—Ya se nota.
—Ven aquí —se levantó, y rodeando la mesa, señaló un mapa colgado en la pared, justo enfrente de mí—. Mira, esta raya roja marca los límites de sus tierras, ¿ves? Llegó a tener más poder en Perú que muchos reyes en Europa —su dedo recorrió la que, en efecto, podrían ser las fronteras de un país mediano, con sus ciudades y todo.
—¡Qué bien! — estaba entusiasmada, la realidad parecía superar mis cálculos más optimistas—. Y ¿cómo la conquistó?
—¿Conquistar? — mi abuelo me miró, perplejo—. No, Malena, él no conquistó nada. Compró sus tierras.
—¿Qué quieres decir? No la entiendo.
—Pues que las compró, como suena. Le prestó mucho dinero al rey, que era más pobre que él y nunca pudo devolvérselo, así que aceptó algunas haciendas como pago y le compró otras a la Corona a bajo precio. Era muy listo.
—Sí, pero entonces… ¿cuál fue el conquistador?
—Pues Francisco Pizarro. ¿No te lo han enseñado en el colegio?
—Ya —mi paciencia comenzaba a escasear—, pero yo quiero decir el conquistador de la familia.
—En nuestra familia nunca ha habido ningún conquistador, hija.
Apreté los puños con fuerza y me mordí el labio inferior. Me sentía estallar de rabia, hubiera matado al abuelo a golpes allí mismo, porque lo que decía no era posible, sencillamente no podía ser posible.
—Y entonces… ¿me quieres decir qué mierda hacíamos en América?
El furioso tono que encrespó mi pregunta debió de divertirle mucho, porque se echó a reír sin detenerse siquiera a censurar mi vocabulario.
—Pues comerciar, Malena, ¿qué te habías creído?
—¡O sea, que ni siquiera eran piratas!
—Hombre, yo no diría tanto… —sonrió nuevamente—. Eso, según se mire, pero lo que hacían era comprar en Perú tabaco, especias, café, cacao, y otras cosas de valor, y mandarlas a España en sus propios barcos, y aquí, o en cualquier puerto que les pillara de camino, a la vuelta, los cargaban con telas, herramientas, armas… —hizo una pequeña pausa y su tono de voz descendió hasta convertirse en un susurro—, esclavos…, y en fin, mercancías que vendían allí. Así ganaron mucho dinero.
Cuando me miró, esperando una respuesta, no fui capaz de decir nada. El mundo se había desplomado sobre mis hombros y ni siquiera me sentía con fuerzas para enterrarlo, pero él me cogió por el hombro y me besó dos veces en la sien, al borde de mi ojo izquierdo, para enseñarme que su calor se acrecentaba en la derrota.
—Lo siento, princesa, pero ésa es la verdad. Puedes consolarte pensando que los Fernández de Alcántara nunca mataron a nadie.
—Y eso a mí qué me importa!
—Lo sabía —dijo entonces, cabeceando, como si hubiera recibido la peor noticia de mis labios—. Y eso que a tu hermana era lo único que le preocupaba. Estáis tan unidas, parecéis tan iguales, y sin embargo, yo ya lo sabía, lo sabía…
—Pero ¿qué dices, abuelo? — protesté, reaccionando a la única frase de su discurso que había podido entender—. Claro, tú, como no hablas y vas siempre a lo tuyo, pues no te enteras. Reina y yo no nos parecemos en nada, Reina es mucho más buena que yo.
Su rostro se ensombreció de repente y me miró de una manera especial, horadando mis pupilas con las suyas, escrutándome con ansia, como si buscara una contraseña, algún signo distinto en mis ojos. Tenía el ceño tan fruncido que desfiguraba todos sus rasgos y luego, tras una larga pausa, su voz se elevó hasta un tono que yo no recordaba haber registrado nunca. Me daba miedo.
—No digas eso, Malena. Ya he escuchado esa frase demasiadas veces en mi vida, y siempre me ha puesto enfermo.
—¿Que no? Pregúntaselo a mamá, y verás…
—¡Me importa tres cojones lo que diga tu madre! — descargó un puñetazo inútil sobre la pared—. ¡Yo sé que no es cierto y basta!
Por un momento conseguí verle borracho, un hombre alto, quizás desnudo, mucho más joven, mientras aporreaba la puerta del cuarto de baño de Almansilla, intentando sacar a la abuela de allí a la fuerza para obligarla a pecar con él, y un escalofrío me corrió por la espalda, y me quedé colgada de aquella imagen, absolutamente fascinada, y aunque Reina y mamá tuvieran razón, aunque en aquellos asuntos el abuelo se hubiera portado siempre como un hijo del diablo, me dije que yo no hubiera resistido la tentación de salir del baño para pecar deprisa, lo antes posible, y ni siquiera me desanimé ante ese nuevo indicio de que mi sexo, lejos de parecer un accidente, se confirmaba como un destino fijo, para toda la vida.
El pareció leer mis pensamientos y no debieron molestarle mucho, porque se calmó y me tomó suavemente del brazo.
—Ven, te voy a regalar una cosa.
Volvió a su escritorio y abrió con llave un cajón que yo había encontrado siempre cerrado para extraer de su interior una caja de madera de aspecto antiguo, muy bonita. Me miró con una sonrisa indescifrable mientras levantaba la tapa muy despacio, creando una expectación casi circense que no se vio defraudada por el agudo chillido que dejé escapar cuando por fin me permitió contemplar su interior. Allí, entre otras joyas más modernas, resplandecían sobre una almohadilla de terciopelo dos enormes broches que yo conocía muy bien.
—Esto es todo lo que queda de las joyas de Rodrigo. Las demás las fue enviando a la Corte, poco a poco. Regalos para la reina, esperaba obtener a cambio un título de nobleza.
—¿Se lo dieron?
—No.
—Claro. ¿Por qué se lo iban a dar, si no era más que un tendero?
—No fue por eso —reía—, sino porque al rey le fastidiaba ennoblecer a sus acreedores… Pero Rodrigo era muy listo, ya te lo he dicho, y se quedó con las dos piezas más valiosas. Esta —puso los dedos sobre un pedrusco rojo, enorme, como un huevo de grande, que estaba engarzado en un simple cerco de oro— es un granate, y aquélla —señaló entonces un guijarro verde, ligeramente más plano y más pequeño— es una esmeralda. Tiene un nombre. Se llama Reina, como tu madre y tu hermana.
Permaneció mudo unos instantes, acariciando siempre la piedra roja, que imaginé más cara por su tamaño, pero en el último momento, escogió la piedra verde, la desprendió del terciopelo y me la puso en la mano, que encerró después entre las suyas.
—Toma, es para ti, pero ten mucho cuidado con ella, Malena, vale muchísimo dinero, más del que te puedes llegar a imaginar. ¿Cuántos años tienes ya?
—Doce.
—¿Sólo doce? Claro, pero pareces mayor… —el dato de mi edad pareció desconcertarle. Me di cuenta de que había comenzado a dudar e intenté facilitarle las cosas.
—Si quieres, quédatela tú y me la das cuando sea más mayor.
—No —negó con la cabeza—, ya es tuya, pero tienes que prometerme que no le dirás a nadie, absolutamente a nadie, ni siquiera a tu hermana, y mucho menos a tu madre, que te la he dado. ¿Me lo prometes?
—Sí, pero ¿por que me…?
—No me hagas preguntas. ¿La quieres?
—Sí.
—¿Se la enseñarás alguna vez a alguien?
—No.
—Bueno, pues guárdala en cualquier sitio seguro, en alguna parte que puedas cerrar con una llave, y cuélgate esa llave del cuello. No la saques nunca, a menos de que estés completamente segura de que no hay nadie mirándote. Cuando te vayas de viaje, llévala contigo, pero jamás la metas en una maleta, y no se la regales a nadie, Malena, esto es importantísimo, no se la des a nadie, a nadie, a ningún chico, ni siquiera a tu marido cuando lo tengas, prométemelo.
—Te lo prometo.
—Consérvala, y si alguna vez, de mayor, estás en apuros, llama al tío Tomás y véndesela. El te pagará lo que vale. No recurras a nadie más, ¿de acuerdo? y ten presente siempre que esta esmeralda puede salvarte la vida.
—Lo haré.
Procuraba parecer tranquila, pero me sentía apunto de desplomarme de un momento a otro, excitada por aquella historia increíble, el disparatado sesgo aventurero que, como en las películas, había tomado la más prosaica de las decepciones, y muy asustada al mismo tiempo por el carácter de aquellas peligrosas recomendaciones. Nadie excepto Magda me había hablado así antes, y me pregunté por qué todos en aquella casa parecían elegirme precisamente a mí para implicarme en los secretos más terribles.
—Muy bien —y me besó en los labios, como si pretendiera reforzar así el vínculo secreto, aún más estrecho, que desde entonces nos unía—. Ya puedes irte.
Me di la vuelta y caminé hacia la puerta, apretando el broche de Rodrigo el Carnicero entre los dedos, mientras me preguntaba si sería cierto que aquella piedra de aspecto sucio y superficie áspera, rugosa, que ni siquiera brillaba como el solitario de mamá, fuera un auténtico tesoro. Entonces me volví, como impulsada por un resorte.
—Abuelo, ¿puedo preguntarte sólo una cosa? — él asintió con la cabeza—. ¿Qué le has regalado a mi hermana?
—Nada —sonrió—, pero ella va a heredar el piano, es la única que ha aprendido a tocarlo, ya lo sabes.
La seguridad con la que me contestó, como si tuviera aquella respuesta preparada desde hacía mucho tiempo, me devolvió la tranquilidad, alejando de mí la sospecha de haber sido injustamente favorecida. Al fin y al cabo, el piano de Martínez Campos era también de maderas preciosas, y alemán, y carísimo, por eso a Reina aún no le habían dejado rozarlo siquiera, solamente afinarlo ya costaba una pasta, mi madre no paraba de decirlo.
—Ya. ¿Y por qué me has regalado esto precisamente a mí? Tienes muchos nietos.
—Sí, pero sólo hay un broche. No lo puedo partir en pedacitos, ¿verdad? Y… —marcó una pausa— ¿por qué no te lo iba a regalar a ti? Magda te adoraba, eso te convierte casi en una nieta doble, y además…, me temo que tú eres de los míos —bajó la voz—, de la sangre de Rodrigo. Seguramente te hará falta algún día.
—¿Qué quieres decir?
—Te dije antes que no me hicieras preguntas.
—Sí, pero es que no te entiendo.
Calló y miró al techo, como si allí pudiera encontrar un argumento convincente para desmentir su clarividencia, cualquier justificación vulgar en la que envolver el certero augurio que no habría querido pronunciar ante esa niña mayor sólo a medias, y halló lo que buscaba, porque un instante después me contestó, seguro de la eficacia de sus palabras.
—Si nosotros hubiéramos ido al Perú, no habríamos necesitado comprar las tierras, ¿verdad?
—No —sonreí—, claro que no, nosotros las hubiéramos conquistado a mandoble limpio.
—A eso me refería.
—Pero entonces… nosotros no seremos de la sangre de Rodrigo, ¿no? Porque fue él quien compró las tierras.
—Claro, claro, tienes razón, no sé por qué he dicho esa tontería, ya debo estar chocheando, las palabras se me van y se me vienen de la cabeza sin que me dé cuenta… Anda, márchate ya, tu madre te debe estar buscando, pero recuerda siempre lo que me has prometido.
—Sí, abuelo, y muchas gracias.
Volví corriendo a su lado, le besé y desaparecí. Aquella tarde no salió de su despacho para despedirnos, y pasaron semanas antes de que tuviéramos otra oportunidad de hablar, pero nunca jamás, ni entonces ni después, volvió a mencionar la esmeralda. El día en que me enteré de que se iba a morir me pasé toda la noche llorando.
Nunca llegué a creer del todo en los mágicos poderes de la piedra salvavidas. Era difícil apreciarlos en aquel guijarro, sobre cuya superficie irregular parecían haberse entrechocado ya mil veces esas feas cordilleras de aristas romas, limadas por el tiempo, y que siempre estuvo recubierto de una especie de barniz polvoriento que no logré disolver ni siquiera con lejía. Y es cierto que, durante aquel mismo curso, aprendí en el colegio que la esmeralda es una piedra preciosa, pero en las ilustraciones del libro de Ciencias, aquellas resplandecientes lágrimas de vidrio verde que brillaban como si su interior alimentara un misterioso fuego vegetal, no pude reconocer ningún indicio que hiciera digno del calificativo de precioso a mi pobre talismán, que, pese al remoto tono verdoso que desprendía a veces, cuando lo miraba a la luz, más bien se parecía a esas esquirlas de granito con las que me tropezaba por todas partes cuando íbamos a la sierra de excursión. Además, recuerdo que pensé entonces, vete a saber lo que quiere decir precioso, seguramente no vale ni lo que un piso, así que, sin pensarlo mucho, dejé caer el broche en el fondo de la caja de Tampax que guardaba en el armario y allí se quedó durante más de dos años, hasta que Reina tuvo su primera regla —nunca olvidaré la fecha, porque cuando mi hermana se quejaba ante mi madre de la enervante pereza de su organismo, ella solía responder con una sonrisa, no te preocupes, cariño, todo tiene su lado bueno y su lado malo, y Malena se hará vieja antes que tú— y aquel escondite pasó a engrosar la nómina de las propiedades compartidas. Después, el legado de Rodrigo fue a parar al cajón de los abalorios, bien camuflado por una infinidad de pequeñas cosas de colores, aros de metal, collares de cuentas, perlas de plástico, cabezas de muñecas y relojes estropeados, hasta que una tarde, cuando ya casi me había olvidado de él, mi hermana me pidió prestado un par de pendientes, y le dije que los cogiera ella misma, y antes de que tuviera tiempo para reaccionar, ya me estaba preguntando por la esmeralda con ella en la mano, menos mal que todavía pude recordar algunas de las excusas que había fabricado específicamente para esa situación.
—¿Qué es esto, Malena?
—Pues un broche, ¿no lo ves?
—Ya… Pero es horrible, está hecho polvo.
—Sí. Lo saqué de un contenedor de esos de la calle, donde echan los cascotes de las obras. Pensé que me vendría bien para el disfraz de bruja, pero al final no me lo llegué a poner, porque pesa demasiado y me hacía unas arrugas horribles en la túnica. Trae, lo voy a tirar a la basura.
—Sí, es lo mejor, porque parece oxidado. Si te pincharas con él, tendrían que ponerte la antitetánica.
Mientras Reina, de espaldas a mí, se ponía los pendientes, deslicé la esmeralda en mi bolsillo con un gesto sigiloso. Me dije con orgullo que el abuelo habría aplaudido mi astucia, pero tuve miedo de que aquella escena pudiera llegar a repetirse delante de mi madre, y aquella misma tarde compré una caja de metal con cerradura, cuya llave pasó a hacer compañía a la que protegía mi diario, entre las medallas que llevaba colgadas del cuello. Luego, sin detenerme a meditarlo apenas, corrí por el pasillo hasta el despacho de mi padre, la única habitación de la casa donde mamá nunca se atrevía a entrar a solas.
Llamé con los nudillos a la puerta y no recibí respuesta, así que la empujé despacito y me colé dentro. El jugaba a comerse el labio inferior con sus propios incisivos mientras seguía con interés, a juzgar por su expresión embobada, alguna fascinante historia que alguien narraba al otro lado del teléfono, y aproveché para mirarle con detenimiento antes de que llegara a advertir mi presencia, porque ya hacía años que se comportaba como todos los demás padres que yo conocía, es decir, como si no tuviera nada que ver con nosotras. En aquella época estaba tremendamente guapo, casi más que antes, y parecía muy joven. En realidad lo era, todavía no debía de haber cumplido los cuarenta, cuando nosotras nacimos era casi un crío, mamá y él se habían casado muy deprisa, después de un noviazgo corto, y tampoco esperaron mucho para tener hijos, quizás porque ella era mayor que él, casi cuatro años.