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Authors: David Brin

Marea estelar (45 page)

BOOK: Marea estelar
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—Por eso estoy aquí —declaró Dart con energía.

—Muy bien. Quizá tengamos la posibilidad de jugar unas cuantas partidas de ajedrez.

—Me gustaría.

Se acomodaron en sus asientos y contemplaron cómo iban pasando las crestas oceánicas. De vez en cuando, se miraban el uno al otro y estallaban en carcajadas. Los stenos permanecían en silencio.

—¿Qué hay en el saco? —preguntó Metz, señalando la gran bolsa que Dart tenía sobre las rodillas.

—Efectos personales, instrumentos —contestó Charlie, encogiéndose de hombros—.

Sólo los más necesarios, para las más someras y espartanas necesidades.

Metz asintió y se arrellanó de nuevo. Desde luego, sería muy agradable disfrutar de la compañía del chimpancé durante el viaje. Los delfines, por supuesto, eran buena gente; pero la raza pupila más antigua de la Humanidad siempre le había impresionado por contar con los mejores conversadores. Además, los delfines no tenían ni idea de jugar al ajedrez.

Fue una hora más tarde cuando Metz recordó las primeras palabras de Charlie, anunciando su presencia a bordo. ¿Qué había querido decir el chimp al acusar a Takkata-Jim de «destruir la evidencia»? Resultaba muy extraño.

Le planteó a Dart la cuestión.

—Pregúntele al teniente —sugirió Charlie—. Él parece conocer lo que significa.

Nuestras relaciones no son demasiado buenas y nos impiden conversar —refunfuñó.

—Se lo preguntaré —asintió Metz con gravedad—. Puedes estar seguro de que lo haré tan pronto como lleguemos a la isla.

63
TOM ORLEY

Avanzaba con prudencia, de agujero en agujero, por el entramado de sombras que cubría el tapiz de hierbas. La mascarilla le ayudaba a mantener por más tiempo el aire de las profundas inspiraciones que realizaba, en especial cuando se acercó a la isla y debió buscar una abertura para acceder a la orilla.

Al fin, Tom pudo arrastrarse hasta tierra firme en el momento en que el sol naranja Kthsemenee desaparecía por el oeste tras una espesa barrera de nubes. El largo día de Kithrup aún duraría cierto tiempo, pero había desaparecido la calidez de los rayos de sol directos. La frialdad de la evaporación le provocó un estremecimiento mientras se alzaba a través de la abertura entre las hierbas y las piedras de la orilla. Sobre las manos y las rodillas, trepó hasta un cerro a pocos metros sobre el mar y se sentó pesadamente en el áspero basalto. Luego, tiró hacia abajo de su mascarilla respiradora, dejándola colgar alrededor del cuello.

La isla parecía girar lentamente, como si fuera un corcho flotando en el mar. Le llevaría tiempo acostumbrarse de nuevo a la tierra firme. El suficiente, observó con ironía, como para acabar lo que tenía que hacer y regresar otra vez al agua.

Limpió sus hombros del limo verde que habían acumulado, y tembló mientras la humedad se evaporaba lentamente.

Estaba hambriento. Ah, tenía que enfrentarse con eso también.

Apartó de su mente el frío y la humedad. Pensó en acabar con la última nutribarra, pero decidió que podía esperar. Eso era todo lo que tenía para comer en poco menos de mil kilómetros, salvo que encontrara algo en la nave alien.

El humo aún ascendía desde el lugar donde la pequeña patrullera ET se había estrellado, exactamente sobre el hombro de la montaña. La delgada columna subía mezclándose con la corriente de hollín procedente del cráter del volcán. De vez en cuando, Tom escuchaba los gruñidos del monte.

De acuerdo. Adelante.

Se acuclilló para dar mayor potencia a las piernas y se impulsó hacia arriba.

El mundo osciló peligrosamente a su alrededor. A pesar de todo, fue una agradable sorpresa encontrarse en pie sin demasiados problemas.

Quizá Jill tuviera razón, pensó. Quizá tengo reservas que nunca he utilizado antes.

Giró hacia la derecha, dio un paso, y casi tropezó. Cuando recuperó el equilibrio, fue dando traspiés a lo largo de la rocosa ladera, sintiéndose agradecido a los guantes palmeados cada vez que debía aferrarse a las rocas, cortantes como afilado pedernal.

Paso a paso, fue acercándose al origen del humo.

En la cima de una pequeña elevación, apareció ante su vista la nave accidentada.

Estaba rota en tres pedazos. La sección de popa yacía sumergida; sólo la destrozada parte posterior sobresalía de las calcinadas hierbas en los bajíos. Tom verificó el contador de radiaciones del borde de su mascarilla. Si era necesario, podría soportar la radiactividad durante unos cuantos días.

La mitad delantera de la nave estaba partida de forma longitudinal, y el contenido de la cabina esparcido por toda la pedregosa ribera. Trozos sueltos de cableado ultrafino eran arrastrados por el aire sobre las mamparas metálicas desgarradas y retorcidas.

Iba a desenfundar la pistola de agujas, pero decidió que sería mejor tener las manos libres por si se caía.

Parece bastante fácil, pensó Tom. Descenderé e inspeccionaré esa maldita cosa. Paso a paso.

Bajó la pendiente moviéndose con cautela, y lo hizo sin que se produjera una catástrofe.

No quedaba gran cosa de la patrullera, pese a lo cual Tom estuvo hurgando entre los pequeños fragmentos dispersos, y reconoció partes de diferentes máquinas, pero nada le dijo lo que él quería saber.

Y allí no había comida.

Por todas partes se encontraban láminas de metal retorcido. Tom se acercó a una que parecía haberse enfriado e intentó levantarla. Era demasiado pesada, la elevó unos pocos centímetros, y tuvo que soltarla.

Tom permaneció durante unos instantes con las manos apoyadas en las rodillas, respirando pesadamente.

A pocos metros vio un montón de maderas. Se arrastró hasta allí para elegir las ramas más gruesas de entre aquellas resecas plantas marinas. Parecían sólidas, pero eran demasiado flexibles para ser utilizadas como palanca.

Tom se rascó la barbilla y pensó. Miró hacia el mar, que estaba cubierto hasta el horizonte por una horrible vegetación viscosa. Por fin, empezó a recoger las cepas secas, haciendo con ellas dos montones.

Cuando llegó la oscuridad, se sentó junto a un fuego, trenzando lianas de uno de los montones para fabricar un par de grandes abanicos planos, parecidos a raquetas de tenis con una cuerda en uno de los lados. No estaba seguro de que funcionara como deseaba, pero cuando llegara el nuevo día tendría la ocasión de comprobarlo.

Para distraer el hambre, entonó una dulce canción en ternario. El silbido de la canción infantil le llegó de vuelta como un suave eco desde el cercano acantilado.

¿Manos y fuego?

¡Manos y fuego!

Úsalos, úsalos

¡Para saltar más alto!

¿Sueños y canción?

¡Sueños y canción!

Úsalos, úsalos

¡Para saltar más lejos!

De repente, Tora se detuvo y alzó la cabeza. Tras un momento de silencio, deslizó la pistola de agujas fuera de su funda.

¿Había oído algo? ¿O sólo era su imaginación?

Rodó sin ruido apartándose de la claridad de las llamas y se encogió en las sombras.

Escudriñó las tinieblas con la vista e intentó escuchar la forma de las cosas, como si fuera un delfín. Como un cazador al acecho, de escondite en escondite, fue rodeando lentamente el lugar sembrado de restos del accidente.

—Barkeemkleph Annatan P'Klenno. ¿V'hoominph?

Tora saltó tras un fragmento de casco y rodó hacia un lado. Respirando con la boca para mantener el silencio, escuchó con atención.

—¿V'hoomin Kent'thoon ph?

La voz resonaba como si procediera de una cavidad metálica... ¿de debajo de uno de los grandes trozos de la patrullera? ¿Un superviviente? ¿Quién hubiera podido imaginarlo?

—Birkech'kleph. V'human ides'k. ¿V'Thennan'kleph ph? —gritó Tom.

Esperó. Cuando la voz le respondió desde las tinieblas, Tom se levantó y corrió.

—Idatess. V'Thennan'kleeph...

Se aplastó de nuevo contra el suelo junto a otro fragmento de metal. Lo rodeó arrastrándose sobre los codos y echó un rápido vistazo al otro lado.

Y apuntó su arma directamente a los ojos de una enorme cara reptiloide, a sólo un metro de él. A la mortecina luz de las estrellas, vio el rostro retorcido por una mueca.

Sólo se había encontrado con thenanios una vez anteriormente, y estuvo estudiándolos durante una semana en el instituto de Cathrhennlin. La criatura estaba medio aplastada por una maciza placa de retorcido metal. Tom podía adivinar que su expresión reflejaba agonía. Los brazos y la espalda del patrullero habían sido destrozados por un trozo del casco.

—V'hoomin t'barrchit pa...

Tom se adaptó al dialecto del otro. El thenanio usaba una variante del Galáctico Seis.

—...no te mataría, humano, aunque tuviera los medios. Sólo quiero convencerte de que hables conmigo y me distraigas durante un rato.

Tom enfundó la pistola de agujas y se sentó con las piernas cruzadas enfrente del piloto. Lo único que podía hacer era mostrarse cortés y escuchar a la criatura —y estar dispuesto a poner fin a sus miserias si le pedía ese favor.

—Lamento no poder ayudarte —respondió Tom en Galáctico Seis—. Aunque somos enemigos, yo nunca he sido de los que consideran a los thenanios como auténticos perversos.

La criatura hizo una nueva mueca. Su cresta dentada topaba de forma intermitente contra el techo de metal, y cada vez el thenanio se estremecía.

—Tampoco nosotros pensamos que los hooman'vlech sean un caso totalmente perdido, aunque seáis recalcitrantes, salvajes e irreverentes.

Tom se inclinó, aceptándolo todo como un cumplido parcial.

—Estoy dispuesto para el servicio de la terminación, si lo deseas —se ofreció.

—Muy amable, pero ésa no es nuestra costumbre. Esperaré mientras mi dolor se equilibra con mi vida. Los Grandes Espíritus apreciarán mi valor.

—Apreciarán tu valor —respondió Tom, bajando la vista.

El thenanio respiraba estertorosamente, con los ojos cerrados. La mano de Tom se deslizó hacia su cinturón. Palpó el bulto que formaba la bomba de mensajes. ¿Seguirán aún esperando a bordo del Streaker?, se preguntó. ¿Qué decidirá Creideiki si no recibe noticias mías?

Debo saber qué está sucediendo en la batalla que se desarrolla sobre Kithrup.

—Sólo para conversar y distraernos, ¿qué te parece si intercambiamos preguntas? —le propuso.

El thenanio abrió los ojos, que parecían reflejar un sentimiento de gratitud.

—Estupendo. Una idea estupenda. Como soy el más viejo, empezaré yo. Haré preguntas sencillas para no ponerte en tensión.

Tom se encogió de hombros. Hace trescientos años que tenemos acceso a la Biblioteca. Llevamos seis mil años de compleja civilización. Y nadie cree todavía que los humanos sean algo más que salvajes ignorantes.

—Cuando huisteis de Morgran, ¿por qué no buscasteis un refugio más seguro? —preguntó el patrullero—. La Tierra no podía protegeros, ni tampoco esos canallas tymbrimi que os arrastran por caminos perversos. Pero los Abdicadores son poderosos. Podíais haber buscado su protección. ¿Por qué no os refugiasteis en nuestros brazos?

Dicho así, parecía muy sencillo. ¡Si también lo fuera en la realidad! Si existiera una facción lo bastante poderosa como para encontrar refugio en ella, una que a cambio no hubiera exigido de la tripulación del Streaker o de la Tierra más de lo que podían pagar.

¿Cómo decirle al thenanio que sus Abdicadores eran sólo un poco menos indigestos que la mayoría de los otros fanáticos?

—Nuestra política es no ceder nunca a las amenazas intimidatorias —le explicó Tom—.

Nunca. Nuestra Historia nos habla del valor de esta tradición, más de lo que pueden imaginar quienes se educaron en los anales de la Biblioteca. Sólo entregaremos nuestro descubrimiento a los Institutos Galácticos, y serán los propios dirigentes del Concejo de Terragens quienes lo hagan.

Al mencionar el «descubrimiento» del Streaker el rostro del thenanio demostró un innegable interés. Pero esperó su turno, permitiendo que Tom planteara la siguiente pregunta.

—¿Están venciendo los thenanios ahí arriba? —preguntó Tom con ansiedad—. Vi a los tandu. ¿Quién prevalece en los cielos?

El aire silbó a través de los orificios respiradores del piloto.

—La Gloria nos elude. Los asesinos tandu prosperan, y los paganos soro se prodigan.

Los atacamos siempre que podemos, pero la Gloria nos elude. Serán los herejes quienes se lleven el premio.

Era una falta de tacto hacer tal mención con uno que formaba parte del «premio» sentado frente a él. Tom maldijo en voz baja. ¿Qué debía hacer? Algunos thenanios aún sobrevivían, ¿podía decirle a Creideiki que siguiera adelante sólo con esta base?

¿Podrían intentar un ardid que, aunque fuera un éxito, sólo les proporcionaría aliados demasiado débiles para conseguir buenos resultados?

El thenanio respiraba pesadamente.

Aunque no era su turno, Tom formuló la siguiente pregunta.

—¿Tienes frío? Traeré mi fuego hasta aquí. Además, mientras hablamos, debo terminar un trabajo. Perdona a este joven tutor, si te ofende.

El thenanio le miró con sus felinos ojos irisados de púrpura.

—Hablas con cortesía. Se nos había dicho que vosotros los humanos no teníais educación. Quizá simplemente seáis ignorantes, sin embargo sois sensatos...

Mientras Tom se apresuraba a desplazar su campamento, el patrullero resollaba ruidosamente y expulsó unos granos de arena por sus orificios respiradores. A la parpadeante luz de las llamas, el thenanio suspiró.

—Es apropiado que, atrapado y moribundo en un mundo primitivo, deba calentarme con las artesanales maneras de hacer fuego de un lobezno. Debo pedirte que le cuentes algo de vuestro descubrimiento a un ser que está a punto de morir. No los secretos, sólo una historia... una historia sobre el milagro del Gran Regreso...

Tom desempolvó un recuerdo, un recuerdo que aún le producía escalofríos.

—Imagina unas naves —empezó—. Piensa en naves espaciales... antiguas, roídas por el tiempo y grandes como lunas...

Cuando despertó cerca de las brasas aún calientes de la hoguera, el amanecer se anunciaba ya, proyectando alargadas y tenues sombras sobre la playa.

Tom se sentía mucho mejor. Su estómago había empezado a acostumbrarse al ayuno, y el sueño le había hecho mucho bien. Aún se encontraba débil, pero se veía con fuerzas para intentar una carrera hacia el posible paraíso siguiente.

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