Mi abuelo se había pedido una radio porque en la suya ya sólo se oyen las interferencias, aunque decía que sólo le traerían una bufanda porque pensaba que con él los Reyes nunca tenían ni un detalle. Pero se equivocó, porque le trajeron su radio con cascos incluidos y desde entonces mi abuelo siempre está con los cascos y no se entera de nada, ni oye el timbre de la puerta, ni el del teléfono, ni cuando le llama el Imbécil para que le saque de la bañera porque ya está arrugado como un garbanzo. Y mi madre dice que en qué hora le traerían los Reyes esa radio y esos cascos.
Y a mí me trajeron una goma nueva para las gafas y unos calcetines y unos calzoncillos. Pero sobre todo me gustaron los juegos de la
PlayStation
y el juego de la cueva del terror, y un
discman
, que era la ilusión de mi vida, con sus supercascos, y desde entonces me pongo los cascos y no oigo ni el timbre de la puerta ni el del teléfono y mi madre dice que vaya idea que tuvieron los Reyes con semejante regalo. Y en casa de la Luisa nos trajeron, como todos los años, un puzle superpedagógico de 1500 piezas, y la Luisa y mi madre se pasaron toda la tarde haciéndolo sin dirigirle la palabra a nadie, y Bernabé y mi padre montando el barco del Imbécil, y así pudimos bajarnos yo y el Imbécil al banco del Parque del Ahorcado donde había otros chavales, Yihad, el Ore, Mostaza, etcétera, que habían dejado a sus padres y a sus madres haciendo barcos y puzles.
Yo puse el
discman
y le di un auricular al Imbécil y otro me lo puse yo. Hacía bastante frío y todos, mis amigos y yo, estábamos superapretados en el banco. Todos estaban pensativos porque dentro de dos días tendríamos que verle la cara otra vez a la
sita
Asunción. Pero yo estaba más superpensativo que los demás porque sabía una cosa que no sabía nadie, y menos el Imbécil. Mi madre me había dicho una cosa bastante extraña. Me había dicho que, a lo mejor, sólo a lo mejor, había dicho, este año que empezaba teníamos, a lo mejor, sólo a lo mejor, otro niño, o en su defecto, niña, en la familia García Moreno. Me había pedido que no se lo dijera al Imbécil, porque era a lo mejor, sólo a lo mejor, y había que saberlo seguro. Así que me había dicho mi madre que, de momento, era un secreto entre yo y ella. Pero yo sabía que si mi madre me había dicho eso era porque todos lo sabían, la Luisa, Bernabé, mi abuelo, mi padre, todos lo sabían ya, porque yo no soy tan superimportante para mi madre. Y me dio pena que el Imbécil fuera el último en enterarse (del secreto). Estuve por decírselo, pero pensé, vamos a dejarle que tenga algún mes más de felicidad, porque dentro de poco dejará de ser el niño de su mamá, el niño de la cuna gigantesca, el niño más gracioso de la infancia. Además, el tío, de estar tan apretado contra mí en el banco, con el gorro puesto hasta las cejas, moviendo el chupete a toda velocidad y escuchando una canción romántica de Chenoa, se me había quedado dormido.