conmigo.
—¿Me pongo elegante?
—Tremenda… Te pones tremenda.
Entendí perfectamente lo que quería decir, porque aquél había sido el tema de nuestra primera conversación apacible, en una cama revuelta, rodeada de pilas de libros, periódicos atrasados y estuches de cintas magnetofónicas sin clasificar, todo un currículum esparcido sobre la moqueta verdosa en origen, ahora estampada con cientos de quemaduras de cigarrillos olvidados.
—Tienes mala suerte, tía —estaba tumbada boca arriba, tan floja que ni siquiera me sentía capaz de levantar la cabeza para seguir los movimientos de una mano que me revelaba, en cada caricia, que su propietario, tumbado sobre un costado, mirándome, había recobrado ya completamente su dominio—. Vestida, no aparentas estar ni la mitad de buena de lo que estás en realidad, porque desnuda, la verdad… —sentí que movía los dedos como si pretendiera amasar la carne de mi vientre— la verdad es que estás francamente buena.
El estupor me prestó la entereza precisa para enderezarme, y apoyada en los codos le miré, no tan gratificada por lo que interpreté como un cumplido como perpleja por la valoración que lo había precedido.
—Pero eso será tener buena suerte, ¿no?
—¿Tú crees? — y la sorpresa que reflejaban sus ojos no hizo más que incrementar mi propia sorpresa—. Me imagino que a lo largo de tu vida te habrá visto más gente vestida que desnuda.
—Ya, pero… —y ahí me detuve, porque no sabía exactamente qué decir.
—Pero nada. Lo importante es la apariencia, y si no, mírame a mí, yo también estoy mucho mejor desnudo.
—¿Sí? —por un instante temí que mi escepticismo llegara a ofenderle, pero se echó a reír antes de contestarme.
—Claro. El cuerpo lo tengo normal, ¿no? — se cogió un pliegue de piel del estómago con una pinza formada por dos dedos mientras yo estallaba en carcajadas—. Un poco fofo quizás, pero normal, y la polla dignamente situada en los parámetros estadísticos de la mayoría…
Sin dejar de reírme, me abracé con fuerza a su cuerpo normal, y besé su boca anormal hasta que en la mía se agotó la saliva.
—Eres un tío muy interesante —le dije, y desde aquel momento no he dejado de creerlo.
—Ya lo sé. No eres la primera que me lo dice. De todas formas, prefiero no tenerlo mucho en cuenta, para no envanecerme, ya sabes. Pero lo tuyo es distinto. Si, para empezar, dejaras de ponerte esos harapos…
—¿Qué harapos?
Recogió del suelo la ropa que me había quitado antes y la agitó con el puño cerrado, como si fuera un estandarte guerrero.
—Pero si eso no son harapos —protesté, de nuevo más perpleja que ofendida, contemplando unos leotardos de lana con hilos dorados que había conseguido en un puesto callejero, debajo de un cartel de «todo a cien», la minifalda morada de tela de camiseta de algodón 100%" que me había comprado en Solana y que me gustaba tanto porque terminaba haciendo picos irregulares, como la capa de Cruella de Ville, y una blusa corta de gasa negra con brillo que había encontrado en la liquidación de La India en El Corte Inglés, y cuyos botones de pasta, redondos y discretos, como de viuda, había cambiado yo misma por otros mucho más bonitos, enormes y hexagonales, de plástico transparente de diversos colores ácidos.
—¿Y esto? —preguntó luego, después de dejar caer mi ropa al suelo sin ninguna consideración.
—Pues eso son dos botas —dije, reconociendo inmediatamente los botines planos, de punta cuadrada y gruesos cordones delanteros (un ligero toque punkie nunca viene mal, pensé cuando me las compré), que yo misma había mejorado con un par de chapas metálicas y sendas cadenas plateadas.
—Claro que sí. De las que usaban los zapadores de Napoleón en la campaña de Rusia… Pero, vamos a ver, ¿es que hay algo malo en vestirse de tía?
—¿Quieres decir como mi madre?
—Quiero decir de tía.
Sí hombre, no faltaba más que eso, me dije entonces. Tenía veinte años, y la ropa era muy importante para mí, porque me permitía afirmarme no sólo frente al mundo, sino también frente a mi madre, y sobre todo, frente a Reina. Ella llevaba una vida absolutamente distinta a la mía, y para advertir la diferencia bastaba con echarnos un vistazo. Por aquel entonces, mi hermana había abandonado los ambientes básicamente pijos en los que se había movido durante su adolescencia para convertirse en la mascota de una secta de enfermizos decadentes, significativos de la especie humana a la que yo despreciaba desde la curva más honda de mis intestinos, cantautores de verdad, cuyas machaconas versiones de Leonard Cohen —eso sí que es un hombre— sonaban en la radio aunque fuera sólo de madrugada, directores de teatro que aspiraban a rehabilitar definitivamente a Arrabal estrenándole en la Sala Olimpia, críticos literarios de oscuras revistas provincianas impresas a dos colores, y desechos culturales por el estilo. Se pasaba las noches sentada a una mesa del Gijón, no se metía drogas de ninguna clase, y sólo bebía Cutty Sark, y ningún otro whisky, con hielo y agua. Siempre estaba enamorada de alguno que ya no cumpliría los cuarenta y se acababa de mudar a un chalet adosado de las afueras con su pareja de toda la vida, una mujer convencional que no le comprendía, pero a la que jamás podría dejar porque el pequeño de sus tres hijos tenía problemas. Ella sí les comprendía, tenía bastante con saber que era la única que apreciaba sus teorías sobre Pollock, y con que la echaran un polvo triste de vez en cuando en una habitación del Mónaco, o en el picadero de algún amigo que había triunfado injustamente, y que por eso se podía permitir una buhardilla bohemia en La Latina y, tal vez, no comprar tan barato el aprecio hacia sí mismo.
A pesar de todo, ella seguía sintiéndose segura y confiada, satisfecha de su trayectoria, y quizás por eso no se preocupaba por adquirir un gusto definido para vestir. De vez en cuando todavía se ponía para salir de noche la ropa que mamá, inasequible al desaliento, seguía comprando para las dos, melindrosos conjuntos Rodier y genuinas faldas escocesas recién importadas del Reino Unido, a las que yo ni siquiera me tomaba el trabajo de quitarles la etiqueta antes de colgarlas en una percha y olvidarlas para siempre, pero frecuentaba de forma igualmente esporádica otros estilos, como las faldas largas y las toquillas de lana calada que habían sustentado la más popular versión femenina del uniforme de la progresía de los sesenta —la mayoría de sus amantes seguían encasquillados en la masculina—, o los ataques de look existencialista que subrayaba con unas espesas medias de espuma negra, compactas y fúnebres, que se parecían demasiado, en mi opinión, a las que había usado siempre la tata Juana. Cuando yo conocí a Agustín, ella atravesaba por el primer, furibundo acceso, de una nueva fiebre mimética, y a imagen y semejanza de una tal Jimena, que había sido la musa indispensable de la cuadra de pigmaliones del Gijón cuando todavía estaban haciendo la carrera, y que poseía la edad justa, por tanto, para ser nuestra madre, iba vestida de mujer que se viste de hombre, con ligeras americanas cruzadas de algodón y pantalones con pinzas a juego, cuyas líneas se quedaban en ambiguas, sin llegar a resultar inquietantes.
Si Reina no hubiera elegido precisamente aquella época para cultivar precisamente aquel estilo, quizás yo no hubiera dado nunca el salto que me condujo a la orilla precisamente opuesta, o quizás lo habría hecho igual, obedeciendo a un instinto que afloró sin mi permiso mientras cenaba con Agustín por segunda o tercera vez, en un pequeño restaurante francés cuyo aspecto no permitía prever grandes sobresaltos. Sin embargo, cuando ella entró en el comedor, empujando con innecesaria violencia una puerta que sólo estaba entreabierta, hasta las moléculas del aire que respirábamos parecieron ponerse de punta.
Tendría unos treinta y cinco años y cuando se bajara de los tacones, si es que prescindía de ellos para dormir, no debía de ser mucho más alta que yo. Iba pintada como una puerta, y acababa de salir de una peluquería donde debían de tenerla manía, porque la habían teñido de un rubio tan claro que los reflejos que proyectaban sus sienes bajo la luz parecían canas, y a pesar de todo, la encontré guapa, muy, muy guapa, grandes ojos verdes, melancólicos, y una boca cruel, perfilada con una delgada línea de lápiz de un tono marrón nada sutil. Se había embutido a presión en un vestido azul eléctrico de cuero blando y flexible, caro, al que habría asignado un origen Loewe a no ser por la escasa longitud de la falda y la desmedida amplitud del escote, que dejaba ver un buen tramo del surco que separaba sus pechos, un detalle que me pareció de particular mal gusto, sobre todo porque, aunque yo nunca llevaba sujetador, cuando iba de compras con mi madre y ella se empeñaba en comprarme alguno, buscaba con ardor el efecto contrario, y por lo general, elegía el modelo que demostraba mayor eficacia en el propósito de anular el dichoso canalillo. Por lo demás, considerando por separado los volúmenes de su cuerpo, decidí que estaba bastante gorda y, sin embargo, si por alguna razón me hubiera visto obligada a emitir un juicio global, y a ser ecuánime, no habría podido dejar de atribuirle cierta calidad muelle, esponjosa, reluciente, que sugería mucho antes una aterciopelada opulencia que el abotargamiento que resulta de la obesidad pura. Era, en suma, una mujer muy atractiva aun en la más estricta oposición a mis criterios al respecto, y supongo que por eso me molestó tanto que Agustín se quedara colgado de ella de aquella manera.