Authors: David Brin
Ellos fueron sus primeros pupilos, hacía ya mucho tiempo. A su vez, los gello se habían convertido luego en tutores, llevando al clan dos nuevas razas. Eran el orgullo de los soro.
Con ellos, la cadena de elevación continuaba.
En la noche de los tiempos, los Progenitores crearon las Leyes Galácticas. Desde entonces, cada raza había ayudado en su ascenso cognoscitivo a otras razas, recibiendo en pago ciertos servicios, asegurados por un contrato.
Muchos millones de años atrás, los antiguos luber habían elevado a los púber, o por lo menos, así lo decía la Biblioteca. Los luber se extinguieron y los púber, aunque todavía existían, estaban en franca degeneración y decadencia.
Pero antes de llegar a este estado, los púber habían educado a los huí, quienes a su vez tuvieron como pupilos a los krat prehistóricos, los ancestros de los soro. Poco después, los huí se retiraron a su planeta de origen y se convirtieron en filósofos.
Ahora los soro tenían muchas razas pupilas. Sus logros más sobresalientes eran los gello, los paha y los pila.
Krat podía oír la estridente voz de Cubber-cabub, el táctico pila, arengando a sus subordinados del sector de planificación. Insistía en que se esforzaran al máximo para obtener de la mini Biblioteca de la nave la información que ella había pedido. Cubber-cabub parecía asustado. Bien. Si le temía pondría más empeño.
De todas las razas de a bordo, sólo los pila eran mamíferos, pequeños bípedos de un mundo de alta gravedad. Se habían convertido en una raza con amplios poderes en muchas de las organizaciones burocráticas de dimensión galáctica, incluido el importante Instituto de la Biblioteca. Los pila habían elevado a sus propios pupilos, aumentando así la influencia del clan.
Sin embargo, era una lástima que los pila ya no estuvieran sometidos al contrato de aprendizaje tutelar, pues sería magnífico poder manipular de nuevo sus genes. A aquellos pequeños devoradores de pienso se les caía el pelo constantemente y su olor era un poco desagradable.
Ninguna raza pupila había conseguido la perfección. Sólo dos siglos antes, los pila tuvieron grandes dificultades con los humanos de la Tierra. El asunto sólo pudo solucionarse con grandes esfuerzos y gastos. Krat no conocía bien lo ocurrido pero el problema tenía alguna relación con el sol de los terrestres. Desde entonces, los pila odiaban con todas sus fuerzas a los humanos.
Al pensar en los terrestres, Krat sintió que su espolón nupcial palpitaba. ¡En sólo trescientos de sus años se habían convertido en un estorbo tan grande como los mojigatos kanten o los diabólicos estafadores tymbrimi.
La raza soro esperaba con paciencia la oportunidad adecuada para borrar la mancha en el honor de su clan Por fortuna, los humanos eran patéticamente ignorantes y vulnerables. ¡Quizá la ocasión se presentase ahora!
¡Sería una delicia tener al homo sapiens bajo la tutela soro como pupilo de aprendizaje!
Era una posibilidad, ¿por qué no? ¡Qué cambios podrían hacer entonces en ellos! ¡Cómo podrían moldearlos!
Krat observó a su tripulación y deseó tener libertad para manipular, alterar y reformar a su antojo incluso a esas especies adultas. ¡Podía hacerse aún tanto con ellas! Pero para eso era necesario cambiar las reglas.
Si aquellos advenedizos mamíferos acuáticos de la Tierra habían descubierto lo que ella creía, las reglas podrían cambiarse... Si los Progenitores estaban realmente de nuevo en el mundo. ¡Qué ironía que la última raza en viajar por el espacio fuese la descubridora de la flota abandonada! Casi los perdonaba por existir y dar a esos humanos el grado tutorial.
—Señora —anunció el enorme gello—, la alianza jofur-thenania se ha roto. Están luchando entre sí. ¡Lo que significa que no podrán mantener la supremacía!
—Seguid vigilando —suspiró Krat.
El gello había sobrevalorado el alcance de una pequeña traición. Algo completamente normal. Las alianzas no dejarían de hacerse y romperse hasta que surgiera una fuerza suprema. Krat esperaba que esa fuerza fuese soro y, que una vez acabada la batalla, fuese ella quien recogiese el premio.
¡Los delfines tenían que estar allí! ¡Cuando venciese en el combate, sacaría a aquellas criaturas sin manos de su refugio submarino, y haría que lo confesaran todo!
Con un gesto lánguido de su zarpa derecha llamó al pila Bibliotecario.
—Consulta la terminal de datos acerca de esas criaturas acuáticas que perseguimos —le dijo—. Quiero saber más sobre sus costumbres, lo que les gusta y lo que detestan. Se dice que sus vínculos con sus tutores humanos son débiles y corruptibles. Dame algo para poder pervertir a esos... delfines.
Cubber-cabub hizo una reverencia y se retiró a la sección de la Biblioteca, el sector con el emblema en espiral inscrito sobre la entrada.
Krat sentía el destino a su alrededor. Aquel punto del espacio era un centro de poder. No necesitaba instrumentos que se lo confirmasen.
—¡Los cogeré! ¡Las reglas serán cambiadas!
Toshio encontró a Ssattatta junto al tronco de un árbol taladrador gigante. La fin había sido arrojada contra la monstruosa planta y aplastada por el impulso. Su arnés se había hecho literalmente pedazos.
Toshio iba dando tumbos en medio de la devastada maleza, silbando una llamada en ternario cuando tenía fuerzas para hacerlo. Su voluntad estaba centrada en mantenerse en pie, pues desde que salió de la Tierra no había tenido muchas oportunidades para caminar. Contusiones y náuseas contribuían a dificultar las cosas.
Descubrió a K'Hith tendido sobre un mullido lecho de algo parecido a la hierba. Su arnés estaba intacto, pero el delfín planetólogo había sangrado hasta la muerte por las tres profundas heridas de su vientre. Toshio grabó el lugar en su memoria y se alejó.
A Satima la encontró cerca de la orilla. La pequeña hembra nadaba en su propia sangre; tenía un ataque de histeria, pero aún vivía. Toshio curó sus heridas con espuma de carne y cinta reparadora. Luego, cogió los brazos manipuladores del arnés y, con una gran piedra, los martilleó. Lo mejor que podía hacer era fijarla al suelo para que no se la llevara la quinta ola.
Fue más una inundación que una ola. Colgado de un árbol, Toshio se vio rodeado por las aguas que casi cubrieron su cabeza.
Apenas empezaba la ola a retirarse cuando se soltó del tronco y chapoteó hasta llegar junto a Satima. A tientas, consiguió agarrarse a su arnés, y soltó el cuerpo de la delfina para que fuese arrastrado por el reflujo.
Luego, chapoteando con fuerza, trató de no ser arrastrado también.
Luchaba por apartar a Satima de una mata de arbustos, contra el empuje creciente de la resaca de la ola, cuando vio un movimiento en el árbol que estaba sobre él; un movimiento que no encajaba en el balanceo descendente. Al levantar la cabeza, se encontró con la mirada de dos pequeños ojos negros.
Apenas tuvo tiempo para más, pues la marea les arrastraba hacia un pequeño pozo recién abierto. Toshio estaba demasiado ocupado como para mirar en otra dirección que no fuese hacia adelante.
Consiguió sacar a Satima de los últimos metros de resbaladizas plantas acuáticas, procurando que no se abriesen de nuevo sus heridas. En los últimos minutos, Satima parecía estar más lúcida y sus gritos inarticulados empezaban a tomar la forma de palabras ternarias.
Un silbido hizo que Toshio levantara la cabeza. A sólo unos cuarenta metros de la orilla, Keepiru se aproximaba conduciendo el trineo. El fin llevaba un respirador, pero era capaz de emitir señales.
—¡Satima! —gritó Toshio a la fin herida—. ¡Nada hacia el trineo! ¡Ve con Keepiru!
¡Sujétala a una cúpula de aire! —añadió dirigiéndose a Keepiru—. ¡Y vigila la pantalla del sonar! ¡Lárgate en cuanto veas venir una ola!
Keepiru asintió con la cabeza. Cuando Satima estuvo a unos treinta metros de la orilla, utilizó el trineo para llevarla a alta mar.
Había encontrado cinco fines. Faltaban Hist't e Hikahi.
Toshio escaló la resbaladiza orilla y, con paso titubeante, se hundió de nuevo entre los matojos. La superficie de su mente se encontraba tan desgarrada y desolada como la de la isla. Había visto demasiados cadáveres en un día; demasiados amigos muertos.
Sólo ahora se dio cuenta de que había sido injusto con los fines.
Era absurdo culparlos por burlarse de él. Estaban hechos así y no podían remediarlo. A pesar de toda la manipulación genética efectuada por los humanos, los delfines siempre se habían mostrado burlones con ellos desde que vieron al primer hombre aventurarse a navegar con una canoa. Esta imagen patética les creó unos esquemas que la educación podría sólo alterar, pero nunca eliminar.
Y, ¿por qué eliminarlos? Toshio ya sabía entonces que aquellos humanos a los que conoció en Calafia, y que eran los que mejor trabajaban con los delfines, tenían una personalidad especial: eran insensibles y voluntariosos, y poseían un gran sentido del humor. Nadie trabajaría mucho tiempo con los fines si no valiese la pena ganarse su respeto.
Se dirigió hacia una forma gris que yacía bajo los matojos. Pero no. Era otra vez Ssattatta, cuyo cuerpo había sido desplazado por la última ola. Toshio avanzó dando traspiés.
Los delfines eran conscientes de lo que la Humanidad había hecho por ellos. La elevación había sido un proceso doloroso, pero ninguno hubiese regresado al Sueño Cetáceo, en el caso de poder hacerlo.
Los fines sabían también que los flexibles códigos que regían los comportamientos entre las razas galácticas, las normas establecidas en la Biblioteca desde hacía eones, autorizaban a la Humanidad a exigir cien mil años de servidumbre a sus pupilos. Los hombres habían temblado colectivamente ante tal idea. Ni siquiera el homo sapiens tenía aquella edad. Y si en alguna parte la Humanidad tenía efectivamente un tutor, lo bastante poderoso como para reclamar sus derechos al título, aquella especie no recogería al
tursiops amicus
como prima adicional.
De hecho, no existía un solo fin en el mundo que no conociera la actitud de la Tierra.
Los delfines, como los chimpancés, formaban parte del Concejo de Terragens.
Toshio supo hasta qué punto debía haber herido a Keepiru con sus palabras durante la lucha en el mar. Más que nada, lamentaba el comentario sobre Calafia. Keepiru habría dado mil veces su vida para salvar a los humanos del mundo natal de Toshio. El muchacho se dejaría cortar la lengua antes que repetir tales cosas.
Se detuvo en un claro. Allí, en una charca poco profunda, yacía un delfín tursiops.
—¡Hikahi! La fin estaba llena de arañazos y golpes. Pequeños rastros de sangre manchaban sus costados. Pero estaba consciente, y cuando Toshio avanzó hacia ella le gritó:
—¡Quédate donde estás, Ojos Vivos! ¡No te muevas! ¡No estamos solos!
Toshio se detuvo en seco. La orden de Hikahi era muy explícita. Sin embargo, le parecía urgente acercarse a ella. Las heridas de la delfina no tenían buen aspecto. Si había fragmentos metálicos clavados bajo la piel era obligado extirparlos en seguida, antes de que le envenenaran la sangre. Y no sería fácil devolverla al mar.
—Hikahi, muy pronto vendrá otra ola. Puede que llegue hasta aquí. ¡Debemos prepararnos!
—No te muevas, Toshio. La ola no llegará hasta aquí. Además, mira a tu alrededor.
¿Ves como esto esss mucho más importante?
Por primera vez, Toshio observó realmente el claro. La charca estaba situada en un extremo y las marcas de arañazos en sus orillas indicaban que era de creación reciente.
Entonces se dio cuenta de que el arnés de Hikahi había perdido sus brazos manipuladores.
¿Qué...? La percepción de Toshio cambió. A lo lejos, al final del claro, vio escombros retorcidos desparramados entre la maleza, y reconoció los fragmentos de una aldea destruida.
En el permanente resplandor de la foresta kithrupiana, distinguió los desgarrados jirones de redes primitivas, trozos dispersos de techumbres de palma agujereados y afiladas puntas de metal toscamente sujetas a unos bastones de madera.
En las ramas de los árboles advirtió ligeros movimientos fugitivos. Entonces, una por una, aparecieron pequeñas manos de dedos palmeados, seguidas por el brillante centelleo de unos ojos negros que, bajo unas frentes estrechas y verdosas, lanzaban sobre él sus miradas.
—¡Aborígenes! —murmuró—. Ya había visto antes alguno, pero lo había olvidado.
¡Parecen presensitivos!
—Sssí —respondió Hikahi en el mismo tono—. Y esto hace que el secreto sea más vital que nunca. ¡Deprisa, Ojos Vivos, dime lo que ha sucedido!
Toshio contó sólo lo que había hecho desde que golpeo la primera ola, omitiendo los detalles de su lucha con Keepiru. Le resultaba difícil concentrarse, con aquellos ojos a su alrededor, sobre los árboles, que le miraban fijamente y que desaparecían con temor cada vez que él les dirigía su mirada. Acababa de terminar su relato cuando llegó la siguiente ola.
Podían ver los rompientes estrellándose contra la escarpada orilla con un poderoso rugido acompañado de surtidores de espuma blanca. Pero estaba claro que Hikahi no se había equivocado. El agua no llegó hasta su altura.
—¡Toshio! —silbó Hikahi—. Lo has hecho muy bien. Puede que hayas salvado a este pequeño pueblo al mismo tiempo que a nosotros. Brookida vendrá a ayudarnos.
«Salvarme a mí no es lo más importante ¡Debes hacer lo que yo diga! ¡Keepiru ha de sumergirse de nuevo, en seguida! Que permanezca a cubierto bajo el agua y siga buscando cuerpos y despojos en el mayor silencio posible. En cuanto a ti, entierra a Ssattatta y a K'Hith y luego recoge los restos de sus arneses. ¡Cuando nos llegue ayuda, debemos irnos de aquí rápidamente!
—¿Es seguro que estás bien? Tus heridas...
—¡Ya basta! Mis amigos me mantienen húmeda. El follaje de los árboles me oculta.
¡Vigila bien los cielos, Ojos Vivos! ¡Procura que no te vean! Cuando te vayas, espero persuadir a nuestros amigos para que confíen en nosotros.
Parecía extenuada. Toshio estaba deshecho. Por fin, con un suspiro, se encaminó hacia el bosque. Se obligó a correr a través del maltratado follaje, siguiendo las aguas que retrocedían hacia la orilla.
Llegó en el momento que emergía Keepiru. El fin se había quitado el respirador y estaba conectado a una cúpula de aire. Le informó de que había encontrado el cuerpo de Phip-pit, el delfín que suponían asesinado por la hierba estranguladora. Su cadáver conservaba todavía las marcas de las ventosas, de las que debía haberse soltado durante el tsunami.