Me doy cuenta también cuando nos arreglamos para salir los domingos y mi madre piensa en voz alta:
—Mi niño chico, por qué será que con cualquier cosilla que le vistas parece un príncipe.
Y como tampoco es tonta y ve que yo me quedo como esperando algo, pues añade:
—No te pongas celosillo, tonto, ya verás cuando seas mayor y te puedas poner lentillas, y crezcas, y adelgaces un poco, y te dejes de arrancar la ceja cuando estás nervioso… Ya verás, no vas a parecer tú, te las vas a llevar de calle.
Y encima no me puedo enfadar porque es justo cuando mi madre me dice esas cosas uno de los pocos momentos en que no me está riñendo; qué va, al contrario, hay veces que hasta me está dando un beso y peinándome la ceja izquierda con su dedo mojado en saliva (es que la ceja izquierda me la arranco cuando me pongo de los nervios). Y yo me dejo que me dé esos besos, y mientras me los está dando y me está diciendo cosas, a mí se me pone una sonrisa de tonto como si me estuvieran diciendo cosas buenas, pero luego, según vamos por la calle yo y el Imbécil, me pongo a pensarlo y pensarlo, y caigo en la cuenta de que en el fondo me ha puesto verde una vez más y no sé por qué me entran ganas de pagarlo con el Imbécil. Bueno, sí sé por qué, porque con mi madre no me atrevo. Y ha habido veces, lo voy a confesar públicamente, que, después de que mi madre me dijera esas cosas que parecen buenas pero que en realidad son malas, me ha entrado una rabia tan terrible que, sin venir a cuento, le he pegado un empujón al Imbécil, pero como el Imbécil es tan raro y me admira y nunca piensa que yo sea un hermano
atravesao
y retorcido, se cree que el empujón ha sido de broma, como tantas veces que nos damos empujones, y va el tío y, partiéndose el pecho de risa, se levanta del suelo y me lo devuelve. Y claro, son de esos momentos en que ni tu propio rival se entera de que le tienes una manía horrible, ni tu madre de que te ha insultado, y a mí me encantaría irme derecho al despacho de la
sita
Espe, la psicóloga de mi colegio, y contarle mi gran trauma, pero ya te dije que la psicóloga no me quiere ni ver, que prefiere codearse con niños abusones y macarras como Yihad. Es una psicóloga extraña, sólo le gustan los pacientes violentos, y no como yo, que, encima de que siempre me pegan, cuando estoy muy nervioso me arranco mi propia ceja, y cuando por fin decido hacer el mal y le doy un empujón al Imbécil, me toma a cachondeo.
Supongo que cuando sea mayor tendré que ir a un psicólogo de esos a los que hay que pagar y que me dará por fin la razón cuando le cuente todos estos feos que me están haciendo (la gente que me rodea en general).
Pero aunque ya sabía que el Imbécil es más guapo que yo, porque me lo llevan diciendo desde el día en que nació, yo tenía la esperanza de superarle en una cosa, sólo en una: había una chica de mi clase que estaba por mí. Bueno, sí, todo el mundo sabe que esa chica es Melody Martínez, y Melody no es precisamente la tía que tiene más éxito entre las niñas de mi clase, porque nos saca una cabeza a todos los chicos (bueno, a mí y a Mostaza nos saca dos), porque lleva calcetines con sandalias, porque es bastante burra y porque la tenemos bastante miedo, por si se enfada y nos da una patada. Yo la tengo miedo, no a que me vaya a pegar, porque, ya se sabe, está por mí. La tengo miedo porque me hace quedar en ridículo delante de mis compañeros y me defiende de los que se meten conmigo y me hace quedar como un gallina.
A mí me hubiera gustado más que la que estuviera por mi fuera Susana Bragas-sucias, que se parece un poco a Cameron Díaz (más guapa la Susana), pero la Susana lleva años sin decidirse, desde que íbamos todos juntos a preescolar, y yo, personalmente, ya me he hartado. Yo sé que mis compañeros se ríen de mi porque Melody, la caballona, como la llama Yihad, me persigue y hace todo lo posible por salvarme si jugamos a un rescate, o, por ejemplo, un ejemplo, si cuento un chiste, tiene que hacer como que se parte el pecho, cuando todo el mundo sabe que a mí no se me da bien contar chistes, y yo preferiría que dijera como mis amigos: «¡Qué maaaaalo, Manolito!». Pero no, ella hace como que se mea y se tira de espaldas como una locaria, que a mí me da hasta vergüenza que se ría alguien así de un chiste mío.
Pero de todas formas, aunque no haya tenido mucha suerte con la niña a la que le gusto, yo creo que, en el fondo, todos me envidian un poco porque ninguna tía de mi clase le ha soltado a ninguno de mis amigos así tan sin cortarse ni un pelo eso de «estoy por ti», y claro, eso me da a mí una superexperiencia que todos mis amigos se mueren de envidia podrida aunque lo disimulen. Lo sé porque de vez en cuando se les escapa preguntarme si es verdad lo que va diciendo Melody, eso de que me dio un beso en el portal y de que me llamó la otra noche a mi casa pasadas las 11. Y yo procuro poner la sonrisa más enigmática que tengo y les digo una frase que he oído muchas tardes en las películas de problemáticas humanas que ponen en la tele:
—Prefiero no hablar de eso.
El Imbécil sabe la verdad, sabe que Melody se coló conmigo en el portal aunque los dos (yo y el propio Imbécil) empujábamos la puerta para cerrarla y dejarla fuera con todas nuestras fuerzas, pero ella, la caballona, tiene más músculos de los que nosotros tendremos nunca en la vida y pegó un empujón que nos tiró de espaldas contra el cactus que puso la Luisa en la entrada, porque la Luisa es la presidenta y manda sobre todos nosotros y se empeñó en poner un cactus porque los cactus no necesitan ni sol ni agua ni que nadie les dé los buenos días, y el cactus se ha hecho así de grande, que parece un cactus del desierto salvaje y cada dos por tres un vecino se tropieza con el cactus y tiene que ir a urgencias porque se le ha clavado una espina mortal. Ya digo, yo y el Imbécil nos caímos de culo en el cactus y al Imbécil se le pinchó una púa de esas en el culo, y mientras yo se la quitaba la Melody aprovechó para colarse.
Era el Día de los Enamorados y Melody había anunciado en el patio que pensaba darme un beso. Comprenderás que no iba a dejar que lo hiciera allí, en el colegio, delante de todo el mundo, así que me pasé el recreo en el váter, más aburrido que una ostra, aunque el Imbécil me encontró después de buscarme desesperadamente, como hace todos los días (si no me ve, se pone a llorar), y me dio la mitad de su bocadillo. Del váter me volví a clase, y cuando sonó la sirena para irnos a casa, salí corriendo y me encontré con el Imbécil en el quiosco del señor Mariano, tal y como habíamos acordado en nuestro plan para librarnos de M.M. Pero Melody no estaba dispuesta a dejarme escapar: nos siguió corriendo hasta el portal y, después del empujón, me agarró de la cara y me quiso estampar un beso en los morros, pero yo me retiré a tiempo y le puse la nariz, porque en los morros, la verdad, me daba un poco de asco. Aunque sé que hay gente que lo hace, porque lo veo todos los sábados en el Parque del Ahorcado cuando se van los mayores a darse el lote, que se ponen todos detrás del Árbol del Ahorcado, que es el único árbol que hay en mi parque y, claro, si te interesa, estás al tanto de todo lo que hacen. Y a Yihad, a mí y al Orejones nos interesa bastante y hay veces que nos sentamos en el banco del parque en invierno a las siete, que ya es de noche, y nos helamos de frío, pero nos quedamos, y Yihad dice que algún día seremos nosotros los que estemos detrás del Árbol del Ahorcado y yo, la verdad, no termino de creerme eso de que algún día estaré quedándome congelado con Melody dándome un besito aquí y otro allá.
Yo le dije al Imbécil que no se le ocurriera contar nunca, nunca que Melody se me había abalanzado, y subimos a casa, yo rojo de vergüenza, y mi madre dijo eso de «qué raro, qué raro está este chico».
Estaba raro, pero además es que soy raro, porque después de huir de Melody, después de la vergüenza que pasé por gustarle tanto, luego, después de esos momentos de alta tensión ambiental, no sé qué mosca me picó que me pasé la tarde dándole lecciones al Imbécil sobre las tías y mis experiencias. Y el Imbécil me miraba como si estuviera viendo a un ser sobrenatural. Era uno de esos momentos en que no me importaba reconocer que era más feo que él, porque me sentía como el típico feo con éxito. Si esto era así con 10 años, pensaba yo para mí mismo, qué pasaría cuando tuviera 20.
Íbamos al día siguiente camino del colegio y yo le iba diciendo al Imbécil que lo que le gustaba a Melody de mí era mi gran personalidad, que no era un bestia como Yihad, ni un niño mimado como el Ore, que yo era un tío con gancho. Por la cara con que me miraba el Imbécil, yo estaba seguro de que me admiraba bastante. Pasábamos por el portal de Mostaza y la Melanie, la hermana pequeña de Mostaza, y en ese momento la Melanie y Mostaza salían. Mostaza me dijo:
—¿Qué, te dio por fin Melody el beso del Día de los Enamorados?
Yo le dije que me dejara en paz, y fue al oír lo del Día de los Enamorados cuando Melanie se quitó el chupete, se paró delante del Imbécil y, sin decir nada, le arrancó al Imbécil el suyo, le agarró la cabeza y le dio un beso en todo el morro. Yo pensé que el Imbécil se iba a cortar, pero el Imbécil el tío ni se apartó. Me miró como pidiéndome permiso para llevar a cabo todas las enseñanzas que yo le había dado la tarde anterior, y le devolvió el beso a la Melanie, y la Melanie se lo devolvió a él, y hubo un momento en que tuvimos que separarlos porque, no sé tú qué pensarás, pero con cuatro años que tiene el Imbécil me parece un poco pronto para esas superexperiencias, y además, qué fuerte, en un momento se había comido más roscas que yo, que le doblaba la edad. No sólo era más guapo que yo, encima, tenía más éxito y ahora era un experto. Le iba a dar un empujón de rabia, pero me lo ahorré. Para qué, si es un niño extraño que me quiere aunque le empuje.
Esa noche, que era viernes, el Imbécil se vino a mi cama. Es que los viernes es el día que llega mi padre a casa. Y como se van por ahí de bares hasta las tantas le dicen que duerma conmigo. Pero además, ese viernes nos habían dado las vacaciones de Navidad y era el viernes mejor de nuestras vidas. Los viernes, con el Imbécil en nuestra terraza de aluminio visto, es imposible dormirse, porque se pone como loco, y se pasa un rato con mi abuelo y luego se viene conmigo y le da la risa y se pone a hablar en la oscuridad cuando nos estamos quedando dormidos y mi abuelo dice que qué rollo de niño. Pero esa noche, con todas las vacaciones por delante y todos los regalos que nos estaban trayendo los Reyes que ya estaban camino de Carabanchel, yo tampoco podía pegar ojo. Esa noche, el Imbécil quería enseñarle a mi abuelo cómo le había agarrado la Melanie para darle un beso y me agarraba a mí de la cara y yo le decía que ni se le ocurriera darme el beso a mí, y entonces el Imbécil se lo enseñaba a mi abuelo con un cojín, y mi abuelo y yo teníamos que quitarle el cojín de delante de la cara porque se emocionaba con el cojín y nos daba miedo de que se ahogara a sí mismo por esa pasión que le entraba. Ese viernes en que el Imbécil no se dormía, aprovechando que mis padres estaban en los bares, nos disfrazamos, yo de pastorcillo y él de oveja, y le hicimos a mi abuelo toda la actuación. Teníamos que despertarlo de vez en cuando porque se nos quedaba dormido. Luego también le hicimos del Orejones cuando estaba recitando y le dieron los apretones de la muerte. Y luego hicimos del Alcalde de la Capa y jugamos a que el alcalde salvaba a los niños que se tiraban por el Viaducto y a las ancianas a punto de ser atropelladas y a los camioneros que iban a tener un accidente, aunque mi abuelo dijo que ese juego no le gustaba nada, pero nada de nada.
Esa Navidad iba a ser la más importante de nuestras vidas, aunque ninguno de nosotros lo sabíamos todavía, y menos el Imbécil, que vivía en el mundo mundial de la felicidad. El Imbécil se había pedido otra Barbie para jugar a los bolos con ellas, y se había pedido tres dinosaurios, incluido el
Tyrannosaurus Rex
, que es su favorito, y se había pedido el barco pirata de los Legos, porque le gusta que mi padre se ponga a montar el barco pirata todo el día de Reyes y lleguen las tres de la mañana y no haya terminado. Es un niño sádico. Y se había pedido un juego de magia porque dice que le gusta ser mago. Se pone un trapo de la cocina encima de la cabeza y luego se lo quita y dice que ha desaparecido y nosotros tenemos que hacer como que no le vemos, y el pobre se lo cree y yo le tengo dicho a mi madre que algún día hay que decirle la terrible verdad, no vaya a ser que un día del futuro, cuando sea mago de verdad, haga el truco ese de la desaparición y el público responda violentamente. De momento, los Reyes le trajeron su juego de magia y ahora hace que desaparece en vez de con el trapo de cocina con un trapo de seda negro que venía en la caja y se da con la varita mágica en la cabeza unos golpazos antes de descubrirse la cabeza. Es bastante emocionante.