Malena es un nombre de tango (59 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Malena es un nombre de tango
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—Eso es una blasfemia —dije, murmurándolo casi.

—Lo siento, Malena —escuché a mi espalda—. Perdóname, no he querido molestarte, pero es que…

—¿Qué quieres? — repliqué, sin volverme a mirarle—. ¿Que use el verbo penetrar? ¿Penétrame otra vez, anda, por fa? ¿Eso no te da vergüenza? Pues a mí sí, a mí me da mucha vergüenza, jamás podré decir algo así.

—No, yo… Pero hay otras formas de decirlo. Tengo ganas o… estoy contenta, por ejemplo, eso suena bien, lo leí en una novela, ¿sabes? Pero yo creo que es mejor no hablar.

—No decir nada.

—Sí, creo que es lo mejor.

No hablar, pensé, pero no hablar es no vivir, es morirse de asco. Y sin embargo no fue asco lo que sentí cuando él me tendió con suavidad sobre las sábanas, ni cuando se encaramó sobre mí con el cuidado que habría desplegado para manipular un objeto muy frágil, ni cuando le molestó la luz y estiró el brazo para apagarla, ni cuando extrajo de mí una dosis de placer razonable, la justa para irse sin despegar los labios. No sentí asco, ni ninguna otra cosa.

—¿Podríamos empezar el lunes? —me dijo antes de dormirse, entre dos bostezos.

—¿Qué? —contesté.

—Las clases de inglés.

—Bueno.

Durante un par de meses fui a su casa los lunes, los miércoles y los viernes. Entonces me parecía, sobre todo, un buen negocio. Santiago era un alumno excepcionalmente aplicado y mal dotado para aprender idiomas, y a la vez un cliente generoso, pero ni siquiera eso me habría reconciliado con él si no se hubiera comportado como lo hizo. Estaba dispuesta a coger la puerta para no volver ante la menor alusión, pero no la escuché el primer día, ni el día siguiente, ni el otro, creo que él presentía que sería mal recibido, y me dejó descubrir poco a poco, sin más insistencia que alguna que otra mirada turbia de intensidad sospechosamente teatral, las cejas fruncidas en un ángulo ensayado cientos de veces ante el espejo, lo mejor de lo que llevaba dentro.

Siempre se mostraba amable, y era fácil. No manifestaba grandes desacuerdos con la realidad que le rodeaba, era optimista y se conformaba de buen grado a los contratiempos. Tenía un concepto muy elevado de sí mismo, y no consideraba la eventualidad de que en cualquier circunstancia, desde la discusión más nimia hasta la más importante de las decisiones, la postura que defendía no fuera la correcta, nunca dudaba. Sus intereses eran radicalmente distintos a los míos, y se centraban en campos que, como el profesional, para mí aún ni siquiera existían. Desarrollaba un sentido práctico muy agudo frente a los problemas de cualquier índole, y se resistía a las pasiones con una entereza envidiable, tanta, y tan completa, que a veces me daba por pensar que quizás no tuviera pasiones. Adolecía de un parco sentido del humor, no era ingenioso, apenas divertido, ignoraba los recursos del sarcasmo, despreciaba los atajos metafóricos, no amaba las palabras y no jugaba con ellas, el pan, pan, y el vino, vino, pero tal vez precisamente por todo eso, entonces me sentía segura a su lado.

Al terminar nuestra séptima clase, extrajo de alguna parte el valor necesario para besarme por sorpresa. No me invitó a tomar una copa, no me pidió que me quedara, no recurrió a ningún pretexto para retenerme, yo ya había cogido el bolso y me había vuelto para decir adiós, entonces vino hasta mí y me besó. Cuando volví a verle desnudo, su belleza me sobrecogió tan intensamente como la primera noche, pero si las cosas marcharon mejor no fue gracias a ella. Aprecié la calidad de sus huesos, las líneas que se insinuaban levemente bajo dos hombros perfectos, sugiriendo un triángulo agudo y tenue sobre su pecho, donde los músculos apenas sobresalían lo justo para ensanchar el tórax y tensar el estómago, difuminadas al fin las últimas costillas en los contornos de una cintura ancha y maciza, una deliciosa cintura de hombre. Aprecié la calidad de su piel, y el vello negro, escaso, que la cubría, descendiendo como un cordón oscuro hasta rozar el ombligo para crecer después entre dos caderas cuadradas y duras como dos rocas, igual que los muslos, compactos pero flexibles a la sombra de la ligera tensión longitudinal que los recorría. Aprecié la calidad de su carne, su espalda inmensa, lisa, un trapecio perfecto, y las huellas circulares de los riñones como dos hoyos casi colmados, sobre un culo perfecto, el mejor, el más hermoso de todos los culos que he visto nunca, redondo y rotundo y carnoso y plano y duro y firme y elástico y claro y suave y amasable y mordible y engullible y deglutible como ningún otro culo haya existido jamás. Aprecié la calidad de su cuerpo, lo toqué, lo acaricié, lo arañé, lo besé, lo mordí, lo recubrí de saliva de arriba abajo, sin atender a las protestas de su amo, como si nada latiera bajo mi lengua, sólo la extensión de un animal inerte, y disfruté cada centímetro, cada milímetro de aquel festín templado y tímido, pero no llegué a temblar. Mi propia piel había dejado de ser un arma peligrosa para convertirse en el órgano dócil, domesticable y desmemoriado, que nunca debería dejar de haber sido, y mi voluntad la gobernó tan fácilmente que llegó casi a convencerme de que no se había esforzado en aquel trance. Y sin embargo era mentira.

Lo he intentado, me iba diciendo mientras volvía a casa, lo otro ya lo he intentado, el amor verdadero, la pasión pura, el deseo desatado, iba enlazando nombres, episodios, abandonos, y no hallaba ni un solo resquicio para la duda, y volvía a consolarme, a justificarme de antemano, yo ya lo he intentado y no se me da bien, ésa es la verdad, que no me sale. Ante mí se extendía de repente una vida muy distinta a la que había conocido antes, un reto diferente a todos los desafíos a los que había escogido sucumbir antes de ahora, y casi podía contemplar los resultados, un paisaje opuesto al que ofrecía mi propia conciencia tantas veces recosida, tantos parches de formas y colores diferentes amontonados sobre su superficie, solapándose los bordes entre sí con inflexible avaricia, que ya no podía albergar ni un solo parche más, como no admite más harina una masa bien ligada. Nunca me había sentido tan cansada, tan abrumada de derrotas, como mientras vislumbraba aquella sábana blanca, muy blanca, recién planchada, quizás tibia todavía, ni un zurcido, ni una arruga sobre una extensión inofensiva, familiar y acogedora como un mapa mudo, virgen, que aguarda sin temor la inminente impureza de las letras. Y no presentí nada temible en aquel suave mundo de tela blanca, sin reparar en que aquel resplandor no podía ser ajeno a la acción de la lejía.

Me casé con él, pero nunca amé a Santiago en Santiago, nunca lo hice. Amaba otras cosas, me amaba a mí misma sobre todo, y me amaba mal. Amaba la ausencia de problemas, esa calma infinita, como una llanura exacta de confines equívocos, una pista lenta y lisa como un espejo de asfalto donde mis entumecidas piernas pedalearan sin esfuerzo para impulsar una bicicleta vieja pero recién engrasada, la herrumbre asfixiada, incólume, bajo infinitas manos de pintura metalizada, brillantes, pero incapaces siempre de tapar los groseros poros de la superficie, tan tercamente abiertos. Yo amaba esa calma, la necesitaba, seguramente por eso la confundí con la paz. Lo demás no tenía mucha importancia, no quise dársela mientras vivía fácilmente, sin broncas, sin disgustos, sin lágrimas, sin angustia. Se acabó la tortura del teléfono, porque él siempre llamaba un par de horas antes del límite, y la tortura de los celos, porque él nunca miraba a otras mujeres cuando estaba conmigo, y la tortura de creer siempre que se está perdiendo al otro, porque nunca entró en sus cálculos que me pudiera perder, y la tortura de la seducción, porque él estaba demasiado bien educado como para intentar seducirme, y la tortura de los peores instintos, cuya virulencia nunca descubrió, pero que ni siquiera habría sido capaz de entender si yo me hubiera tomado la molestia de describirla con detalle para él. Y pasó el tiempo, tan deprisa, tan tontamente como si no pasara nada, hasta que un día, arrebatándome sin previo aviso el monopolio de las iniciativas, él empezó a hablar de boda, y yo le seguí la corriente, y empezamos a ver pisos, y muebles, y oficinas bancarias que ofrecían créditos hipotecarios a un interés inferior en un cuarto de punto al que ofertaba la sucursal de al lado, y todas las noches, antes de dormirme, me preguntaba si lo que iba a hacer estaba bien, y todas las mañanas, al levantarme, me contestaba que sí, porque yo estaba bien, estaba en calma y, todavía, mientras estaba despierta, no sentía ninguna añoranza de los errores pasados.

A cambio, me convertí por fin en una mujer previsible, es decir, alguien sumamente eficaz. Decidí que no teníamos dinero para comprar una casa, me negué a mudarme a un chalet adosado de cualquier urbanización de las afueras, y me pateé todos los pisos en alquiler de Madrid hasta encontrar ochenta metros de verdad, y otros diez de pasillo, en Díaz Porlier casi esquina con Lista, exterior, mucha luz, calefacción central y un ascensor peligroso, siempre a punto de desencuadernarse, para hacer nuevo pero baratísimo, 34 000 pesetas al mes en el año 83, y sin comunidad, un auténtico chollo, lo dijo todo el mundo. Yo tranquilicé al casero, contraté la reforma, elegí la cuadrilla, negocié con ellos, convencí a Santiago para que me dibujara media docena de planos, les expliqué exactamente lo que quería, compré los materiales, escogí hasta el modelo de la bañera, viví durante meses en un frenesí de precios, fechas, entregas, reclamaciones, plazos y pagos a cuenta, resistí con desdeñoso estoicismo las burdas proposiciones del escayolista, un chico de Parla que me gustaba tanto, y tan inexplicablemente, como si el destino hubiera decidido colocarme delante un semáforo estropeado que destellara pertinazmente en ámbar, y cuando terminé de hacer todo esto, me sentí muy bien, correcta, satisfecha y orgullosa de mí misma.

Luego, cuando ya no me quedaban más tareas pendientes que probarme el traje de novia, me asaltó una nostalgia terrible. Las dos últimas semanas me precipitaron en el peor de los infiernos que recuerdo. Entonces empecé a hacer idioteces. Llamé a Agustín y me cogió el teléfono una chica. Colgué aunque ni siquiera sabía si aquél seguiría siendo su número, ni siquiera estaba segura de que aquella que yo conocí siguiera siendo su casa, porque habían pasado tres años desde la última vez que nos vimos. Llamé al
Hamburguer Rundschau
, cuyo viejo número desde luego no había cambiado, y puse aquel anuncio, el último, porque Fernando, que durante tanto tiempo había aparentado languidecer apaciblemente en mi memoria, se me clavaba en la cintura con cada alfiler que la modista prendía para rectificar el vuelo de la cola.

Ni siquiera me divertí la noche de mi despedida de soltera, aunque mis amigas transigieron por una vez con un restaurante japonés, y una cantidad de copas que sólo el trasnochador más resistente se habría atrevido a prever. Al salir del tugurio donde nos habíamos tomado la penúltima, intenté convencerlas de que aún nos faltaba la última, pero ninguna quiso seguir. Entonces me metí en el coche y emprendí el camino de casa, pero al llegar a Colón di la vuelta, y enfilé Goya mientras luchaba a brazo partido contra mí misma, porque tenía unas ganas tremendas de salir a buscar un hombre, uno cualquiera, lo mismo me daba, un hombre que me gustara, que me llamara desde la primera barra del primer bar con el que me tropezara, un hombre grande o pequeño, guapo o feo, listo o tonto, me daba igual, pero un hombre, alguien que pudiera nombrar sin sonrojarse lo que le estaba creciendo contra el vientre y que encontrara palabras para contármelo, eso quería, y sin embargo conduje muy deprisa hasta Díaz Porlier casi esquina a Lista, aparqué de milagro, abrí el portal con llave por primera vez, porque hasta entonces sólo había visitado mi nueva casa de día, en horario de portero, y subí en ascensor hasta el quinto. El piso estaba frío, olía a pintura, y a barniz, los muebles estaban apilados unos sobre otros, algunos abrigados todavía por una funda de plástico rellena de burbujas de aire. Contra un inmaculado muro, en el salón, reposaban ellos, de cara a la pared, privados de la luz por dos viejas mantas de viaje, ciegos y aburridos, como si yo misma les hubiera castigado a mirar para siempre el monótono paisaje de aquel temple picado, húmedo, blanco, demasiado limpio para mi gusto, y seguramente también para el suyo.

Mientras desenvolvía el más pequeño, recordé la última vez que lo había mirado con emoción, aquella mañana en que me encerré con él a solas y apenas pude hablarle, porque ella entró enseguida a interrumpirnos.

—¿Qué haces aquí, Malena?

—Nada. Sólo te miro, abuela.

—Esa ya no soy yo.

—Sí que lo eres. Para mí siempre tendrás el pelo rizado.

Entonces me rodeó con los brazos, y me apretó tan fuerte que me hizo daño, pero sólo en aquel dolor engañoso y caliente encontré las fuerzas justas para seguir hablando.

—Tu marido fue un tío cojonudo, abuela, vivo y muerto —le confié entonces, sin mirarla a la cara—. Estoy muy orgullosa de ser su nieta. Y estoy todavía más orgullosa de ser la tuya, quiero que lo sepas.

Creía que iba a volver a enfadarse, pero no me regañó mientras me estrechaba todavía un poco más.

—Tu padre nunca te ha contado nada de esto, ¿verdad? — dijo al final, y yo me revolví entre sus brazos para negar con la cabeza—. Pues entonces no le digas a nadie lo que sabes, no se lo cuentes a nadie, ni siquiera a tu hermana, ¿de acuerdo? — hizo una pausa y me miró—. No es que importe mucho, y menos ahora, es una historia muy vieja, pero de todas formas…

Entonces me atreví a pedirle aquel cuadro, le dije que me encantaría tenerlo, y ella asintió suavemente con la cabeza. Cuando papá vino a buscarnos, le dijo delante de mí, y delante de Reina, que si ella moría antes de que yo me fuera de casa, quería que él guardara aquel retrato para mí, y que me lo entregara cuando yo tuviera paredes propias donde colgarlo, y después, al despedirse, hizo algo mucho más grande, me cogió una mano con disimulo, depositó algo en ella y me la estrechó con sus propios dedos. Era una cajita pequeña, de cartón gris claro, como el estuche de una joya barata, y no la quise abrir hasta que estuve sola. Dentro había dos cacahuetes enteros, su corteza dura, fosilizada y polvorienta, tan vieja como el mundo, como el más viejo y precioso de los tesoros.

Ahora, la República guiaba al Pueblo hacia la Luz de la Cultura como si aquél se encontrara más allá de la puerta de la terraza, con esos ojos febriles, tan toscamente intensos e inflamados de pasión, en los que apenas me detuve mientras me apresuraba a liberar el bulto más grande y lo levantaba con cuidado para darle la vuelta, corrigiendo el ángulo que formaba contra la pared hasta que un rollizo brazo masculino ceñido por terciopelo granate rozó por fin el vuelo de la bandera de tres colores. Entonces crucé el salón, me senté en el suelo y los miré.

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