Authors: David Brin
Aquel fluido nunca parecía suministrar el suficiente oxígeno y, como revancha de la naturaleza burlada, aquellas branquias de que le habían dotado le molestaban atrozmente. En cuanto a las píldoras que tenía que tragar para que el oxígeno penetrara en su sangre a través de la pared intestinal, le producían ardores de estómago.
Una vez más, su mirada cayó sobre Ignacio Metz. El científico de grises cabellos, agarrado a un montante y con la cabeza metida en una cúpula de aire, estaba llamando a Creideiki. En cuanto acabara, lo más probable era que volviese por allí. El hombre no cesaba de acechar, de observar; y en su presencia, el segundo del Streaker siempre tenía la impresión de ser una cobaya.
Sin embargo, pensó que necesitaba un amigo entre los hombres. Eran los delfines quienes gobernaban la nave, pero la tripulación parecía manifestar mayor interés en obedecer cuando el oficial que daba una orden tenía la confianza de un miembro de la raza tutora. Creideiki se apoyaba en Tom Orley, Hikahi en Gillian Baskin y el compañero humano de Brookida era el jefe mecánico Suessi.
Hacía falta que Metz fuera el hombre de Takkata-Jim. Por fortuna, Metz era bastante manipulable.
Los informes de la batalla espacial se sucedían ahora con rapidez. Parecía que iba a afectar a la periferia completa del planeta. Por lo menos, había cinco enormes flotas enzarzadas en la lucha.
Takkata-Jim reprimió un súbito deseo de volverse y morder cualquier cosa, de golpear fuertemente con su cola. Le hubiera gustado tener algo palpable contra lo que batirse, en vez de sentir aquel terror sobre ellos.
Después de semanas de huida, el Streaker estaba atrapado. ¿Qué nueva añagaza inventarían Creideiki y Orley para escapar de nuevo?
¿Qué pasaría si no conseguían trazar ningún plan? O, peor aún, si trazaban uno tan descabellado que los condujera hacia la muerte. ¿Quién podría rescatarlos en ese caso?
Takkata-Jim dio vueltas y vueltas al problema para mantener su mente ocupada mientras esperaba que llegara el comandante para relevarlo.
Era el primer sueño reparador que conseguía desde hacía varias semanas.
Naturalmente, también había sido interrumpido.
Era habitual en Creideiki descansar en gravedad cero, suspendido en aire húmedo.
Pero durante el tiempo que tuvieran que permanecer escondidos, los lechos antigravedad estaban proscritos. No quedaba otra solución para un delfín que dormir sumergido en líquido.
Hacía ya una semana que se entrenaba para respirar oxiagua durante el sueño, sin otro resultado que pesadillas y una agotadora sensación de agobio.
Makanee, la médico de la nave, le había sugerido que durmiera a la vieja usanza, dejándose llevar por la corriente en la superficie de una de las piletas. Y Creideiki había decidido probarlo.
Primero se aseguró de que había una confortable capa de aire bajo el techo de la cabina; luego, verificó tres veces el funcionamiento de las alarmas de control de las tasas de oxígeno. Sólo entonces, salió de su arnés, apagó la luz, subió a la superficie y expulsó el oxiagua de sus branquias.
Y aquello fue realmente un alivio.
Sin embargo, apenas se halló tendido allí, los pensamientos empezaron a invadir su mente, mientras la ausencia del arnés le hacía sentir en su piel algo similar a pinchazos.
Era consciente de que todo aquello rozaba la irracionalidad. Los humanos anteriores a los vuelos espaciales, con sus sociedades primitivas y neuróticas, debían haber tenido las mismas sensaciones cuando estaban desnudos.
¡Pobre Homo Sapiens! La historia de la Humanidad revelaba muchos sufrimientos durante todos aquellos milenios de adolescencia anteriores al Contacto, cuando eran ignorantes y se mantenían apartados de la sociedad galáctica.
Y mientras tanto, ellos, los delfines, habían vivido casi en estado de gracia, amontonados en su rincón del Sueño Cetáceo. Cuando los hombres al fin llegaron a la edad adulta y empezaron a educar a las criaturas más evolucionadas de la Tierra para que se unieran a ellos, los delfines de la especie
amicus
aceptaron sin dificultad el cambio de una condición honorable por otra.
Pero también nosotros tenemos nuestros propios problemas, se recordó a sí mismo. Lo dominaban ardientes deseos de rascarse la base de su conexión neural con el amplificador, justo encima del ojo, pero no veía modo de hacerlo sin llevar puesto el arnés.
Flotó en la superficie, en la oscuridad, esperando al sueño. De hecho, ya estaba descansando al sentir las pequeñas ondulaciones lamiéndole la piel por encima de los ojos. Y el aire real era mucho más relajante que el oxiagua.
Pero no podía escapar a la vaga angustia del hundimiento... como si fuera un peligro real hundirse en el oxiagua... como si millones de delfines no hubieran dormido de aquella manera durante toda su vida.
También le desconcertaba su hábito espacial de mirar hacia arriba. Cada vez que lo hacía, veía la cúpula del techo a pocos centímetros de su aleta dorsal. Aun con los ojos cerrados, el sonar le recordaba la cercanía del techo. No podía dormir sin emitir clics de localización, como un chimpancé no podía dejar de rascarse durante la siesta.
Creideiki bufó. ¡Era mejor desembarcar si permitía que las necesidades de la nave le produjeran insomnio! Suspiró enfáticamente y comenzó a contar los chasquidos del sonar.
Empezó con ritmo de tenor y luego lentamente elaboró una fuga a medida que agregaba elementos más profundos a su canción de sueño.
Los ecos procedían de su frente e invadían la pequeña cámara. Las notas se deslizaban una tras otra, sobreponiéndose suavemente para formar leves gemidos y protestas de bajo. Creaban una estructura sonora, un modelo de diversidad. Las combinaciones correctas, como sabía el propio Creideiki, tendrían el poder de lograr que los muros desaparecieran en apariencia.
Con toda deliberación, alejó de sí el riguroso sentido del deber del Keneenk... y dio la bienvenida a una porción de esperanza del Sueño Cetáceo.
Cuando las normas
En el cicloide
Evoquen susurrando
Gratos recuerdos
Que hablan de
Canciones de alborada
Y de la luna
Amante de la marea,
Entonces las normas
En el cicloide
Evocan susurrando
Gratos recuerdos...
La cubierta, las cabinas, las paredes, estaban tapizadas de falsas sombras sónicas. Su canto empezó a producir, sobre sus propios acordes, un rico y palpable poema de artificiosos reflejos.
Había cosas que flotaban, leves agitaciones de la aleta caudal de bancos de criaturas oníricas. Los ecos ampliaron el espacio que lo rodeaba, como si las aguas se hubieran ido para siempre.
Y el eterno
Mar de los sueños
Evoca susurrando
Gratos recuerdos...
De pronto, sintió una presencia cercana que, poco a poco, tomaba cuerpo fuera de sus pensamientos.
Se materializó lentamente junto a él, en la manera que su conciencia de técnico podía percibirla... la sombra de una diosa. Entonces Nukapai flotó ante él... un fantasma ondulante, provisto de sonido. El negro lustre de su cuerpo volvió a hundirse en la oscuridad, sin que se interpusiera el tabique que parecía no existir.
La visión se extinguió. El agua se ensombreció alrededor de Creideiki y Nukapai se convirtió en algo más que una sombra, en algo más que una pasiva receptora de su canción. Creideiki vio brillar las finas puntas de sus dientes, y ella cantó su respuesta.
En la intimidad
De las aguas,
En un lecho de sueño
Sin fin,
La vieja ballena
Canta canciones
A los pensativos peces.
Allí tú me encuentras
Hermano errabundo,
Incluso en este
Ritmo humano
Con el que ellos
Y otros andantes
Alegran
A las mismas estrellas...
Algo parecido a la felicidad se apoderó de él mientras se ralentizaba su ritmo cardíaco. Creideiki se dormía y, a su lado, la dulce diosa del sueño sólo le reprochaba entre bromas haberla evocado con la versificación precisa y rígida del ternario, en lugar de con el caótico primal de sus ancestros.
Nukapai lo introdujo en el Mar del Umbral, donde bastaba con el ternario, donde Creideiki sólo percibía de un modo impreciso el tumultuoso Sueño Cetáceo y las inmemoriales divinidades que moraban en aquel mar. Al menos, eso era lo máximo que podía aceptar la mente de un ingeniero astronáutico.
Sin embargo, y aunque a Creideiki le resultase rígida, la versificación ternaria, su superposición de tonos y sus símbolos tenían una precisión casi humana... casi una minuciosidad humana.
Lo habían educado para que en ello viera cualidades. Una gran parte de su cerebro había sido concebida genéticamente siguiendo criterios humanos. No obstante, de vez en cuando, sonidos e imágenes caóticos se deslizaban en su conciencia y hacían que se reflejaran en ella antiguas canciones.
Nukapai emitió un comprensivo chasquido. Luego sonrió...
¡No! ¿Cómo iba a hacer una cosa semejante? De todos los cetáceos, sólo el neodelfín sonreía con la boca.
Y Nukapai hizo algo más. Ella, la más gentil de las diosas, tocó el costado de Creideiki, y le dijo:
Quédate en paz,
Esto es lo que es...
Y los ingenieros
Que están lejos del océano
También lo oyen.
La tensión de varias semanas se rompió al fin y Creideiki se durmió. Su respiración depositó en el techo una brillante película de condensación. Una corriente de aire de un conducto vecino la licuaba, y hacía que pequeñas gotas oscilaran momentos antes de caer sobre la superficie del agua como una suave lluvia.
Cuando la imagen de Ignacio Metz se destacó a su derecha, Creideiki empezó a tomar conciencia de ello muy lentamente.
—Comandante —dijo la imagen—, le llamo desde el puente. Temo que los galácticos nos hayan encontrado antes de lo que esperábamos...
Creideiki hizo todo lo posible para ignorar aquella suave voz que intentaba llevarlo nuevamente a la acción y al combate. Se detuvo en un ondulante bosque de algas marinas para escuchar los sonidos de la noche. Por último, fue la propia Nukapai quien lo sacó del sueño. Apartándose de él, le recordó dulcemente: El deber es el deber... el honor es el Honor, Creideiki. Estar siempre Alerta es Honor.
Sólo a Nukapai le era factible dirigirse impunemente a Creideiki en primal. Ante la imposibilidad de ignorar la orden de la diosa y la voz de su propia conciencia, acabó por mirar el holograma del insistente humano y dejó que las palabras penetraran en su mente.
—Gracias, doctor Metz —suspiró—. Dígale a Takkata-Jim que voy en seguida. Y, por favor, avise a Tom Orley. Me gustaría verlo en el puente. Creideiki. Corto.
Inhaló profundamente durante unos momentos, mientras la cabina volvía a formarse a su alrededor. Luego se arqueó y se sumergió para recuperar su arnés.
Un hombre alto y de cabellos negros se balanceaba, sujetándose con una mano a los pies de la cama; una cama encastrada en el suelo de una cabina invertida. El suelo estaba sobre la cabeza del hombre, su pie derecho se apoyaba en equilibrio precario sobre el fondo de un cajón abierto que sobresalía de uno de los armarios colocados en las paredes.
Ante el súbito fogonazo amarillo de la luz de alerta, Tom Orley giró sobre sí mismo y dirigió su mano libre hacia la pistolera. Empezaba a sacar la pistola de agujas cuando comprendió el origen de la perturbación y, con un juramento que estuvo a punto de eternizarse, volvió a enfundar el arma. ¿Cuál sería la emergencia aquella vez? A primera vista, podía imaginarse una buena docena de respuestas para aquella pregunta; y, fuera cual fuese la contestación, le encontraría colgando de un brazo en la parte más extraña de la nave.
—He establecido contacto, Thomas Orley.
La voz parecía provenir de un punto situado cerca y por encima de su oído derecho.
Tom cambió de asidero en los pies de la cama para poder volverse y ver cómo giraba, a un metro escaso de su rostro, una figura tridimensional que parecía formada por partículas multicolores pegadas al rostro de un diablo.
—Supongo que deseará conocer el motivo de la alarma, ¿verdad?
—¡Estás tan condenada como yo! —bramó—. ¿Nos están atacando?
—No —respondió la imagen mientras se modificaba—. Todavía no, pero el teniente Takkata-Jim ha decretado el estado de alerta. Por lo menos cinco flotas se encuentran en las cercanías de Kithrup, y parece que están combatiendo entre sí. Orley suspiró.
—Razón de más para acabar cuanto antes con las reparaciones y largarse.
Tom nunca había creído realmente en la posibilidad de escapar de sus perseguidores. Cuando se escabulló, aprovechando la confusión de la emboscada de Morgran, el averiado Streaker había dejado a sus espaldas un rastro demasiado notorio.
Tom había ayudado a los fines de la sala de máquinas a reparar el generador de estasis. En cuanto acabó con la parte manual y visual, que era de su incumbencia, le pareció llegado el momento propicio para eclipsarse hacia el desierto sector de la rueda seca donde tenía escondida la computadora Niss.
La rueda seca era una franja de talleres y camarotes que giraba libremente alrededor de su eje cuando la nave estaba en el espacio, proporcionando a los humanos una sensación de falsa gravedad. En aquellos momentos estaba inmóvil y toda la sección de habitaciones y corredores había sido abandonada a causa de la incómoda gravedad del planeta.
A Tom le gustaba la intimidad, aunque la disposición del mobiliario fuera fastidiosa.
—No es necesario que me informes si yo no acciono el interruptor manual —dijo—.
Debes aguardar mis huellas y mi identificación vocal para que yo no llegue a creer que eres algo más que un aparato estándar.
Los remolinos adoptaron formas cubistas, pero la voz de la máquina no indicaba la menor turbación.
—Me he tomado esta libertad debido a las circunstancias. Si me he equivocado, estoy dispuesta a soportar las consecuencias disciplinarias hasta el nivel tres. Cualquier castigo de un nivel superior estaría injustificado y sería rechazado oficialmente.
Tom sonrió con ironía. Aquella máquina lo iba a colocar en una situación embarazosa, si la dejaba, y él no ganaría nada haciendo valer su capacidad de mando sobre ella. El espía tymbrimi que le había prestado la Niss dejó claro el hecho de que su eficacia provenía de su flexibilidad e iniciativa, por molestas que pudiesen llegar a ser.