(no dice nada acerca de que tiene una hija)
En el mismo periódico hay un artículo sobre Marilyn Mon-roe, que anoche le cantó al presidente Kennedy
Cumpleaños feliz
con un vestido sexy y ceñido, y cuando después volvió al camerino se sintió desfallecer de repente porque el vestido le cortaba la circulación y no me cuesta trabajo identificarme con ella en esas ocasiones en que la falda a cuadros me queda tan prieta en la cintura que apenas puedo respirar, así que tuvieron que rasgarle el vestido hasta hacerlo pedazos a toda prisa para salvarle la vida, y eso que valía doce mil dólares.
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Leo cada vez más aprisa y cada vez mejor, leo hasta hartarme, es lo único que se me da bien, si alguien me dijera que ya no me está permitido seguir leyendo, me daría un patatús.
Historias de perros que encuentran el camino de regreso a casa de sus amos, viajando kilómetros y kilómetros a través de montañas, bosques y ríos hasta llegar a su propio umbral.
Historias de gente que camina por el desierto hasta que están medio locos de sed, con los labios agrietados, la boca reseca, y ven un oasis allá a lo lejos pero no es más que un espejismo, no hay nada en absoluto. Cuando empiezas a ver espejismos es que te vas a morir.
Historias de gente que se pierde en el Gran Norte: deambulan sin rumbo por la nieve hasta que, agotados, se tumban en un montículo creyendo que se trata de una cálida cama y se congelan hasta morir en el delirio de que por fin han llegado a casa. Pero también
La leyenda de Sam McGee
, que es justo lo contrario, acerca de un hombre que formó parte de una expedición al Polo Norte y murió congelado, sus compañeros lanzaron el cadáver al horno y al abrirlo de nuevo quedaron pasmados al verlo allí sentado, fumando en pipa y tostándose los dedos de los pies:
Y una sonrisa lucía que a kilómetros se veía, y dijo:
«Haced el favor de cerrar esa puerta.
Aquí se está bien, pero mucho me temo que vais a dejar
entrar el frío y la tormenta…
Desde que me fui de Plumtree, allí en Tennessee,
es la primera vez que entro en calor».
…
eso sí que me hizo reír.
El Negrito Sambo también me hace reír, cuando engaña a los tigres y empiezan a perseguirlo alrededor del árbol, unos con la cola de los otros en las fauces, corriendo cada vez más deprisa hasta que no se les puede ver las patas para, al final, derretirse en un gran charco de mantequilla a los pies del árbol.
Me encantan los libros donde muere gente.
Sueño que mi madre muere y hay cientos de personas en su funeral y la abuela y el abuelo están al borde de la tumba con aspecto muy triste y yo les digo: «¿Por qué no os portasteis bien con ella cuando estaba viva?»
A lo largo de mayo mi puntuación media diaria es de ocho sobre diez, lo que no está mal en absoluto, pero luego cometo un error espantoso. Estamos en los vestuarios cambiándonos tras gimnasia, y cuando me estoy quitando los pantalones de deporte las bragas también se me bajan y se me queda el culo al aire, sólo dura un par de segundos pero es suficiente.
—¿Qué es eso que tienes en el trasero, Sadie? —me pregunta Heather, señalándome la marca de nacimiento—. ¡Mirad, chicas!
Y antes de que pueda subirme los pantalones las demás chicas han entrevisto la marca de nacimiento y empiezan a lanzar risillas y me siento abrumada. Mi Demonio está furioso y sé que va a castigarme por traicionarlo y, tal como esperaba, en cuanto llego a casa —antes de poder merendar o comprobar siquiera qué aspecto tengo en el espejo— me dice que cierre la puerta del cuarto y me golpee la cabeza contra la pared un centenar de veces. «¿Todavía crees que tu madre va a venir por ti? —se mofa—. ¡Ja! No te la mereces, ni siquiera sabes vestirte y desvestirte como es debido, así que ya puedes seguir viviendo en esta casa durante el resto de tu vida».
¿Han quedado anulados todos mis puntos por este error?
Esa tarde estoy mareada como resultado de los cien coscorrones y los ensayos de piano son peores incluso de lo habitual y apenas pruebo bocado, así que la abuela me pregunta si estoy enferma pero no se me permite decir que sí, no se me permite decir nada acerca de lo que ocurre, pero justo entonces suena el teléfono y me precipito a la cocina para contestar.
—¿Sí?
—¡Mi querida Sadie! ¡He vuelto!
—¡¡Mami!!
Entra la abuela y me arranca el auricular al tiempo que masculla:
—¿Quién te ha dicho que contestes al teléfono? ¡Vete a terminar la cena! —Luego dice al auricular—: Kristina, ¿no sabes que cenamos a las seis y cuarto? —Pero, por lo visto, mami no responde a esa pregunta, sino que habla y habla y transcurrido un rato la abuela dice—: ¿Cómo? —Y cierra la puerta de la cocina, lo que es una reacción bastante drástica.
Durante diez largos minutos el abuelo sigue comiendo a solas y yo permanezco sentada a la espera, y no nos decimos ni palabra.
Cuando la abuela se sienta a la mesa otra vez es evidente que la conversación la ha pillado desprevenida, porque mantiene la vista fija en el plato.
—Kristina y Peter no sólo van a casarse… —le dice al abuelo— no sólo quieren que asistamos a la boda… sino que se llevan a Sadie consigo a Nueva York.
Un aterciopelado manto de dicha se posa sobre mí, como un dios que profiriera un suspiro. Ah…
Así que todos mis esfuerzos no han sido en vano. A pesar del desafortunado incidente en los vestuarios, mis buenas notas han dado fruto. Me voy de esta casa.
Por fin puede empezar mi auténtica vida.
Ahora nada me perturba. Ya puede la señorita Kelly darme en la cabeza con sus
Obras completas para piano de Ludwig van Beethoven
, ya pueden las niñas de la escuela hacer corro a mi alrededor, reírse y señalarme tanto como les plazca, ya puede mi profesora de ballet relegarme al rincón porque he metido la pata por séptima vez al girar sobre la punta de los dedos, da igual, ya no formo parte de este mundo, ¡me voy a Nueva York!
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La abuela está más desabrida que nunca a medida que se ocupa de los preparativos para la boda de mami a principios de junio. Me compra un vestido nuevo, una cosita amarilla y recargada de rígido encaje y tafetán con un cinturón de plástico negro en torno a la cintura. La mañana de la boda me lleva a la peluquera, la señora me lava el pelo con agua hirviendo y lo enrolla en rulos, poniéndomelos tan tirantes que me entran ganas de gritar, y clavándome horquillas de plástico rosa en ángulo cerrado contra el cráneo. Luego me sienta debajo del secador y lo pone en marcha, los rulos tiran y pican mientras permanezco allí sentada, sudando bajo el jadeante y ardiente casco eléctrico, y cuando por fin acaba y me quita los rulos pienso que voy a estar preciosa con ricitos, pero en vez de dejarlos tal cual me los carda hasta que parezco una salvaje, luego levanta todo el peinado a fuerza de horquillas para darle forma de colmena y le echa laca hasta dejarlo rígido, tanto que ni yo misma me reconozco: es un estilo sumamente inapropiado para una niña pequeña. Cuando he terminado de embutirme en el vestido, las medias y los zapatos, la abuela se aleja un poco para calibrar el efecto y asiente.
—Sí —dice—, así está bien.
La iglesia está llena a rebosar de gente que no conozco, salvo la abuela y el abuelo y un par de amigos que estaban en casa de mami aquel día que la visité. Me toca sentarme en primera fila entre la abuela y Peter, y puesto que la abuela, tensa y taciturna, tiene la mirada fija al frente, hablo con Peter mientras esperamos a que empiece la ceremonia.
—Si no crees en todas estas mandangas, ¿cómo es que te casas en una iglesia? —susurro.
—Tu madre me dijo que era puro teatro —me contesta también en un susurro—. Estamos interpretando una obra sobre una boda, ¿lo entiendes? Todo el mundo tiene su papel. Vaya vestido tan chulo que llevas, preciosa.
—Gracias —digo, agradecida por la mentirijilla—. Tú también vas bastante bien.
—Así que… cuando llegue el momento, tengo que levantarme y ponerle un anillo en el dedo a Krissy y decir: «Sí, quiero». ¿Y sabes una cosa, Sadie?
—No, ¿qué?
Se inclina aún más cerca para susurrarme en tono de complicidad:
—No he tardado nada en aprenderme el texto.
Lanzo un pequeño bufido de risa y la abuela me da con el codo. Entonces el órgano empieza a jadear
Aquí llega la novia
y todo el mundo se vuelve y vemos al abuelo, avanzando lentamente por el pasillo con mami cogida de su brazo. Lleva un vestido blanco largo y sencillo y el cabello rubio recogido en minúsculas trencitas con flores blancas en algunas, nadie ha estado nunca tan preciosa en toda la historia de la humanidad.
—Mira —susurra Peter—. Tu abuela está llorando, ¡justo en el momento adecuado! Y ahora entro yo. Me ha entrado miedo escénico, ¿me recuerdas mi frase?
—«Sí, quiero».
—Eso es. «Sí, quiero». «Sí, quiero». «Sí, quiero».
Se acerca poco a poco al altar y, momentos después, el actor que hace de sacerdote declara a mi madre y a Peter Silbermann marido y mujer.
En el banquete no puedo apartar los ojos ni las manos de la comida, no es una comida de esas en que estás sentado sino un ir de aquí para allá con enormes bandejas de delicias en todas las mesas, todo pagado, según creo, por los padres de Peter, que son ricos; sea como sea, a la abuela y el abuelo nunca se les habría ocurrido la idea de todos estos rollitos y bolas rellenas y pastelillos empapados en miel. Sé que a la abuela no se le ocurriría regañarme delante de toda esta gente, así que sigo llenándome la boca con deliciosos bocados hasta que prácticamente me desmayo de placer, intentando mantener a raya la voz de mi Demonio, sí, sé que estoy comiendo demasiado pero ¿cuántas veces tiene una niña la oportunidad de asistir a la boda de su propia madre?
Hay algún que otro bebé en brazos y unos cuantos adolescentes, pero soy la única de mi edad y mi estatura, que llega casi con exactitud hasta las cinturas adultas, lo que me deja la nariz a la altura de las entrepiernas adultas, y alcanzo a olerlas conforme deambulo entre la muchedumbre.
El padre de Peter hace tintinear la copa de champán con un cuchillo para captar la atención de la gente antes de iniciar su discurso, luego la abuela también pronuncia un discurso, y después Peter. Al verlos, pienso en lo de la obra de teatro y me pregunto si en esencia es eso lo que hace todo el mundo, no sólo en las bodas sino todo el rato: quizá cuando el abuelo escucha a sus locos está interpretando el papel de un psiquiatra y cuando la señorita Kelly me golpea con la regla está interpretando el papel de una cruel profesora de piano; igual todo el mundo es en realidad alguien diferente en el fondo pero todos aprenden sus diálogos y obtienen sus títulos y van por la vida interpretando esos papeles y se acostumbran a tal punto que no pueden parar.
Sin embargo, mami es diferente. Para interpretar el papel de un cantante hay que ser cantante; no hay manera de hacer trampa. Mi madre es posiblemente la única persona en esta sala que es lo que realmente es.
Justo cuando he llegado a ese punto de mi razonamiento, decido salir a la terraza para ver qué clase de comida hay en las mesas de allí y me doy de bruces contra una puerta corredera de vidrio que creía abierta pero que en realidad estaba cerrada. El topetazo no sólo me deja sin respiración y me magulla la nariz sino que hace que la puerta se haga añicos, esparciendo vidrio por todas partes. Los invitados se vuelven hacia mí consternados y los camareros vienen al trote con escobas y mi Demonio me dice: «Ahí tienes tu castigo por ser tan glotona».
—¡Ay, Sadie! —exclama la abuela con exasperación, pero luego cambia el tono y añade—: Rápido, rápido, ven aquí. —Porque me sale sangre a borbotones de la nariz y quiere restañar la hemorragia con un pañuelo de papel antes de que me manche el vestido amarillo nuevo.
Para desviar la atención de la gente, el padre de Peter, afortunadamente, indica a la orquesta que empiece a tocar. Los recién casados se ponen a bailar un vals por la sala, la viva imagen de la elegancia y la pasión, y entonces mami hace algo inesperado: se acerca bailando con Peter hasta el rincón donde la abuela me está dando toquecitos en la cara con el pañuelo y los dos me cogen en volandas (con el peinado de colmena, los volantes de tafetán, el cinturón de plástico, la nariz ensangrentada y demás) y siguen bailando el vals conmigo en brazos. Cuando la pieza toca a su fin y me posan encima de una mesa y yo estoy pisando el mantel blanco con los zapatos —pueden hacer lo que les venga en gana porque es Su Día—, me cogen cada uno de una mano y se vuelven de cara a los invitados y mami anuncia en público y con orgullo:
—¡He aquí la nueva familia: Peter, Kristina y Sadie!
Todo el mundo aplaude y yo miro a la abuela y el abuelo para ver qué efecto les causa, pero tienen exactamente la misma cara de siempre: afligida y paciente, como si asistir al banquete de boda de su propia hija no fuera ni más ni menos emocionante que ir al retrete.
El resto de junio es una larga lista de últimas veces.
Cambio las sábanas en esta casa por última vez (la de arriba abajo y una limpia arriba constituye la norma inquebrantable sobre el cambio de sábanas, aunque no veo por qué no se pueden cambiar las dos sábanas cada quince días, lo que supondría menos trabajo). El bolígrafo morado de la señorita Kelly mancilla mi libro de partituras por última vez, cuelgo las zapatillas de ballet, el uniforme de la escuela y el de las niñas exploradoras, coloco el tapete bordado sobre el teclado y cierro la tapa del piano de una vez por todas, despidiéndome de la mesita de centro y los diplomas y las flores pintadas.
El abuelo se sienta a desayunar y dice: «Ay, ¿por qué querría alguien esta profesión? Es para tirarse de los pelos», no por última vez, eso seguro, aunque yo no volveré a oírlo, lo que me despierta cierta ternura. La abuela me pide que seque los platos, y mis manos en el trapo acarician lentamente cada taza y cada plato con sus cenefas doradas, con plena y grata conciencia de que nunca volveré a secarlos.
El 2 de julio la abuela dobla toda mi ropa y la apila pulcramente en cajas y el 3 de julio el coche de Peter aparca delante de casa y mami se apea de un salto. Dos horas después estamos en territorio estadounidense, pasando a toda velocidad por la ciudad de Rochester, Nueva York.
Estaba tan entusiasmada que prácticamente no dormí en toda la noche entre el 2 y el 3 de julio, así que al rato empiezo a notarme floja y soñolienta, y me duermo con la cabeza encima de la caja de libros a mi lado en el asiento trasero. Cuando despierto el aire está denso de calor, estoy empapada en sudor y me duele la cabeza, y mami y Peter hablan en voz queda.