—Bueno —me dije en voz alta, mientras me miraba de perfil—, no es más que ropa, todo es ropa… —me puse de cara a la pared e incliné la cabeza sobre mi hombro izquierdo para intentar mirarme por detrás—, nada más que unos cachitos de tela cosidos con hilo para que la gente no vaya desnuda por la calle… —repetí la operación para contemplar mi otro perfil—. Total, todo esto es mío igual, no me lo voy a amputar, y además… —volví a mirarme de frente—, ir de postmoderna o de antigua, qué más da, si es todo lo mismo, nada más que ropa, todo ropa…
Acerqué una silla y me senté, y luego me levanté, y me puse de rodillas, y me incliné hacia delante, me acuclillé, y me erguí de nuevo, y di un par de vueltas, y abrí la boca exageradamente, para fingir que rugía como si fuera un tigre, sin dejar de mirarme, y al final, con las manos en la cintura, anticipé proféticamente, sílaba a sílaba, el juicio que un Agustín atontado, anonadado, asustado casi, dejó escapar entre dientes cuando me decidí a salir por fin a la calle dentro del vestido de Magda, un par de días después.
—Estás cojonuda, tía.
El maletero de mi madre superó todas mis expectativas, revelándose como un laboratorio dotado de posibilidades infinitas al que, por una vez, pude acceder sin el más mínimo obstáculo. Hice a mamá —que vivía en la permanente angustia de que, cualquier día, una llamada de la policía le confirmara que yo llevaba años dedicada al tráfico de drogas— sencillamente feliz cuando le pedí permiso para reutilizar los viejos vestidos de los cincuenta que tenía guardados en grandes cajas de cartón desde antes de que yo naciera, porque sólo regalaba a las muchachas las faldas y blusas informales que ella llamaba «ropa de mañana», y los camiseros y trajes de chaqueta correspondientemente denominados «ropa de tarde», pero nunca se había desprendido de los trajes de noche y los vestidos de cóctel que con tanta frecuencia usaba entonces, para no ofenderlas y porque, al fin y al cabo, a ver para qué los querían ellas. Tan personal concepto de la caridad fue una auténtica bendición para mí, sobre todo porque, aunque tendía a quedarme ligeramente estrecha de cintura para arriba, y ligeramente ancha de cintura para abajo, la ropa que había usado mi madre a los veinte años me sentaba tan bien como si me la hubiera hecho a medida, y cuando no era así, la tata Juana derrochaba una paciencia infinita ante la máquina de coser.
—Hay que ver, lo que pueden llegar a gustarle los trapos a esta niña —decía mi madre—. ¡Desde luego, hija mía, con lo chicazo que eras de pequeña, quién lo iba a decir! Y en cambio, tu hermana, ya ves…
Pero no todo era ropa.
Obedeciendo a un misterioso presentimiento, me compré un vestido nuevo, caro, especial, para ir con Agustín a aquella fiesta que me había anunciado con tanto tiempo. Renuncié de antemano a fabricarme un nuevo refrito de los que tan buenos resultados me habían dado en el último año, y escudriñé, uno por uno, los escaparates más audaces de Madrid, buscando algo que estuviera específicamente hecho para mí. Lo encontré aquella misma tarde en la calle Claudio Coello, dentro de una de las tiendas más locas que he pisado en mi vida, una especie de templo de la modernidad para niñas de buena familia, en cuyos percheros convivían barrocos trajes de novia bordados con pedrería y cristal, y monos de perneras acampanadas que parecían directamente robados del camerino de algún cantante
glam
, igualmente bordados con pedrería y cristal. Mi descubrimiento era mucho más discreto. Negro, de piqué grueso con mucho relieve, excepto en las solapas y las vueltas de los puños, que eran de seda sintética, parecía un chaqué para llevar solo, sin camisa ni pantalones. Tremendo.
Cuando empecé a bajar por las escaleras del teatro reconvertido en discoteca que estaba más de moda en aquel trimestre, se repitió una situación a la que ya debería de haberme acostumbrado pero que, sin embargo, en cada nueva edición me procuraba la misma extraña mezcla de sorpresa y satisfacción. Agustín, con una actitud digna de quien se sabe el hombre más atractivo del mundo, caminaba a mi lado, a un nivel inferior al mío en, aproximadamente, una cabeza de altura. Una vez le había preguntado si no le molestaba ser más bajo que yo, un desequilibrio que a mí me hacía sentirme incómoda, y para el que existía una solución muy simple, porque aunque me había aficionado muy deprisa a los tacones, sin ellos apenas le sacaba dos centímetros. El me lanzó una mirada de desaliento y me preguntó, con aire ofendido, que por quién le tomaba. Ahora, cuando conozco a un tipo maduro, sólo me fío de dos detalles —que lleve la calvicie con serenidad, sin hacerse la raya encima de la oreja, y que sea capaz de andar airosamente por la calle con una mujer más alta que él —para discernir si es un hombre de verdad, pero entonces no le comprendí, y tuve que preguntarle qué significaba esa respuesta. Me contestó que tendría que adivinarlo yo sola y, por instinto, seguí llevando tacones, y me acostumbré muy pronto a inclinar la cabeza en su dirección cuando era necesario.
La diferencia de altura no me hacía sentirme superior, sino que revertía misteriosamente en él, y ése era el ingrediente más fascinante del impacto que causaba nuestra aparición en cualquier sitio. Cuando iba con Agustín y notaba cómo me miraban los otros hombres, especialmente los guapos, leía en todos los labios la misma pregunta, y sonreía hacia adentro para contestarme a mí misma, estoy con él y no con vosotros porque él sólo necesita hablarme y vosotros ni siquiera sabríais qué decir, y porque me da la gana, ¿qué pasa? Los ojos de las mujeres oscilaban periódicamente entre mi cuerpo y el suyo, entre mi cara y esa cara que se iluminaba antes o después con una sonrisa que quería decir, claro que sí, yo también me doy cuenta y a mí también me gusta, y entonces, aunque no estaba enamorada de Agustín y dudaba de que él estuviera enamorado de mí, reconocía cuán fuerte era el vínculo que nos unía, y me preguntaba si no podría vivir así muchos años, recuperando la parte razonable de todo lo que había perdido cuando perdí a Fernando, y aquello ya no era ropa, pero tampoco podía ser malo porque era bueno para mí, porque yo lo sentía, y era sincera.
Sin embargo, la suerte no quiso regalarme el virus de la gripe aquella noche, no me hizo rodar por las escaleras para romperme un tobillo, ni rellenó con alcohol de quemar las botellas de ginebra, ni siquiera conspiró conmigo para convertir aquello en una fiesta aburrida, como suelen ser la mayoría de las fiestas. Cuando cruzamos la sala por enésima vez en dirección a la cuarta barra, la única que no habíamos estrenado todavía, nos estábamos divirtiendo de verdad, tanto que me molestó muchísimo que aquel tipo levantara el brazo en nuestra dirección, para que Agustín me enganchara por la cintura y me obligara a seguirle hasta allí con una inequívoca expresión de lo siento mucho, pero no me queda más remedio.
—Hola, Germán.
—Hola.
Levanté la barbilla para devolver todavía desde más arriba la mirada de uno de los seres más desagradables que he conocido. Aparentaba rondar los cincuenta años, y aunque no se había tomado el trabajo de levantarse, parecía muy alto. Su cuerpo proyectaba hacia delante una barriga deforme, que sin llegar a sobresalir demasiado, sugería sin embargo haber llegado al límite de la explosión. Había visto hombres mucho más gordos, pero ninguno con aquella pinta de cerdo, y había visto hombres mayores, pero ninguno que estuviera tan podrido de puro viejo por dentro, y nunca un hombre convencionalmente guapo, porque Germán lo era, y mucho, me había causado una impresión semejante a la que recibí de aquella cara mustia, los párpados caídos, la boca aburrida, la papada descontrolada, una ceja levantada y la otra no, una expresión asqueada, asquerosa, como su manera de mirarme, derrochando el mismo tipo de atención que prestaría un granjero a una vaca en una feria de ganado.
—Podrías presentarme a tu amiga, ¿no? Al fin y al cabo, sigo siendo tu jefe de programas.
Mientras Agustín pronunciaba mi nombre, me aposté la vida conmigo misma a que la mano que estaba a punto de estrechar resbalaría sin responder a mi gesto, blanda y sudorosa entre mis dedos como la de un obispo afeminado, y gané.
—Hola —dije a pesar de todo—. ¿Qué tal?
—¡Malena!
Al acercarme, había advertido que no estaba solo, pero no presté atención a las dos mujeres sentadas a su lado y que, hasta ese momento, habían permanecido absolutamente al margen de nuestra conversación, una peinando a la otra y ésta dormitando en apariencia sobre la mesa, su cabeza aletargada sobre la improvisada almohada de sus brazos hasta que se levantó bruscamente, como un mecanismo automático que sólo mi voz fuera capaz de programar.
—Hola, Reina.
—¡Pero Malena! ¿Qué haces tú aquí? —mi hermana me miraba como si mi presencia en una fiesta a la que solamente se habría invitado a unas setecientas u ochocientas personas delatara una coincidencia milagrosa.
—Pues ya ves, lo mismo que tú… —contesté, levantando el vaso que llevaba en la mano—. Tomar copas.
—¿Os conocéis? —por razones incomprensibles para mí, Germán abrigaba una expresión de asombro todavía más intensa que la de Reina.
—Claro —dije—, somos hermanas.
—Gemelas… —matizó la única voz que hasta entonces no había dicho nada, y antes de que nadie me la presentara, me di cuenta de que ella, unos cuarenta años, rubia natural con un mechón canoso sobre la frente, la cara lavada, los rasgos duros a excepción de los ojos, azules y redondos, era Jimena. Llevaba una americana color salmón y unos pantalones a juego, un conjunto que yo le había visto puesto a Reina más de una vez.
—Mellizas —le corregí—. Nada más que mellizas… Y ya tenemos bastante.
Solamente la urgencia con la que su marido me cogió por la muñeca para obligarme a mirarle, me impidió anotar en su cuenta una sonrisa peculiar, casi familiar, que no dispuse del tiempo necesario para identificar con la que solían exhibir los tíos que confesaban fantasías sexuales con mellizas, pero todo sucedía muy deprisa, y yo no tenía atención bastante para ponerla en ambos a la vez.
—¿Tú eres la hermana de Reinita? — afirmé con la cabeza, pero él seguía pareciendo perplejo—. ¿En serio? — volví a afirmar—. Pero si no os parecéis en nada.
—No —confirmó Reina, con una risita cuyo sentido se me escapó—, desde luego.
—Desde luego que no —repitió él, elevando la voz como si estuviera enfadado por algo—. Esta es un pedazo de tía, no hay más que verla.
—Germán, por favor, no seas vulgar —la voz de su mujer chirriaba como el filo de un serrucho.
—Soy como me sale de los cojones —contestó él despacio, como si triturara cada sílaba entre los dientes antes de dejarla escapar.
—Germán, deja tus cojones en paz, anda, que ya deben de estar mareados, los pobres, de tanto entrar y salir de tu boca.
—No sólo de la mía, cariño, ya lo sabes…
Cogí a Agustín del brazo con mi mano libre y apreté fuerte mis dedos alrededor de su manga, mientras lamentaba haberme tomado la última copa, cuyos efectos acentuaban la virulencia de las náuseas que me inspiraba aquel equipo de carroñeros veteranos. Entonces él, que quizás también había bebido demasiado, se decidió a intervenir.
—Esto me recuerda a una película que vi hace muchos años, en un cinefórum al que iba cuando estudiaba COU, poco más o menos. No me acuerdo de si era escandinava… —en ese momento, me sobrevino un aparatoso acceso de risa—, pero como mínimo debía de ser alemana, porque eran todos rubísimos —volví a reírme, incapaz de contenerme, y le arrastré conmigo—. Se decían todo el rato cosas así, pero nadie llegaba a enseñar los cojones en ningún momento… Total, que no era muy divertida.
Agustín y yo nos apoyábamos el uno en el otro, incapaz de dejar de reírnos, cuando mi hermana me fulminó con la mirada.
—No tiene ninguna gracia —dijo.
—Reina… —repliqué—. Tú no conocías a Agustín, ¿verdad? Tenía muchas ganas de presentártelo.
El tuvo que rehacerse para saludar y yo imité su ejemplo. Estaba deseando volver a hacerlo, siguiendo sus pasos hasta un grupito de conocidos que, a nuestra derecha, le había facilitado una retirada sumamente honrosa, cuando Germán, que no me había soltado la muñeca, me retuvo frente a él.
—¡Vaya, vaya! — y me mostró su lado amable, que quizás era el más repulsivo de todos—. Así que tú eres hermana de Reina y estás liada con Quasimodo, nada menos… Y dime una cosa, ¿te metes en la cama con él?
—¿Y a ti qué coño…? — te importa, iba a decir, pero me di cuenta a tiempo de que podría pensar que aquella frase encubría una negativa, y en cualquier caso, la verdad sería siempre más dolorosa para él—. Sí, claro que me meto en la cama con él. Muy a menudo. ¿Por qué me lo preguntas? ¿No se nota?
—Desde luego, el Agustín y tú, es que hay que joderse.
—Pues ya sabes… —y forcejeé para liberar mi muñeca de sus dedos.
—¿Qué? —preguntó él con una sonrisa luminosa, incapaz de presentir la segunda parte de la frase que yo había dejado colgando deliberadamente.
—¡Jódete! —y estallé en una carcajada violenta, cruel, exquisita, sublime, mientras el desconcierto desencajaba la grisácea piel de su rostro.
Salí corriendo en busca de Agustín mientras me sentía tan rebosante de energía que habría podido encender una bombilla con la boca. Cuando lo encontré, le lamí el cuello despacio antes de hablarle al oído.
—Vámonos.
Mis mejillas despedían calor, mis ojos brillaban y un frenético hormigueo recorría los huesos de mis piernas, que me molestaban terriblemente, como si protestaran por tener que sostener mi peso. El se dio cuenta, y tras despedirse de sus amigos, enfilando la salida, se echó a reír.
—Cuéntamelo.
Seguía riéndose cuando recogimos los abrigos y salimos a la calle. Buscaba afanosamente en mi bolso la tarjeta del parking, cuando reparé en algo que me había pasado desapercibido hasta entonces.
—Espero que todo esto no te perjudique —dije en el ascensor que nos conducía al tercer sótano, repentinamente seria.
—¿Qué?
—Pues lo de mi hermana, lo que le he dicho a ese tío, en la radio y todo eso… El es tu jefe, ¿no?
—¡Oh, bueno, sólo en teoría! — me tranquilizó con una sonrisa mientras esperaba a que yo entrara en el coche de mi madre, que había pedido prestado para la ocasión porque el mío estaba en el taller—. Eso es lo que le gustaría, pero en realidad… —le abrí la puerta por dentro y se sentó a mi lado—, los guionistas vivimos emboscados, siempre son los locutores quienes se llevan el palo.